lunes, 29 de octubre de 2012

Ernest Hemingway en la era de las biografías y los microrrelatos







"El Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve de 5.895 metros de altura, y dicen que es la más alta de África. Su nombre es, en masai, «Ngáje Ngái», «la Casa de Dios». Cerca de la cima se encuentra el esqueleto seco y helado de un leopardo, y nadie ha podido explicarse nunca qué estaba buscando el leopardo por aquellas alturas." 





"-Lo maravilloso es que no duele -dijo-. Así se sabe cuándo empieza."

                                  "Las nieves del Kilimanjaro", Ernest Hemingway

Leer a Hemingway siempre me deja con la sensación de haber realizado un viaje no sólo por algún territorio geográfico concreto, con su temporalidad, olor y color particular, sino además, la de haber hecho con él un recorrido por una de esas tierras atemporales a las que tememos asomarnos aunque son patrimonio universal y exclusivamente humano: el sentido de la vida, su fragilidad y su intensidad, la confrontación con las arduas realidades que nos impone la historia, el mantenerse firme frente al mar de las adversidades y el vérselas cara a cara con la muerte. Con un puñado de palabras que no se escapan de un rango intencionalmente calculado para darle ese efecto a la vez lacónico y profundo a la historia, fiel en su estilo a la imagen del iceberg, que oculta bajo la superficie mucha mayor densidad de la que el ojo capta, y con todos lo detalles hilvanados por la misma conjunción, los innumerables "y..." de Hemingway, que taladra con su eco acumulativo hasta develar el tallado desenlace, su estilo me parece único en su honda simpleza y brutal realismo. Ignoro si a pesar de ser un Nobel entra dentro de lo que se considera "el canon". Sea como sea, para mí es de lo mejor de la Literatura.

Entiendo que desde la perspectiva contemporánea, su persona, siempre reflejada en su obra, ha sido puesta bajo la lupa por su machismo confeso, su amor por el boxeo y las riñas, por las corridas de toros, por la caza y por la pesca en aguas profundas. También su vida ha sido sometida a escrutinio en diferentes versiones cinematográficas de manera poco convincente. De lo último que he visto,  "Medianoche en París" presenta una caricatura del hombre basada en los personajes principales de sus novelas famosas. "Hemingway & Gellhorn", (2012), en cambio, con Clive Owen y Nicole Kidman, no termina de cuajar el estereotipo del fanafarrón y pendenciero a quien todos llamaban "Papa". Se trata de un drama histórico que se adentra en los pormenores de una tempestuosa relación amorosa entre el escritor y esta corresponsal de guerra, Martha Gellhorn,  que se arrastra tras causas injustas conquistando la pasión de un Hemingway voluntariamente involucrado con idealismos y utopías sangrientas y dominado por sus propias pasiones irrefrenables: las mujeres, los excesos y el alcohol. Para entonces, los años treinta,  Papa ya se había convertido en un novelista de renombre. Sin embargo, tengo la impresión de que la película deja a la figura de Gellhorn mejor parada que a la del propio Hemingway.

Parece que con este grande de las letras se impone "la patografía", "La biografía patológica, la monstruificación de cualquier vida. Las lees y en ellas lo que el autor escribió ocupa un lugar ínfimo”, según explica José Emilio Pacheco. La proliferación de esta patología literaria se ha convertido en tendencia, a tal punto que es más fácil encontrar buenas traducciones de sus biografías que de la obra misma del autor. El lector voyeur es quien la alimenta, siempre en busca de detalles íntimos, truculentos y extravagantes que condicen con el personaje que devoró al hombre. Finalmente, como explica Pacheco, el personaje que Papa Hemingway creó y la novela de su vida no podrían haber tenido otro posible desenlace.

Más allá de los retratos cinematográficos o biográficos del hombre, que siempre resultan subjetivos y hasta irrelevantes para el lector ingenuo, es el escritor quien nunca defrauda. Es más, cuando se cree haber leído lo suficiente, siempre hay más para descubrir y sorprenderse. Lo último que encontré es una joya: "The First Forty-Nine Stories", que se pierde quien no haya dedicado años al estudio del inglés, porque hay historias en esta colección que no han sido reeditadas desde las antiguas antologías de relatos, hoy libros de anticuario o de segunda mano, figuritas difíciles de adquirir. Y es una pena en tiempos en los que los microrrelatos causan furor. Sus cuentos cortos son una pintura de enorme maestría y descarnado realismo que jamás dejan al lector indiferente. Por el contrario, a través de sus pinceladas, Papa Hemingway siempre nos conduce a las peliagudas preguntas con las cuales él mismo se confrontó en tiempos de falta de certezas, los de la generación perdida, y que finalmente lo dejaron sin otra respuesta que el suicidio. Su magistral definición del concepto de la Nada en "A Clean, Well-Lighted Place", una de esas historias sublimes para las que no encuentro ninguna buena traducción al español, ni siquiera del título, ha cobrado hoy aún más vigencia e implicaciones más profundas que cuando fue publicada:  

