miércoles, 26 de marzo de 2014

Desiertos existenciales




Camellos caminando en el desierto

"Lo que embellece el desierto es que esconde un pozo en alguna parte." 

Antoine de Saint Exupéry, El Principito.


Los desiertos existenciales se transitan en todos los planos: en el afectivo y vincular, en el vocacional y hasta en el de la fe. Sin transitarlos de tanto en tanto no hay crecimiento posible ni madurez. Requieren de una templanza enorme ante la ansiedad que asedia. Son etapas de despojo de viejos roles con los cuales nos sentíamos fuertemente identificados, tiempos en los que se hace necesario discriminar lo esencial de lo superfluo para seguir camino más aligerados. Resulta, además, necesario tener en claro que se trata de un lugar de paso. Aun así, en este estado, se conecta profundamente con nuestra propia fragilidad, transitoriedad y hasta con un sentir de cierta indigencia, que también tiene que ver con lo que se vive en el mundo del afuera, aunque la sensación proviene primordialmente del interior.

En la literatura, abundan las historias que se enmarcan en el contexto del desierto. El ejemplo más relevante lo hallo en El Principito, una obra que erróneamente ha sido catalogada como literatura infantil, y, sin embargo, se puede leer cientos de veces y encontrarle nuevos significados. Es lo que podría considerarse literatura iniciática, ya que en ella el protagonista es introducido en un camino de aprendizaje y maduración arduo donde confluyen tanto la acción como la contemplación. En ese periplo se van descubriendo los anhelos profundos del corazón humano y se llega a resignificar el sentido mismo de la vida, la amistad y el amor.

La Biblia es, sin dudas, el libro donde más abundan historias que se desarrollan en medio del desierto. Los desiertos bíblicos son variados, tanto en cantidad como en simbolismo, de igual modo para los profetas del Antiguo Testamento 
 quienes lo vincularon con el derrotero del pueblo de Israel , como para el mismo Jesucristo. En tiempo cuaresmal, los cristianos recordamos los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto ayunando y orando. Aunque mucho más fructífero que la acción en este lugar de retiro del bullicio mundano es la introspección que trae como consecuencia el encuentro con uno mismo. Para cualquier mortal el aislarse para estar a solas con uno mismo puede significar enfrentarse a lo peor del propio corazón, y así, ser capaces de sanarlo.

Hay una figura singular que subyuga como ejemplo del despojo desértico: el místico contemplativo Charles de Foucauld (1858-1916). Habiendo nacido en el seno de la aristocracia, experimentó una fuerte experiencia de conversión que lo llevó a vivir la pobreza radical como ermitaño en pleno corazón del desierto del Sahara. Su misión principal consistió en combatir  "la monstruosidad de la esclavitud" en África. Convivió con los bereberes, desarrollando un ministerio nuevo. Su premisa era el ejemplo y no el discurso, por lo cual estudió la cultura  de los tuaregs durante más de doce años y tradujo el Evangelio a sus lenguas. Su oración de abandono absoluto a la voluntad de Dios siempre me ha impresionado:



Padre, me pongo en tus manos,

haz de mí lo que quieras,

sea lo que sea, te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo,

lo acepto todo,

con tal que tu voluntad se cumpla en mí,

y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te confío mi alma,

te la doy con todo el amor

de que soy capaz,

porque te amo.
Y necesito darme,

ponerme en tus manos sin medida,

con una infinita confianza,

porque Tú eres mi Padre.
Desearía que mi fe fuese tan fuerte como para entregar mi destino en las manos de alguien de ese modo. Lo cierto es que, por estos días, transito en el desierto sin lograr descubrir dónde se esconde ese pozo de agua que lo convierta en un lugar de belleza y pleno de sentido. Seguiremos caminando sin brújula y haciendo introspección, pero con la firme esperanza de emerger de este desierto existencial.
A boca de jarro

martes, 18 de marzo de 2014

El sordo



Anciano en pena (En el umbral de la eternidad), Vincent Van Gogh

Se entendían con sólo mirarse. Él sabía exactamente lo que ella iba a decirle apenas salieran del cuarto, y ella, lo que estaba pensando su hermano mayor ante la escena que gravemente contemplaba. Hacía años ya que ambos sabían bien que su padre nunca sería el mismo de antes sin su Perla, por más que ellos hubieran hecho esfuerzos sobrehumanos por consolarlo y acompañarlo desde que su madre murió sorpresivamente aquel verano del 2001.

