viernes, 24 de enero de 2014

La hija menor de Sappia

Arte Figurativo Óleo, Pinturas de Mujeres

"Decidió que era así precisamente como estaba. Tenía delante el cuerpo fofo, añoso, de una mujer de cuarenta y seis años, los pechos caídos, el vientre dilatado, venas varicosas en las piernas y caderas a punto de derrumbarse. Su sonrisa se amplió hasta adquirir las proporciones de una mueca forzada mientras su mano derecha se cerraba en el aire, y entonces lo dijo bien claro, en voz alta, mañana vuelvo a comer."
                                     
Almudena Grandes, Modelos de mujer, "Malena, una vida hervida", (Relato parcialmente autobiográfico), Buenos Aires: Tusquets Editores, 2012.


Cuando me crucé a darle el pésame como corresponde a la señora de Sappia la encontré acompañada por su hija menor. La reconocí de inmediato. Habíamos sido compañeras de secundaria, aunque nunca habíamos llegado a ligar socialmente, y se encontraba tan cambiada que, en todos los años que llevo viviendo frente a su casa no me había dado cuenta de que se trataba de aquella chica regordeta, siempre ocultando sus bellos y tristes ojos diáfanos detrás de sus gruesos anteojos, una adolescente tímida, de cabello largo, invariablemente trenzado, que hasta se sonrojaba al verse obligada a pasar al frente a dar lección oral y que sólo ocupa un lugar en las fotos viejas que dan testimonio de nuestro paso por un colegio de monjas. Nunca había salido a bailar o acudido a ninguna reunión ni fiesta de quince, nunca una cita, jamás el nombre de un varón garabateado en la tapa de sus cuadernos. "La chica de los labios vírgenes"  como burlonamente la habíamos apodado.  Era obvio que su padre no le permitía ir más que de casa al colegio y del colegio a casa, a estudiar.

Siempre había deseado ser médica. Eso es casi todo lo que llegué a saber de ella en cinco años de adolescencia compartida. Supongo que finalmente lo consiguió. Ahora que me percaté de su identidad la veo pasar temprano por la vereda de enfrente, a paso ligero, delgada en sus jeans ajustados, con un delantal blanco colgando del brazo y una cartera abultada. Cruza prolijamente por la esquina, esperando que el semáforo le de permiso para hacerlo debidamente, igual de sumisa y prolija que en aquellos años de estudio. Hay gestos que delatan más de lo que quisiéramos revelar acerca de quienes fuimos y quienes somos, porque, en general, los años no vienen para cambiarnos. A menudo llegan para acentuar aun más nuestro resignado destino.

Al terminarse los festejos de fin de año, volvíamos en el auto a casa de madrugada y encontramos un coche plateado estacionado justo frente a nuestra entrada de garaje. Mi marido, como siempre, se enfureció. No soporta que se ignore el signo de "Prohibido Estacionar" que se empecina en volver a colgar de la puerta, aunque lo arranquen o lo roben sólo por jorobar. Le hizo luces rabiosas al conductor para que se adelantara. La ventanilla del auto estaba medio alzada, y se adivinaba una cabellera platinada, más blanca y brillante que el color del automóvil. El tipo la bajó entera desde su comando eléctrico en la penumbra solitaria de mi calle, sacó la mano para pedir disculpas, dio arranque y movió el auto sin chistar. Al erguirme luego de trabar el portón y antes de terminar de cerrar, vi emerger del coche la figura de la hija del difunto Sappia, y su sombra, esquiva e inconfundible ya, se desvaneció rápidamente en la oscuridad del jardín de su casa.


Desde aquella noche ya no se volvió a esconder. El fulano viene a visitarla con ramos de flores en las tórridas tardes de verano, mientras su mamá pasa unos días en la costa junto al resto de la familia. Madre e hija, cómplices silentes de una liberación largamente esperada. La hija menor, a quien se le había asignado el pesado rol de acompañar a sus padres en su vejez, de ser la tía soltera y juguetona para sus sobrinos, ahora tiene vida propia en esa casona que parecía muerta hace poco más de un mes.