"Nada nuestro que estás en la nada, nada sea tu nombre, venga a nosotros tu nada, hágase tu nada así en la nada como en la nada. La nada nuestra de cada día..."

Otra gema en esta colección de cuarenta y nueve cuentos, y algunos verdaderos microrrelatos intercalados e intitulados, es "Hills like White Elephants", un relato mayormente en forma de diálogo en el que el lector se convierte en escucha involuntario. Un duelo verbal se suscita cerca de una estación de tren rodeada de una serranía en algún pueblo español a orillas del Ebro, entre un americano y una muchacha, Jig, que está a punto de abordar el expreso de Barcelona a Madrid para hacerse una operación que no termina de convencerla. Sin jamás ser mencionado y entre copa y copa, el lector llega a la conclusión de que se trata de un aborto, y de que la pareja jamás será la misma después de deshacerse de lo que resulta para ambos un elefante blanco.

Podría seguir con títulos destacables como "The Short Happy Life of Francis Macomber" o "The Killers", pero nada en la colección supera a "The Snows of Kilimanjaro" ("Las nieves de Kilimanjaro"), la historia de un moribundo escritor frustrado, Harry, de safari en medio de la sabana africana y en espera de un avión que venga en su rescate. Lo acompaña su adinerada, bebedora y negadora pareja, quien se resiste a discutir con su hombre como distracción o revelación final tanto como a  la idea de su muerte inminente a causa de una gangrena, por no querer asumir la soledad una vez más en su propia vida en Long Island. El hombre, en cambio, se ha resignado a morir, y los buitres comienzan a rodearlo y a embriagarlo la macabra risotada de las hienas, llevándolo a recordar escenas de su vida pasada, de sus brutales experiencias de guerra, de sus inviernos en la nieve y de todas las historias que hacen al libro de su vida que ya jamás podrá plasmar. Hasta que por fin llega, corpórea, a posar su cabeza al pie de su camilla, la muerte, le hace sentir su aliento pestilente en su rostro y le oprime el pecho hasta dejarlo sin habla y adueñarse de su cuerpo entero. Al morir, el narrador no pausa para anunciarnos el hecho, sino que continúa con el ensueño de una vida más allá de la muerte en la que aterriza el avión esperado sobre la llanura dorada de África, asciende y el hombre, con su pierna extendida, finalmente comprende la profecía que abre la historia: la nave vira hacia el este para por fin dirigirse hacia "la Casa de Dios", la cima nevada del majestuoso Kilimanjaro. Allí, en la pura blancura de las nieves eternas, yace el esqueleto de un leopardo que inexplicablemente llegó a esas alturas, como lo hizo Ernest Hemingway, erguido y de pie frente a su máquina de escribir.

A boca de jarro

miércoles, 24 de octubre de 2012

Con un sólo ojo



Últimamente, resulta que el mejor remedio para las tripas no es el omeprazol ni el pantoprazol. En verdad, el pantoprazol me constipa, por más que agregue fruta con cáscara, fibra y Activia a mi dieta. Tengo que preguntarle al gastroenterólogo, que me va bajando la dosis en cada visita, por qué será. Mientras tanto, estoy un tanto inflada de tanta flatulencia. Y estando en este estado descubrí que la mejor medicina para mi acidez estomacal es mirar la realidad en la que estoy metida como desde cierta distancia. Podría decirse que antes me sentía inmersa, a veces desbordada, a punto como de ahogarme en ese mar revuelto y agitado del día a día. Ahora, el oleaje sigue batiendo contra la ventana pero yo lo observo detrás del vidrio, y hasta parece que hasta ni me salpicara.

Supongo que si además de gastroenterólogo consultara con un psicólogo, como el mismo gastroenterólogo me recomendó sin éxito, me diría que logré tomar distancia psicológica de ciertos hechos en los que antes me enroscaba.