Cuentan las chusmas del barrio que el sordo, tal como lo llamábamos todos, era pintón, y que andaba de acá para allá con su señora del brazo, los dos bien emperifollados y perfumados. Cuando nos mudamos, Perla ya no estaba, y el sordo era apenas una sombra que salía dos o tres veces por día de su casa. La primera, a la mañana, a barrer la vereda y a cuidar de las plantas del cantero alrededor del árbol en la puerta de su departamento alquilado. La segunda, a comprar comida hecha en la rotisería de Marta. Nunca se las había arreglado para cocinar desde que su mujer murió, y Marta le preparaba lo que le gustaba con poca sal y le daba algo de charla. Esa era toda su comida del día. Por la tarde, salía a dar una última vuelta a la manzana, y luego se encerraba antes de que cayera el sol. Los vecinos de la propiedad horizontal en la que penaba los días se quejaban de que se quedaba hasta altas horas de la noche escuchando la radio a todo volumen. Era evidente que al sordo lo carcomía el insomnio desde que enviudó.

Una vuelta me lo encontré en el supermercado de la china, comprando yerba, azúcar y unos bizcochos para el mate, y me preguntó alarmado si los precios estaban bien. Andaba desorientado con los aumentos de estos últimos meses.

Hace unas semanas me tocó el timbre un mediodía. Con lágrimas en los ojos, me decía, con su característica voz aguda y entrecortada, que se había dejado la llave adentro, mientras un taxi lo esperaba para llevarlo a lo del médico. Me preguntaba si yo por casualidad tendría una escalera y un palo de escoba largo para abrir la puerta desde afuera cuando regresara. Intenté tranquilizarlo, pero continuaba sollozando. El sordo se daba cuenta de que ahora empezaba a hacerle jugarretas la falta de memoria que suele golpear a las personas de edad avanzada.

Cuando regresó, teníamos en casa todos los elementos listos para auxiliarlo, pero entonces recordó que siempre dejaba una llave escondida en una maceta sobre su medianera, y que no haría falta realizar ninguna maniobra extraña para que pudiese entrar. Me agradeció el intento de ayuda estrechándome la mano. Ese fue nuestro último contacto.

Un fin de semana de estos vinieron con un camión a retirar todos sus muebles unas personas desconocidas. Sacaron a la vereda su enorme cama de hierro y la desguazaron a martillazo limpio acá en la esquina, sin piedad. Salieron varias macetas rotas con plantas secas, y finalmente emergieron sus hijos, que se fueron rápidamente sin despedirse ni dar aviso de nada. Poco se los veía venir a visitar a su padre últimamente.

Supongo que al pobre sordo se lo llevaron a algún hogar de ancianos de por acá. Esa misma tarde vino a buscarlo un señor mayor de la vuelta que siempre lo animaba a salir a dar un paseo en su compañía. Estuvo un rato esperando alguna respuesta, pero nadie salió a darle siquiera una explicación. Me asomé tímidamente por la ventana, y le expliqué lo poco que sabía acerca de la situación. Se fue él también, algo cabizbajo y a paso lento, lamentando la pérdida del único amigo próximo a su edad que le quedaba a tiro. Quizás se quedó pensando que la enfermedad siempre nos devela la ineludible realidad: hay cosas que es mejor no oír, y otras que es preferible olvidar.

A boca de jarro

domingo, 9 de marzo de 2014

Sombra que asombras



Esta semana recibí un mensaje a través del formulario de contacto que me tuvo conmovida e investigando todos estos días. Se trata de un miembro de mi propia familia que comparte mis mismas inquietudes y búsquedas sobre nuestras raíces, de quien tengo apenas un vago recuerdo, algo así como una especie de primo tercero, argentino de nacimiento, Pablo, el nieto de un hermano de mi abuela paterna, Emilio, a quien tampoco logro recordar con claridad. Me dice que sabe bien sobre los desencuentros inexplicables de nuestra familia oriunda de Vivero, y que él también viajó allí, trece años antes que yo, a indagar en aquellos lugares de los que él había escuchado hablar a nuestras tías abuelas tantas veces, para echar luz sobre esas distancias que se suelen dar en en el seno de tantas familias, pero que parece que se reconcilian cuando por fin se logra dar con esa raíz identitaria que sentimos desenterrar en un puño en el terruño, y que permite que nos entendamos un poco mejor a nosotros mismos.