Dicen que para muchas mujeres la vida comienza después de los cuarenta. Para esta niña-mujer, que vivió bajo la sombra de un padre autoritario, el adagio parece estar hecho a su medida. Quién sabe por qué motivo el difunto padre la quería soltera y en casa. Tal vez para llenar el vacío que como marido él mismo creó en la vida de su mujer. Lo cierto es que hoy la hija menor de Sappia se ve feliz porque aprendió que los príncipes no tienen melenas rubias, ni son azules, ni llegan justo en el momento en que necesitamos que nos rescaten de las garras de padres que se yerguen como reyes déspotas y egoístas. Llegó el hombre que la festejaba a escondidas para por fin rescatarla a plena luz del día de su propia infelicidad asumida como derrotero medieval en pleno siglo XXI.


A boca de jarro

jueves, 16 de enero de 2014

La viuda de Sappia

Mary Wllstonecraft, óleo sobre tela realizado por John Opie hacia 1797

La señora de Sappia vivía para su marido. Siempre fue "la señora de"; no conozco su nombre, a pesar de que hace años que me la cruzo cada dos por tres en el barrio. Aún quedan muchas mujeres que entienden su vida así. Todos los días salía a hacer las compras para cocinarle al fornido Sappia lo que más le gustaba: radicheta para comerla en ensalada con ajo, tomates blandos para hacerle la salsa para su pasta, y unos bifecitos anchos que hacían su almuerzo, vuelta y vuelta, a la plancha. Él era el proveedor, el que hacía dinero, el que mantenía contacto directo con el masculino mundo exterior y el que tomaba todas las decisiones. Ella, en cambio, era el alma de su hogar. Limpiaba la amplia casona familiar desde bien temprano. Barría la vereda a primera hora para que el barrendero se llevara todas las hojas que ella prolijamente apilaba cerca del cordón. Luego salía con dos de sus tres hijas rumbo a algún gimnasio donde hacían una hora de ejercicio suave dos o tres veces por semana. Al caer el sol, regaba el jardín del frente de la casa y volvía a barrer las hojas caídas y la basura que se juntaba alrededor del cerco de hierro y que le abría y cerraba a su marido ágilmente cada vez que él llegaba en su automóvil, del que sólo se bajaba una vez dentro del garaje.

Nunca los vi salir juntos a caminar tomados de la mano, como otras parejas mayores de por acá. Los fines de semana solían venir los nietos a almorzar, sobre todo los domingos. Seguro que comían la pasta amasada por la abuela, como buena familia tana. Y a la hora de la siesta, el yerno de la señora Sappia sacaba baldes y manguera a la vereda para lavar su taxi con la ayuda de sus hijos varones. Las tareas estaban bien repartidas de acuerdo al sexo: los hombres se ocupaban de los fierros  las armas para parar la olla, y las mujeres, de llenarles bien la panza. La única excepción era el cuidado del jardín del frente. En eso, varones y mujeres metían mano por igual para cortar el pasto y atender las plantas.

Una mañana tibia del otoño del 2012, estaba yo aseando las habitaciones de la planta alta cuando, de repente, se escuchó un grito perturbador y el rugir del motor de una motocicleta que dejó las llantas marcadas sobre la vereda limpia de la familia Sappia. Vi todo desde mi ventana y salí corriendo con el corazón congelado en la garganta. Observé como el señor llegaba en su automóvil, y mientras esperaba que su mujer le abriera el portón para entrarlo, un motochorro le dio un tremendo codazo en la nariz, que inmediatamente explotó en sangre, y manoteó algo que el señor Sappia se rehusaba a soltar. El tipo, con gorrita y anteojos negros, se dio intempestivamente a la fuga pegando un salto sobre una rueda, como los motoqueros que hacen malabares con sus maquinones para exhibición los viernes a la noche en plena Avenida Figueroa Alcorta.

Largué todo lo que tenía en la mano, revolee la aspiradora, y salí así como estaba para preguntar si necesitaban que llamara a la ambulancia o les saliera de testigo ante la policía. Pero cuando llegué al portón del garaje subterráneo, el señor y la señora Sappia ya se habían guardado detrás de las rejas, y me dieron tímidamente las gracias excusándose por no querer dar parte del hecho ante las autoridades. Le habían hecho una salidera al sacar una importante suma de dinero del banco de la avenida, y estaban seguros de que no se iba a recuperar ni un centavo.