Jugando un poco a ser mi propia terapeuta, trato de que la cosa en sí no sea nada, como cuando uno es espectador de un hecho y se hace conciente de las condiciones de su mirar: veo que algo sucede, algo está pasando, lo percibo y punto. Trato de no ir más allá. Puede parecer digno de un autómata y no siempre resulta tan sencillo,  aunque con la práctica funciona para mi emocionalidad saturada. En cambio, si al observar un hecho cotidiano, sea del ámbito privado o el ámbito social, político y económico que muestra la prensa, le agrego, primero, un juicio de valor propio, especialmente uno negativo; luego, la emoción que ese juicio dispara en mí, y encima de todo me involucro y pretendo hacerlo mejor, cambiarlo o marcarle un rumbo diferente o un ritmo distinto, ahí es cuando viene el reflujo.

Me puse a leer, para ver si esto que es simplemente una hipótesis de un posible camino, que de hecho vengo transitando para reducir la causa de mis males, de las cuales no me interesa la etiqueta de un diagnóstico, tiene algún sustento psicológico comprobado. Y me encontré con que en Estados Unidos, un grupo de investigadores de la Universidad de Michigan llegó a la conclusión de que la sabiduría se obtiene al ver las cosas desde la distancia. Según estos estudiosos "las personas con una perspectiva universal (de distancia), en realidad procesan la información de forma distinta que las que tienen una perspectiva más egocéntrica." La investigación también ha mostrado que el dialectismo, es decir, el darse cuenta de que el mundo es fluido y que es probable que el futuro cambie, y la humildad intelectual, el reconocimiento del límite del conocimiento propio, son aspectos claves de un razonamiento sabio. En un experimento llevado a cabo en 2011, estos señores les pidieron a 57 estudiantes universitarios a punto de graduarse o recién graduados, que no podían encontrar trabajo, que eligieran tarjetas de un mazo que describía la recesión en el país del norte y los altos niveles de desempleo, y pensaran cómo la economía les afectaría personalmente. Luego, se los instó a razonar en voz alta sobre el tema desde una perspectiva egocéntrica o con distancia. Descubrieron que los participantes que adoptaron una perspectiva de distancia eran significativamente más propensos a reconocer los límites de su conocimiento y a admitir que era muy probable que el futuro cambiase.

Lo cierto es que yo no quería ir tan lejos con esta reflexión ni llegar a la conclusión de que he alcanzado la sabiduría ni de que nos espera un futuro mejor, pero creo que di un paso al frente, y en un mundo que parece ir para atrás, me congratulo por ello. Estoy aprendiendo a confiar en el proceso y en el desarrollo de la vida, a soltar los juicios y los temores que se apoderan de mí cuando me meto de cabeza en el hecho, sea algo del ámbito familiar, como la escolaridad de mis hijos, por cuya pobre calidad me dio muchas veces ganas de arrancarme los pelos, y créanme que perdí una considerable cantidad de cabello durante los meses en los que mi malestar fue de índole agudo, o sea el noticiero cotidiano o el diario del domingo. Me doy permiso para dormir más, como una forma de desconectarme, y hasta sueño, dormida, con anhelos que había archivado, como viajar, tan vívida y detalladamente que me da pena despertar. No me fuerzo a hacer lo que no me sale o aquello para lo que llego muy justa con el tiempo: confío en que los míos se las arreglarán sin mi intervención, y me alegra comprobar que así sucede cuando vuelvo a la noche del trabajo. No espero que en el trabajo las personas se vuelvan coherentes y lógicas: me divierto con la incoherencia y pienso que me pagan por tolerarla.  Profundamente y a pesar de todo, siento  que lo que sembré, germinará a su debido tiempo y dará buenos frutos, pero tiempo al tiempo, y el que esté apurado que se embrome. En definitiva, es como haberme disciplinado en el arte de mirar la realidad con un sólo ojo, como parecen hacerlo tantos de quienes nos gobiernan. Tal como hacía  uno que nos dejó hace un par de años. 


A boca de jarro

lunes, 15 de octubre de 2012

Rito de pasaje


 "Sin tener en cuenta los  detalles  más  concretos, 
lo  que  da  sabor  a la  vida  es  estar  profundamente  implicada  en  ella."

                                                                                                                                                                                                    Jean  Shinoda  Bolen


Lo que para algunos ha sido el evento del año, por todo la burbuja en el que lo envolvemos, para mí resultó un acontecimiento profundamente revelador de una crisis vital más de tantas, en el sentido positivo de cambio, que simplemente intensifica mi sensibilidad y me da una mirada clara y honda de lo que he logrado hasta hoy y lo que es mi vida en el ahora.

