viernes, 29 de enero de 2016

Que alguien me lea

   


   Invertimos la tarde en esas acciones que por nada del mundo son olvidadas aunque no cotizan en ninguna bolsa de este bobo mundo: hamacarnos, comer pochoclo, tomar helado, jugar entre los árboles y mojarnos con el chorro intermitente y gratuito de la fuente. Me senté en un banco a hacer el mate, y se acercó a mí con una dulzura indecible.

-¿No me enseñás a escribir como escribís vos?

-¡Vida! ¿Cómo te explico que no te puedo enseñar a escribir? Nadie te puede enseñar. Quien te prometa eso, te miente. Escribir es como jugar un juego muy sencillo que casi no tiene reglas y en el que lo único que hace falta es que te pongas a imaginar. Para escribir, tenés que cerrar los ojos - como en la escondida - y contar, pero no números, sino hechos: cosas que pasaron o que pudieron o que podrían pasar. Al cerrar los ojos, vas a ver personas reales o inventadas, recuerdos que te hacen feliz o que te ponen triste, vas a oler el aroma de muchas comidas que te hizo mamá, vas a sentir en tu piel el agua llena de burbujas de todos los baños que te ayudó a tomar papá, vas a reír como cuando tu hermana te hace cosquillas o vas a llorar como aquella vez que te caíste de la bici y te raspaste mucho la rodilla, ¿te acordás? Después, con todos esos compañeros, vas a salir a buscar las palabras que están en los lugares donde se les ocurrió esconderse. Cuando las encontrás, gritás fuerte: "¡Piedra libre!", y las escribís donde más te guste. Cuanto más lo hagas, mejor te va a salir, vas a ver.

-Puede ser. Pero creo que me va a faltar una cosa. Que alguien me lea.




A boca de jarro

martes, 19 de enero de 2016

La Vieja Urraca

"Vieja mesándose los cabellos", Quentin Massys.

   El verano tiene por gracia conceder el permiso sin pedirlo de espiar en el interior de las casas, en el devenir en la penumbra de la vida de otras gentes. Sonaba el primer canto de las chicharras en las calles de mi barrio: el mundo en miniatura. Me había caído de la cama y me dispuse a dar una caminata antes de pasar por la panadería amiga a traer una media docena de medialunas recién horneadas a la hora del aroma a pan recién sacadito, a la hora de la fresca, la hora de la Urraca. Quise hacer como que el calor no estaba, dar un paseo matutino, desayunar como cualquier domingo del resto del año en un día de semana, pero las veredas todavía acusaban la resaca del vaho soporífero de la tarde anterior, no corría una gota de viento y no había un alma levantada, excepto la Vieja Urraca.

Hace tiempo ya que mis hijos la bautizaron así luego de que aprendieron una canción con ese título en clase de música, a raíz de la cual se enteraron de que la urraca es un bicho camorrero que almacena objetos brillantes. Esta vieja, que a esta hora, sea invierno o verano, sale a alimentar a las palomas y a juntar a todos sus gatos, hace acopio de bichos y les tira la camorra a los chicos. Otros veranos mis hijos, más chicos, salían a dar vueltas en bicicleta por la manzana, y a la Urraca no le gustaba que le pasaran por la puerta y le espantaran las palomas que van a alimentarse de tachitos que ella les pone con pan del día anterior remojado en leche. A los escobazos limpios los sacó carpiendo una tarde, y desde entonces quedó marcada y bautizada.

Esa mañana tenía la puerta entreabierta y la persiana de su misterioso negocio medio levantada. Del interior de la vivienda irradiaba un olor a pis de gato nauseabundo, y el negocio era un depósito de bobinas de hilo de todos los colores y tamaños apiladas sobre máquinas de coser con pinta de tener siglos de viejas. Nunca jamás he visto entrar a nadie a este negocio que promete, desde un cartel descolorido, torcido y regado por caca de paloma, arreglar máquinas para coser Singer. Miré para un lado, miré para el otro: no había moros en la costa, y las aberturas se me ofrecían como una aventura voyeur de la infancia. La Urraca estaba sentada en un sillón todo destartalado que parecía estar apoyado sobre una alfombra hecha de papeles de diario y comprobantes de compras jamás descartados. Sobre el brazo del sillón, un gato yacía adormecido, y otro, tumbado, sobre su falda. Tres gatos más se paseaban cerca del televisor, enmudecido pero encendido en la profundidad del calamitoso ambiente, que desprendía un calor hediondo y polvoriento. Se llevó algo crujiente a la boca, y uno de los gatos, en muy mal estado, se asomó por la persiana, maullando en mi dirección. La Urraca despegó los ojos del televisor y los dirigió directo a los míos, gruñendo un improperio.