Después de aquel nefasto día, dejé de verlo. Sólo salía su mujer, siempre escoltada por alguna hija. Empezaron a dejar cerrada hasta la persiana del ventanal del frente y, al anochecer, encendían todas las luces, que quedaban prendidas hasta la madrugada. Fue como si después del robo la vida de la familia se achicara: se encerraron tras las rejas de su casa  una cárcel auto-impuesta para tantos ciudadanos decentes que han ahorrado unos dineros a fuerza de trabajo para pasar su vejez dignamente.

La señora Sappia perdió su sonrisa y se la notaba encorvada. Concurría diurnamente al supermercado y la verdulería, pero su mirada estaba como perdida. También perdió algunos kilos, y su aspecto general desmejoró un tanto. Su cabello estaba largo, y era evidente que no pasaba ni por la peluquería. Las hijas y los nietos empezaron a visitar la casa a diario y entraban con una llave que se les había hecho a cada uno, cerciorándose de que nadie estuviera merodeando antes de abrir. Esa casa se había convertido en el reino del miedo.

Un día del mes de noviembre del año pasado me encontré con la señora acompañada de su hija mayor a la vuelta de casa. Iban del brazo, y el rostro de la señora se veía desencajado y ojeroso. Me detuve a saludarlas y a felicitar a la hija mayor por su nuevo corte de pelo, pero ni bien empecé a hablar, me di cuenta de que algo andaba mal.

 Vamos para la Chacarita. Mi papá falleció la semana pasada. Por suerte no sufrió casi nada, pero hacía rato que no andaba bien me dijo la chica, un poco mayor que yo, entre lágrimas.

No hace falta decir que lo que enfermó al señor Sappia fue aquel hecho que jamás llegó a comprender. A esa edad, un golpe de esos es como un golpe de gracia: te empezás a extrañar de la realidad que creías conocer, todas las certezas y las seguridades de una vida se desvanecen, y comenzás a hundirte hasta que la enfermedad del alma te mata.

Hubo un tiempo en que la casa parecía no tener restos de vida. Ya nadie hacía jardinería, ni había reuniones como antes. Las persianas ahora estaban bajas todo el día, y la casa entera desprendía un halo de oscuridad que provenía del duelo que se estaba viviendo puertas adentro. Difícil imaginar cómo esa pobre mujer pasaría las largas noches y los eternos días sin aquella compañía que le había dado sentido a su propia existencia.

Poco a poco, la señora Sappia fue asumiendo dignamente su papel de viuda. Se puso un pantalón deportivo negro, remera negra o violeta y zapatillas en pleno verano. Pasó por la misma peluquería a la que acudió su hija, se cortó el pelo bien corto y se tiñó de castaño. Volvió a ir diariamente a los negocios del barrio y empezó a levantar las persianas. Una tarde fresquita de principios de diciembre tomó la cortadora de césped y repasó enérgicamente el pastizal en el que se había convertido el jardín de la bella casona de piedra. Sus hijas la pasaban a buscar temprano para dar alguna caminata, y sus nietos venían a la hora de la merienda a hacerle un poco de compañía. El día de fin de año, no había árbol de navidad con lucecitas de colores ni risas, como pasaba otros años en el amplio comedor de la casa. En un momento emergió el yerno, ya pasadas las doce, cuando los vecinos salieron a tirar cañitas voladoras a la vereda con una copa en la mano, pero se volvió adentro enseguida, a velar ese lugar que queda vacío en las mesas familiares en esas fechas de celebración obligada.

La semana pasada, me la crucé caminando por el centro comercial del barrio. Me saludó atentamente. Llevaba una falda floreada, una remera blanca sin mangas y unas sandalias frescas y juveniles. Me dijo alegremente que andaba buscando un traje de baño nuevo para ir a pasar unos días al mar con los nietos. Hacía años que no iba al mar, aunque siempre le encantó. Pero el marido, cuando la llevaba, iba a la playa sólo unas horas por la mañana en pantalones largos, camisa y alpargatas a leer el diario bien lejos del mar y siempre en la misma playa céntrica. Esta vez estaba decidida a disfrutar de esas vacaciones como no lo hacía desde que había empezado a ser la señora de Sappia.

A boca de jarro

jueves, 9 de enero de 2014

Infla...

Toda semejanza con la realidad es mera coincidencia...