A través de los símbolos externos del vestido blanco, el moño y los zapatitos perlados, levantarme el día de la Comunión de mi hija y abocarme a la ancestral tarea de la mujer iniciada en el arte de transmitir algunas tradiciones de nuestra femineidad al vestirla, peinarla y sostenerla en su mutación a un nuevo ser al que el rito de pasaje da origen fue movilizador. La imagen de las dos frente al espejo, ya listas para el ritual, trajo a mi memoria lo poco que leí de esta mujer, Jean Shinoda Bolen. En especial, su idea de que un espejo común y corriente refleja la apariencia superficial, pero hay espejos en los cuales vemos reflejadas cualidades intangibles que tienen que ver con el alma. En eso espejo nos miramos y nos encontramos mi hija y yo el sábado pasado.

Quienes han estudiado los ritos explican que están vinculados con cambios físicos, psíquicos o sociales del individuo Esta clase de ceremonias hacen notorio que el individuo cambia su estatus y es reconducido a un nuevo estado. En este caso, vi claramente que mi hija deja una etapa atrás igual que yo, que se inicia ya a su pubertad y yo a mi madurez, y que nuestros roles ahora han cambiado: ella se ocupará de representar la fertilidad y la continuación de mi linaje, y yo estaré encargada de brindarle la sabiduría de vida que me ha sido transmitida por las mujeres que me precedieron: mi madre y mis abuelas.

A Bolen le interesan las mujeres maduras mucho más que a nuestra sociedad. Según explica en uno de sus trabajos, la madurez evoca humedad y jugosidad, sabor y placer, en su justa medida: "En la naturaleza, la vitalidad (el estar vivo) significa que existe una fuente de agua que alimenta un nuevo crecimiento y conserva la vida, que es húmeda. La humedad metafórica y el fluir, tanto para la salud física como para el bienestar emocional, también son esenciales. Los sentimientos genuinos y su expresión sin trabas son húmedos. (...) Implicarse en la vida y comprometerse con ella es una proposición madura. Cada mujer madura recurre a una fuente o a un acuífero profundo lleno de significado..." Y se refiere además concretamente a las lágrimas como manifestación de esta humedad que brotan naturalmente en estos y otros acontecimientos vitales. 

Bolen declaró en una entrevista ampliamente difundida que: "A partir de los 40 años empieza lo mejor si eres capaz de darte cuenta de la cantidad de cualidades potenciales que hay dentro de ti. Entonces te entran ganas de convertirte en bruja (...) una bruja es una persona con poder personal. Las brujas sabias dicen la verdad con compasión, y no comulgan con lo que no les gusta, pero no tienen la rabia de las mujeres más jóvenes. Algunos hombres excepcionales pueden llegar a ser brujas, los que tienen compasión, sabiduría, humor y no están supeditados al poder. Las brujas sabias son capaces de mirar hacia atrás sin rencor ni dolor (...)  Primero aprenden a amar lo que hacen, luego alientan a otros al crecimiento. Saben reconocer lo frágil y lo que tiene valor, y también lo que debe ser podado."

Así me sentí en medio de este rito iniciático de mi hija que ya ha dejado de ser pequeña: una bruja madura fluyendo y dándole a beber de los secretos que ahora ella necesita aprender de mí, que la materno desde un lugar más sutil pero igualmente físico y concreto, como el de la madre de aquella niña pequeña que ahora observa con mayor distancia aunque con igual devoción como se transforma el fruto con asombro, orgullo y alegría. Se me hizo conciente la necesidad, ahora más que nunca, de ser yo misma en esta implicación madura con la vida en pos de mi propio fluir y para acompañar el fluir de mi hija en su camino de creación de su propia identidad.

Embelleciéndola para entregarla al paso hacia una nueva etapa de su fresca vida sentí que estábamos en nuestro eje, cumpliendo con una misión que todas las mujeres del árbol de la vida del que formamos parte cumplieron para con aquellas que las sucedían. Y todas se hicieron una en nosotras, como alineadas, gracias a lo que devela el rito. La revelación me sacudió y me embriagó de satisfacción.