Seguí mi camino y lo disfruté, aunque grande fue mi sorpresa, y no menor cierto sentido de culpa, cuando, ya de regreso, vi a dos patrulleros y una ambulancia estacionados frente a la persiana del negocio que nunca abre y nunca vende nada y algunos vecinos reunidos en el lugar donde hacía un rato había estado espiando en total soledad. La Urraca se había descompuesto, decían, una vecina había llamado a la ambulancia, ya que la Vieja Urraca no tiene teléfono, pero al intentar entrar a la vivienda, comprobaron que la puerta principal de acceso estaba bloqueada por pilas de muebles en desuso y revistas viejas, y pidieron auxilio a la policía.

Una hora y media larga le llevó a las fuerzas de seguridad, asistidas también por los bomberos, derribar la puerta, según se informó por televisión. Al entrar al lugar, se encontraron con una veintena de gatos rodeando a su ama, quien seguía en el mismo sillón en el que la había visto a escondidas aquella mañana, y se negaba a ser trasladada al hospital para no abandonar a sus animales, a quienes, según ella misma aseguraba, nadie podría cuidar mejor ya que esa era "su misión". La casa había dejado de ser habitable para convertirse en un depósito de basura, con mesas y sillas tapadas por envases de gaseosas, papas fritas y galletitas abiertos. Al abrir la heladera, se encontraron con alimentos en mal estado que habían pasado hace tiempo su fecha de caducidad. Algunos gatos escoltaron a la Urraca al ser depositada en la ambulancia en la cual, finalmente, la sacaron de allí. Otros fueron removidos inertes de la vivienda. 

Locos aires soplan en este Buenos Aires. Sobre el tronco del árbol de la vereda de la Vieja Urraca, el loco místico, que anda dejando mensajes en todas las cuadras, pegó una cita del Antiguo Testamento que así lee:



"No codiciarás la casa de tu prójimo. 


No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, 


ni su criado, ni su buey, ni su asno, 


ni cosa alguna de tu prójimo."




A boca de jarro

miércoles, 13 de enero de 2016

Instantáneas de verano



"Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser celebrada o perdonada."


Eduardo Galeano, "Celebración de la voz humana/2", 
El libro de los abrazos.


   El sueño estival suele ser más intenso y hasta podría decirse felizmente agorero. Me había ido a a la cama con el libro de Galeano, los brazos cansados y la espalda dolorida de haberme pasado media tarde ordenando el bajo mesada, abarrotado de todos los envases de productos de limpieza que adquirimos las amas de casa siglo XXI: limpia vidrios, limpia hornos, limpia pisos, limpia inodoros, sacasarro, antigrasa, anti hongos, quitamanchas, lustramuebles, trapos de piso, trapos rejilla, franelas varias, virulana, dispenser de jabón líquido para manos,  jabón líquido para ropa clara, para ropa de color, para ropa negra... En sueños se me recreó la misma escena, alimentada por la resaca de la experiencia diurna. De pie frente a la pileta de la cocina, con el canasto de los enseres rebosando de productos bajo mi nariz, sentí una mano cálida y familiar sobre mi hombro derecho, me di media vuelta y me encontré con los ojos y la sonrisa de mi abuela. Muy suelta y muy resuelta, ella me dijo:

- Fernandita, ¿para qué coños guardas todos esos trastos ahí abajo?

Entonces, miré sobre mi mesada y, junto a la canilla, apareció el único tachito que siempre tenía mi abuela para limpiar todo, con una esponja de cocina, un trapo rejilla, una botella de detergente y un frasquito de puloil. Iba a prodigarle un fuerte abrazo a mi abuela cuando un chirrido cercano me despertó.



A la hora de estar levantada, me fui para la terraza a tomarme unos mates. El canto de un benteveo terminó de espabilarme en la vigilia soñolienta de la radiante mañana de verano porteña. Me encontré con un nido bien plantado de una pareja de benteveos sobre las ramas más altas del árbol de la vereda: una simpleza en presencia y en esencia digna de la visita del recuerdo de mi abuela.