Buscando información acerca de nuestro bisabuelo vino a parar al jarro, y se encontró con la entrada en la cual nombro a Juan Latorre Capón y rindo un homenaje a la poesía de Rosalía de Castro. Se confiesa un enamorado de esos poemas, ya que  como él mismo explica , siente que esa negra sombra está presente en nosotros también. Y me cuenta que este hombre fue el fundador de las bandas municipales de Vivero y Ribadeo, además de ejercer como maestro de escuela nocturna para los obreros y mineros que no tenían otra chance de educación en aquellos tiempos y de colaborar con la edificación del asilo de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, donde fue a ser atendida durante sus últimos días una de sus hijas. Llegó a ser amigo de grandes personalidades de la época, como es el caso del afamado médico madrileño Gregorio Marañón, quien, según las fuentes, llegó a trascender como endocrinólogo, científico, historiador, escritor y pensador, un académico de cinco de las ocho Reales Academias de España.
Como ya sabía yo, este don Juan Latorre fue un hombre muy afable y apreciado por su exquisito trato con las personas, así como enemigo de todo tipo de violencia verbal y física para con su familia. Ese era su lado luminoso. Su sombra lo convirtió en un "Don Juan Tenorio". Parece ser que tuvo una hija de la que nadie en mi familia sabía a los 23 años, de cuya existencia Pablo se enteró hurgando en los registros electrónicos de la parroquia San Pedro de Lugo. Pablo sabe tan bien como yo que, antes de que naciera una de las hermanas menores de mi abuela, mi bisabuelo tuvo un romance con la cocinera familiar, cuyo fruto fue una hija. Mi bisabuela  quien al decir de Pablo, fue una  mujer difícil , estaba al tanto de todo, a punto tal, que tuvo intención de dejarlo. Esto finalmente le fue prohibido por su propia madre, dado que estamos hablando de una mujer que vivió en el 1900. Si bien la relación entre ellos se deterioró, mi bisabuela llevó luto luego del fallecimiento de su esposo hasta el día de su propia muerte en 1945, ya en la Argentina. Mi papá la recuerda como una abuela tierna y afectuosa, y aún guarda en su memoria el perfume de su piel cuando dormía la siesta en su cama.
Es apasionante ver como las piezas que Pablo me aporta van dando forma a una historia que me acerca aun más a todo lo que mi visita al pueblo me dejó. La versión original del poema "Negra Sombra" de Rosalía de Castro fue musicalizada por vez primera por un tal Juan Montes Capón, tío y tutor de nuestro bisabuelo Juan, y primo segundo de nuestra bisabuela. En su paso por Vivero, Pablo se acercó a una librería a comprar los escritos de Nicomedes Pastor Díaz, príncipe del Romanticismo español, y al dar con un tomo de su biografía, descubrió que había sido escrita por otro pariente nuestro, Enrique Chao Espina, escritor, pintor y nadador amateur en las aguas de la ría y del Landro, quien fue forzado por su familia a hacerse sacerdote, a pesar de estar perdidamente enamorado de mi propia abuela, que solía hablar de aquel pretendiente a quien desairó por mi abuelo Jesús. Una de las mujeres que atendió a Pablo en la librería del pueblo había sido la última alumna de música de nuestro bisabuelo Juan, y se avino a contestar todas sus preguntas al enterarse de su parentesco con aquel hombre que fue significativo en su vida.

Enrique Chao Espina y parte de su obra

Todo esto no hace más que confirmar que el trazado del árbol familiar es una tarea que despierta interés en muchos, ya que al descubrir esos secretos acerca de nuestros ancestros ganamos conocimiento sobre quienes somos en esencia y sobre el devenir de la historia personal de los frutos de nuestro árbol genealógico. Son hallazgos que nos conducen a la médula de nuestro ser esencial, y no hacen más que confirmar que la negra sombra que a todos nos envuelve guarda luz que siempre asombra en su inefable sustancia.

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