A boca de jarro

miércoles, 10 de octubre de 2012

Vergüenza ajena

Jonathan Wolstenholme


Me impactó días pasados, estando en clase de gimnasia en el parque polideportivo al que concurro hace años, donde todos nos conocemos aunque sea de vista, la noticia de que Eva, una mujer de alrededor de 50 años, había muerto de manera rápida a causa de un cáncer de pulmón fulminante, tal como lo describió la profesora. Pero en verdad lo que más me escandalizó fue la reacción de algunas de las personas presentes. Ante la pregunta: "¿Fumaba?" y la respuesta afirmativa que esperaban para alzar un dedo condenatorio, comenzaron  los comentarios por lo bajo: " Y sí... a todos los que fuman les pasa, tarde o temprano... o de pulmón, o de garganta, pero se lo agarran..." Sumado a la conmoción ante la noticia, el tenor de los comentarios me revolvió las tripas, no sólo por el nivel de insensibilidad y soberbia absoluta que manifiestan sino por el acuciante grado de ignorancia en términos de lo que debería ser tratado como parte natural de la vida: la enfermedad. Conclusión: una oportunidad para fomentar la salud y prevenir enfermedades terminó enfermándome...


Hay médicos en mi familia que se han cansado de diagnosticar cáncer de pulmón y de otras tantas etiologías en personas que jamás tocaron un cigarrillo ni fueron siquiera fumadoras pasivas. No quiero decir con esto que el cigarrillo no sea responsable de esta y otras patologías en muchos casos, pero no es la única causa. Hay factores genéticos, ambientales y otros, la mayoría de los cuales, muy a nuestro pesar, escapan toda explicación que se intente dar acerca de una enfermedad tan traicionera como el maldito cáncer. Existen agujeros negros en el universo de la enfermedad y de las causas de la muerte, y es siempre nuestra soberbia, esa que según el relato Bíblico nos condenó a ellas, la que intenta penetrarlos por temor a ser succionados por uno de ellos. La enfermedad sigue siendo un misterio que nos excede, y, como todo misterio, intentamos explicarlo para combatirlo cuando, en realidad, siempre nos confrontamos con nuestros propios límites y nuestros propios temores al hacerlo.


En la última semana también, dos personas que me ven esporádicamente por cuestiones laborales me han confiado que sus esposos padecen de esta enfermedad. A una de ellas la noté desencajada. Sabía que su marido había sido operado y tratado, pero pensaban que el cáncer había quedado atrás. Ahora se enteraron de que hay metástasis pulmonar. Y la otra no había podido pegar un ojo en toda la noche anterior a nuestro encuentro porque se acababa de enterar de que su esposo tenía un tumor prostático. Hoy mismo, camino de vuelta de la salida del colegio con mi hija menor, nos cruzamos con una chica de unos treinta años pasada de flacura y con un pañuelo cubriéndole la cabeza. Y hasta me hija notó lo que le sucedía y expresó su pena. Acto seguido, me preguntó lo que dio lugar a esta reflexión: "¿Por qué se tapa la cabeza, má? ¿Le da vergüenza estar enferma?"


No es la primera vez que siento que la enfermedad en nuestros tiempos ha pasado a ser entendida en buena medida como responsabilidad de quien la padece e inclusive produce cierta vergüenza admitirla o mostrarse en público luciendo sus signos "antiestéticos", fundamentalmente por la reacción que genera en los demás. Y esta reacción suele darme vergüenza ajena. La idea subyacente e inmediata que se desata en ciertas mentes al enterarse de un padecimiento de este tipo parece ser "Ah... por algo será. Algo habrá hecho mal para tenerlo."  Un caso paradigmático de lo que intento exponer ha sido lo que le sucedió al mediático Doctor Alberto Cormillot, famoso por hacer perder peso a obesos e híperobesos a través de su programa médico y televiso y marca registrada como garantía de salud; todo un ícono de la vida saludable.

Yo misma le he escuchado decir que almorzaba cereales con yogur y frutas cada día en pos de su salud intestinal y para conservarse en peso, siendo él mismo un obeso recuperado. Y hasta hoy asegura que no se permite jamás una Coca Cola por tenerla "fuertemente identificada con el daño". Muchos de los comentarios de los foristas al pie de la nota donde es entrevistado por La Nación al confesarse públicamente como víctima del cáncer dan vergüenza ajena. El lego se aventura a aseverar que Cormillot tuvo un cáncer por consumir aspartamo, presente en los edulcorantes que consumió y vendió a lo largo de su vida, o por resentimiento, aunque ha sido un hombre existoso en términos de lo que hoy consideramos "éxito". Los gurúes de la "autosanación New Age" se encargan de adscribir emociones negativas como causas del cáncer, agregando una razón más para hacer que quien enferma se sienta aún más infeliz por la gama de emociones negativas que a todos nos habitan y de las que muchas veces no somos ni siquiera plenamente concientes. Y la gente que cree en todo esto a pie juntillas ahora también diagnostica y enjuicia.