Todo parece resolverse con no mencionar la palabra que perfora nuestros bolsillos y nos quita el sueño desde hace meses. Se habla de "dificultades", de "ciertos problemas", de la necesidad de "generar ganancias" y de "atacar a la crisis". Se llaman por teléfono cuando las papas queman, pero no se atienden. Cuando acá nos cortan la luz, nos falta el agua, y la gente que logra bajar por escaleras todos los pisos de las torres en las que vive sale a cortar las calles para protestar, nadie les soluciona nada. Ellos están de paseo por el exterior gastando fortunas con los amigos lo más tranquilos - amigos poderosos y convenientes a quienes dicen tan sólo conocer socialmente -, o descansando fresquitos en el sur para cargar las pilas. Nosotros tenemos un tope de cien dólares para gastar por día en el exterior, y andá a gastarlos, porque hay que tenerlos... Pero ellos van y vienen como quieren mientras el dólar bate récords de suba. Uno sale a decir una cosa, y el otro, al rato, la contradice. Todo parece ser una tramoya mediática para dejarlos en falta. Sin embargo, hasta los periodistas terminaron boxeados o despedidos por denunciarlos.


Los medios sacaron a relucir el término "electro-dependiente", para referirse a personas con discapacidades graves que dependen de aparatos eléctricos para su supervivencia. Uno se pregunta - con todo el debido respeto que esa gente enferma merece, y con la cual de corazón me solidarizo, porque además los he visitado en un hospital de PAMI en medio de la ola de calor, para encontrarme a todos medio desnudos en habitaciones para seis y casi deshidratados bajo un ventilador de techo -, si acaso no somos todos electro-dependientes a estas alturas del siglo XXI y viviendo en una megaurbe de asfalto y cables que se prenden fuego de viejos. 

Ellos hablan con ella y nos cuentan qué les dijo. Mientras que a nosotros ella no nos habla, ni nos saludó para la Navidad, ni para el Año Nuevo, ni para Reyes, aunque parecía que iba a salir de su hermetismo para dar uno de sus discursos ayer, pero ese globo también se pinchó. Dicen que el rumbo no cambia y nosotros seguimos sin rumbo. Somos como el Titanic que está por chocar contra el iceberg, pero el capitán del barco nos dejó de a pie. No quedan ni Leo ni Kate en cubierta: ya se tiraron ambos y se fueron a brindar por el Año Nuevo a un hotel de súper lujo en Río. ¡Pobre gente! Comieron en la calle, vestidos de blanco, mezclados con el sudor del pueblo carioca, con manteles de papel, y hasta tomaron cerveza en vasos descartables. Incluso dicen que el champagne para acompañar las albondiguitas de bacalao estaba un tanto ácido. Y después se fueron a dormir a la suite de lujo del hotelcito de cinco estrellas estilo francés, de 100 metros cuadrados de superficie, con aire acondicionado hasta en el bidet y un sauna para la partuza. Entretanto, nosotros acá no teníamos ni cubitos de hielo en la heladera para enfriar el agua de la canilla, y eso, si salía una que otra gotita. En este barco sólo quedamos nosotros, y sin salvavidas.

Idas y venidas, dimes y diretes, evaluación de modificaciones... Todo sigue igual, excepto los precios, claro, porque esos no paran de aumentar. Nuestros salarios han quedado rezagados, pero de devaluación, ni hablar, y muchísimo menos de esa palabra que infla esta situación.



A boca de jarro

lunes, 6 de enero de 2014

Epifanía


"La Adoración de los Reyes Magos", Alberto Durero

«...esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales 
y acostado en un pesebre.» 

                                                                                          San Lucas, 2, 12-13

La historia de los Reyes Magos ha sido tergiversada a lo largo de los siglos, a punto tal de hacernos creer desde chicos que, si nos portamos bien, una noche de enero tres hombres con fastuosos y brillantes atavíos entrarán a nuestro hogar a depositar los obsequios que les hemos pedido por carta anticipada a cambio de un poco de agua y pasto para ellos y sus camellos. Son para nosotros como los primos lejanos de Papá Noel, sólo que vienen desde el Oriente y pertenecen a etnias diferentes.