A boca de jarro

martes, 5 de enero de 2016

Milagro de mudanza



— Mudarse es como casarse — comenté, intentando sonar leve, habiendo traspasado el umbral con su emblemático cactus, que me recibió en flor, y antes de ponerme manos a la obra, como queriendo descomprimir el ambiente de la pesadez que le imprimían todos los bártulos diseminados por el piso, sobre el sillón, cubierto por un lienzo polvoriento, la enorme mesa del comedor donde cené con mis suegros la primera vez que visité esta casa y los canastos de mimbre de la empresa de mudanzas todavía a medio llenar. Pero no hubo señal alguna de empatía por parte de mis cuñados y sus respectivas parejas a mi comentario, quienes habían llegado como buitres, supuestamente a echar una mano, y para quienes la idea de un casamiento es un anacronismo al que a mí sola se me ocurrió ponerle el pecho. Mi suegra, sin embargo, por debajo de sus oscuras y gruesas ojeras, me entendió. Ese es un fenómeno que hace relativamente pocos años se ha empezado a suscitar.

Recordé entonces el temblor de piernas que me sacudía aquella noche, la de mi presentación formal ante mi familia política en este mismo ambiente de este caserón que mañana pasará a la historia, y mirándolos ahora me pregunté por qué me habría puesto tan nerviosa. Se los veía tan vulnerables y débiles frente al inminente cambio como impenetrables y fuertes los había visto aquel día del debut. Es que - convengamos - una cosa es mudarse para empezar una vida que trae consigo la promesa de hijos y muchos años de salud y prosperidad, y otra, muy distinta, es mudarse por la necesidad de achicarse, porque las habitaciones sobran y falta la certeza de poder hacerle frente a la demanda de mantener la casa. Mi suegra estaba encorvada por el peso de todas esas dudas, que hace tiempo viene mascullando, con los brazos en jarra, sus ojeras delataban noches de insomnio y sus párpados inflados, amaneceres llorosos. Su estampa era exactamente lo opuesto a la de la noche aquella en la que me aparecí con la minifalda más discreta que tenía en el placard y en la que ni ese estudiado detalle logró evitar que sus ojos se pasearan por toda mi anatomía de veinteañera rapaz para escudriñarla ferozmente, encontrar la yugular y atacar. Resulta casi didáctico observar cómo el paso del tiempo nos va cambiando el pelaje: hoy parece un pájaro de alas rotas rodeado de aves de rapiña dispuestas a repartirse su plumaje.

La razón por la cual mis suegros nunca me aprobaron siempre fue un misterio para mí. Tal vez deseaban alguien que perteneciera a su círculo de amigos - fuerte también por aquel entonces -, alguien que no representara una amenaza a esa cerrazón de clan que de inmediato noté, una partida tan drástica del hijo del medio, una fuga con culpa a la Capital que tanto detestaban. Quizá esperaran alguien con más clase, de mejor cuna, una gacela o un ave copetuda, no lo sé : es más, a estas alturas, creo que nunca lo sabré, y casi que ya no importa. Lo que sí sé, y siempre supe, es que a ninguna parte llegué con la intención de apropiarme de lo que no es legítimamente mío. Aquí desembarqué con los bolsillos pelados y el corazón sin espinas, y así me voy a ir.

A mi esposo lo perdí en unas cajas llenas de fotografías viejas que mi suegro insistía en ordenar y etiquetar. Mis cuñadas se repartían la vajilla, unos petit muebles de la sala de lectura y las lámparas que hablaban de reciclar. Mis cuñados forcejeaban con los acondicionadores del living y del dormitorio principal, para, luego de bajarlos. llevarlos a un depósito que habían conseguido a través de un vecino de esos que nunca faltan a la hora de manotear. Al quedarnos solas en la enorme sala, medio desierta ya y toda revuelta, mi suegra se sonrió levemente, me miró con cierta curiosidad, y me preguntó con voz cansada y yo qué me iba a llevar. Y aunque yo no había venido a llevarme nada, de las pobres plantas alguien se tenía que encargar. Luego de decidir adoptar a todas las desahuciadas al cruel abandono por falta de espacio, no lo dudé ni un segundo: me fui a la entrada por un gajo del cactus del frente - no sin cierto resquemor porque estaba en floración - lo envolví en un retazo de alfombra vieja y lo cargué en el baúl del auto.

Esa misma noche le hice lugar en un rincón de mi jardín donde ahora en verano pega el sol casi todo el día. Todavía tengo la mano medio magullada de los espinazos que me clavó ese cactus que evidentemente tampoco se quería mudar. Observé que se ladeaba un poco, pero pronto las flores se pusieron turgentes, como a punto de explotar. La noche del 31, un rato antes de las doce, se abrieron de par en par. Saqué fotos porque me resulta casi un milagro de mudanza la novedad de que hasta los cactus más espinados y arraigados florezcan a medianoche y se dejen trasplantar.





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