En mayo le descubrieron un cáncer de colon, a pesar de que era el pregonero de la prevención de la misma enfermedad, instando a los hombres mayores de 50 años a realizarse un estudio anual para detectarlo precozmente. Se operó inmediatamente, pero al principio no se animó a contar lo que le pasaba. Según confesó meses después a la prensa, tuvo que pensarlo mucho antes de decir la verdad. Sus motivos: "Porque no sabía cómo comunicarlo. Recién el día que salí de la internación, decidí que lo iba a decir. Durante 48 años, construí un vínculo con los medios, con los periodistas. Y si yo no decía la verdad sentía que estaba rompiendo la confianza."

Es claro que la confianza que se rompe en este caso es la de él mismo en toda una forma de vida y un mensaje que ha hecho público. La prevención a base de cuidados permanentes, controles y sacrificios no basta como garantía de una salud inquebrantable. He aquí el misterio, he aquí el límite con el que debió confrontarse. Evidentemente, la confrontación y la aceptación pública de una verdad a la que le dio batalla por años le hizo sentir vergüenza. La idea posmoderna de que existe un seguro para protegernos de todo daño no aplica a la salud, por más que la medicina haga esfuerzos denodados por ganarle la pulseada a la enfermedad con el énfasis en la prevención.

Y es mucha la gente, incluido Cormillot, que vive pensando que somos nosotros quienes "hacemos mal los deberes" y por eso enfermamos, como si se tratara de una cuestión moral. Pensar que el enfermo no es víctima de la voluntad de la naturaleza sino su propio verdugo es una forma de pensamiento muy típico de nuestra posmodernidad culpógena. Nos dejamos seducir fácilmente por una imagen de salud ideal y óptima que, muy a nuestro pesar, está fuera de nuestro alcance.

Fue el genial Aldous Huxley, autor de una distopía que cada vez parece tener más puntos de contacto con nuestra realidad, titulada Un mundo feliz, quien alguna vez dijo: "La investigación de las enfermedades ha avanzado tanto que cada vez es más difícil encontrar a alguien que esté completamente sano."

                                           
Y fue Paracelso, el gran médico del siglo XV, quien apuntó que "El médico sólo es el servidor de la naturaleza, no su amo. Por consiguiente, a la medicina incumbe seguir la voluntad de la naturaleza." Tengo la fuerte sospecha de que nos curamos de muchos males al acatar esa voluntad sin ninguna vergüenza. Y esa voluntad es y seguirá siendo un hondo misterio que nos hace simplemente más humanos.
 

A boca de jarro

sábado, 6 de octubre de 2012

El profundo sentido de peregrinar



Hoy se celebra la 38° Peregrinación anual a pie al Santuario de Luján, que partió al mediodía del barrio de Liniers para cubrir un recorrido de 65 Km. hacia la imponente basílica, congregando año a año a cientos de miles de jóvenes y personas de toda índole unidas por un objetivo en común. Este escrito se lo regalé a un peregrino de la blogosfera, José Senovilla, el 6 de enero de este año, y hoy quiero reeditarlo en este espacio en homenaje a todos aquellos que caminan a Luján, ya que los acompaño con el corazón: 

Peregrinar es un rito compartido por la inmensa mayoría de los credos, y el peregrino es el símbolo viviente del tránsito de nuestra vida desde el día en que nacemos hasta el que morimos, más allá de nuestras creencias sobre qué pasa después.

Cuando era pequeña, me enseñaron que nunca caminamos solos, y que en los momentos más difíciles de nuestra travesía existencial, las huellas que vemos marcadas en la arena de nuestro pesado paso por los tramos más arduos son en realidad las marcas de quien carga con nosotros a cuestas cuando nuestras fuerzas no bastan para seguir andando. Al oírlo de pequeña, fue una bonita historia. De grande, lo experimenté en carne propia, más de una vez. Es lo que llaman una cuestión de fe.