Estos Reyes no eran reyes en el sentido en el cual hoy concebimos la realeza. Eran hombres estudiosos de la astronomía, que pasaron noches en vela observando los astros y las estrellas en espera de una señal. Viajaron para encontrarla en un establo pobre del pueblo de Belén, como la habían encontrado antes los pastores del campo que fueron guiados por una estrella también. Pastores y sabios estaban conectados con los signos de la naturaleza y lo que pasaba inadvertido para el resto de los mortales, sobre todo para los poderosos de aquella época, con aquello que resultaba significativo y al menos intrigante para sus mentes abiertas. Lejos estaban aquellos reyes de lo que algunos reyes que se convirtieron en leyenda han sido para el imaginario colectivo: héroes a caballo que lideraban sus ejércitos a riesgo de dejar la vida en el campo de batalla para conquistar más tierras para sus dominios. Más lejos aún estaban de ser unos libidinosos capaces de matar a todos los primogénitos, no fuera cosa que alguno de ellos viniese a quitarles el trono; y ni remotamente eran como los reyes de hoy, figuras decorativas que lucen las mejores pilchas para la foto y andan haciendo ostentación de lo buena gente que son, viajando en primera clase por todo el mundo a costa del erario público y metiéndole los cuernos a sus consortes.

Los tres Reyes de Oriente eran simplemente sabios que luego de un largo viaje incierto se encontraron con un bebé pobre sin cuna con accesorios, sin pañales descartables, sin calefactor y sin lata de leche maternizada para apañárselas en las primeras arduas noches de crianza. La señal con la que se encontraron sería desconcertante para cualquiera de nosotros. Se encontraron con una familia fugitiva y desprovista, lejos de su hogar, que andaban escondiéndose para que el miserable de Herodes no matara al niño ante el cual se arrodillaron en adoración, y que ni por las tapas daba la impresión de venir a destronar a nadie. El bebé zafó de que se la dieran y, siendo un recién nacido judío, rápidamente se convirtió en un refugiado político - nada más ni nada menos que en Egipto -, creció en un pueblo chato, tuvo que aprender a comer, a hablar, a caminar, a colaborar con las tareas de carpintería de su papá - un poco entrado en años ya-, y cuentan que, como todo niño sano, era algo travieso. Le dio más de un buen susto a su pobre madre, que no terminaba de entender bien qué clase de rey sería, y un día se le perdió para ir a discutir con los grandes del templo. Se lo envió a estudiar las Escrituras, como a todo joven judío de aquel tiempo, y de poco le sirvieron el oro, el incienso y la mirra que aquellos tres extraños le habían obsequiado a poco de su nacimiento.

Este niño se hizo hombre, nunca logró ser profeta en su tierra, se juntó con una banda de pescadores malolientes y con los desvalidos y marginados de su era, y para coronar sus buenas obras, hizo una entrada triunfal en Jerusalén, sabiendo que quienes lo festejaban ahora se le iban a dar vuelta más tarde. Pasó una noche de terror en Getsemaní, mientras todos sus amigos dormían plácidamente bajo los olivos, y uno de ellos finalmente lo entregó por unas monedas de oro a quienes lo buscaban. Todo pasó por miedo: por creer que se trataba de un rey guerrero y liberador del oprimido pueblo que presentaba una amenaza para los romanos o para los señores poderosos quienes se creían, tal como lo hacen hoy, impunes, piadosos y sabiondos.

Hoy seguimos alentando a los niños a pedir cosas superfluas como resultaron los regalos de aquellos Reyes Magos de Oriente para el propio Jesús, aunque revestían el reconocimiento de su dignidad como Rey de otra clase de Reino que hasta ahora no comprendemos, donde importa la dignidad humana y donde la ley principal es el amor por los demás. Continuamos incitando a nuestros propios hijos a escribir sus pedidos de objetos caros por carta y a pensar que tres tipos desconocidos que no trabajan más que un sólo día al año y que viajan en camello, aunque existan muchos medios de transporte más ágiles y convenientes, van a meterse en casa a dejarles esos regalos a los pies de sus zapatos por pura ley de merecimiento. Tipos que entran en los hogares pobres y ricos y andan haciendo diferencia en lo que dejan en cada caso, y que además no se roban nada de lo que encuentran. Al contrario, solamente dejan regalos que los niños se ganaron por hacer lo que todo niño bien criado medianamente tiene que hacer para terminar siendo el rey mago que provea de juguetes a su cría, si es que puede o quiere llegar a tenerla. Y así seguimos perdiéndonos el sentido más profundo y más sublime de la celebración de la Epifanía.

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