Ya de adolescente, a los diecisiete años, decidí unirme a la peregrinación anual a pie al Santuario de la Virgen de Luján, Patrona de los argentinos. Fue aquel un año especial por varios motivos: se fueron de este mundo mis tres abuelos peregrinos inmigrantes españoles. Y terminaba yo mi recorrido por la escuela: se iniciaba en mi vida una verdadera peregrinación. Ofrecí entonces la caminata que cubre 65 Km., que logré hacer en alrededor de 20 horas, por la memoria de mis abuelos idos, quienes, según yo creía y aún creo, se fueron a seguir su peregrinación a un mundo mejor, y para ofrecerle a la Virgen mis pasos en lo que se me hacía un futuro incierto.

La experiencia de peregrinar fue sin dudas muy esclarecedora. A pesar de mi juventud, entendí que la vida se parecía mucho a esa peregrinación. Tanta gente distinta y, sin embargo, unida por lo más valioso de nuestra humanidad: nuestro sentido de fragilidad, de transitoriedad, nuestra necesidad de encomendarnos a una fuerza superior que nos ampare en nuestro recorrido por un camino que a veces parece que se angosta, porque cae la noche e inunda la oscuridad, por la lluvia, el frío, la neblina. Y a pesar de ello, todos nos encontrábamos en la misma senda, intentando llegar a un destino que nos diera una esperanza que resignificara nuestro cotidiano peregrinar.

Encontré todo tipo de gente en aquel recorrido hacia la majestuosa basílica de Nuestra Señora de Luján. Había allí gente mayor que se apoyaba en bastones, gente imposibilitada de caminar sobre sus propios pies que se desplazaba en sillas de ruedas, gente que andaba descalza, de rodillas, gente con niños pequeños, sanos o enfermos, sobre sus hombros, hombres sin trabajo portando imágenes del Santo Patrono del Trabajo, San Cayetano, y andando, mujeres con lágrimas en los ojos, embarazadas, enfermas y una multitud de jóvenes. Éramos cientos de miles.

Arrancamos con bríos, como en general se arranca toda empresa. El sol del mediodía nos obligó a hacer nuestra primera parada para comer algo liviano, hidratarnos y descansar, sin parar de caminar de golpe hasta por fin tendernos a la sombra con las piernas hacia arriba para que la sangre irrigara nuestro cansancio primero. Por la tarde nos animamos con cánticos, mates y las historias compartidas de nuestros motivos de peregrinar con el grupo de boy scouts que nos acompañaba y asistía. Y comenzaron a sentirse los efectos de la caminata al caer el sol. Con los años descubrí que además de que esa era la hora lógica para que el cuerpo mostrara los signos de fatiga naturales del peregrino, la puesta del sol es una hora del día especial en general, que tiende a acongojarnos y a llenarnos de sentimientos intensos. Aparecieron las primeras llagas en mis pies, y tuve que detenerme para que me asistieran en un puesto sanitario. Quedé atrás de mi grupo, junto a otra compañera que tuvo el mismo problema, y un boy scout que se quedó a acompañarnos. Luego de una sopa caliente y con nuestras llagas debidamente vendadas, resumimos la marcha hacia la noche que se adentraba en el horizonte. Y comenzó la lluvia. Reinaba el silencio, y se hacía muy pesada la marcha. Con escasa protección para el agua, comenzamos a sentir frío y a tiritar. Hubo algún intento de plantar, de subirnos al tren, pero aquel muchachito scout que se había quedado tenía una misión especial: él fue quien ofreció sus hombros, sus brazos y sus manos para sostenernos, así como su amena conversación para distraernos, y su corazón enorme y "siempre listo" para hacernos ilusionar con el momento en que despuntara el alba y lográramos divisar las torres de la cúpula desde la ruta.

Y así sucedió. Paró la lluvia, se despejó el cielo, y con los ojos empañados, mezcla de dolor y alegría, vimos por fin nuestro destino imponente, alzándose hasta el cielo desde lejos. Ese fue finalmente el tramo más arduo: cuando sentimos que ya habíamos alcanzado la meta, pero quedaban los últimos implacables kilómetros por cubrir. Era como ver un oasis en el desierto. Allí sí hubo que poner mucha garra y voluntad, superar el dolor mortificante y los calambres musculares encomendándonos a aquella Señora a quien queríamos llegar.

En nuestro peregrinar cotidiano nos enfrentamos con una serie de pruebas y apuros que desafían nuestra determinación y nuestra fe, sobre todo, nuestra fe en nosotros mismos y nuestras propias fuerzas, y aprendemos que para llegar a destino es necesario sortear peligros insidiosos. Peregrinar nos revela la convicción profunda de lo que San Pablo llama "Certa bonum certamen" ("Lucha la buena lucha"). Y como dice Paulo Coelho en su novela El peregrino, una intensa parábola sobre la necesidad de encontrar nuestro camino en la vida:

"El camino es el que nos enseña la mejor manera de llegar
y nos enriquece mientras lo atravesamos."

Les deseo hoy a todos los peregrinos que marchan rumbo a Luján y a los que andan peregrinando por aquí, que el camino de la vida los colme de bendiciones y hallazgos, y agradezco a la vida la inolvidable posibilidad de haber dejado mi pequeña huella, una más de tantas, en la senda de millones de peregrinos que siguen en pie y andando cargando con sus esperanzas.


A boca de jarro 

miércoles, 3 de octubre de 2012

Cocinando palabras con Blanca Cotta




Blanca Cotta es una señora que cocina por tele y da recetas en medios gráficos hace años. Aunque es mucho más que eso. Es también maestra y profesora de Letras, humorista gráfica, periodista y libretista de televisión. Yo ya leía su sección gastronómica infantil en la revista Anteojito cuando aprendí a leer y empecé a escribir. Es lo que yo llamaría una cocinera, más que un chef de estos que te preparan un plato cuya foto muestra más bandeja y ornamentación que sustento donde hincar el diente. Tiene además la gracia de llegar con sus instrucciones y de arrancar invariablemente una sonrisa con sus guiños al lector. Y tiene el don de hacernos pensar en cosas que van mucho más profundo que la batidora. Siempre leo sus recetas porque son lo que cualquiera puede aplicar en la cocina de batalla, como llamo a la mía, que a veces se me hace para un batallón, aunque somos sólo cuatro. Con lo que tengo a mano, en la heladera, sin condimentos exóticos ni tener que ir al barrio chino a comprar adminículos especiales, sus recetas por lo general no defraudan. Simplemente, cocina lo que cocinaba mi abuela o mi mamá y nunca puse la debida atención para aprenderlo de ellas.

Sobre todo la admiro porque demuestra que se puede también escribir desde la cocina. Es una elección de vida por la que yo también opté. Sí: ¡cocina palabras! Se me hace una mujer que, como yo, piensa y amasa la vida mientras cocina. Y me gustan las mujeres capaces de plasmar y hacer reverberar ese cálido aroma, que a pura olla y horno ellas logran hacer flotar en sus hogares, en simples y profundas palabras desde la cocina de la vida. El pasado domingo 30 de septiembre, junto a su receta de Arrollado de atún, ("Nivel de dificultad: Fácil, si todavía se siente fiaca, compre el pionono hecho y listo."), me regaló un texto del que quiero compartir un fragmento por su simpleza y por sus implicancias para mí. Se titula "Las palabras y la vida", y lo pueden leer completo, con receta incluida, en la Revista Viva de Clarín, páginas recortables y coleccionables 75 y 76, en la sección "De aquí, de allá y de mi abuela también, Los secretos de Blanca". Dice así:

"Reconozco que soy informal.
 Informalísima.
 A veces demasiado.
 La mayoría de los maridos sueñan con tener esposas serias y, si es posible, un poco acartonadas.
¿Qué culpa tengo si yo soy de papel?
 Pero muchas veces me encuentro como "sapo de otro pozo".
 Y entonces me sucede que el ser informal hace que me miren como si fuese un bicho raro, que no   acata las normas al pie de la letra.

Tal vez por eso más de una vez, las palabras (aún de quien quiero) al aterrizar me duelen, me   lastiman, arrugan cruelmente mi ingenua alegría y me obligan a esconderme en el fondo de un caparazón de piedra, sin llamador. 

(...)
Decidí entonces, para mis adentros, darle... ¡guerra a las palabras!
Especialmente a aquellas que hieren, ofenden, mortifican.
Penetran en el corazón.
Esas rebotarán contra mi caparazón."

Me pareció una honesta, bella y simple receta de vida que sentí ganas de compartir. Creo que la mejor forma en la que una cocinera de batalla le puede dar guerra a las palabras hirientes es cocinándolas para transformarlas en un platillo nutricio y sabroso para sí misma y para todos los que comparten su corazón en la mesa de cada día.

A boca de jarro

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Escritura terapéutica por alma en reparación.

Vasija de barro

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"La verdad espera que los ojos
no estén nublados por el anhelo."

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