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viernes, 2 de abril de 2021

Aquel dos de abril

   



   Era una mañana gris y destemplada en Buenos Aires. El maldito despertador sonó puntual a las seis y media. Se desencadenó el ritual matutino de cada día: salir del pijama celeste, dejar la tibieza de la cama y meterme en el uniforme verde que se conocía como "la lechuguita" en todo Villa Pueyrredón y aledaños, aunque las malas lenguas decían que el Huerto era el Maipo II, y yo no me enteré de por qué hasta que me fui de viaje de egresados a Bariloche en el 85... Mi vieja me hizo el café y me acompañó hasta la puerta. Caminé las once cuadras que me separaban del colegio con un amanecer pesado despuntando entre los árboles aquel 2 de abril del 82. Llegué temprano y me entregué mansamente a la inspección de entrada obligada: la mirada de la Vice en la puerta, midiéndonos la altura de la pollera y de las medias, la prestancia de la corbata bien ceñida al cuello de la camisa blanca y la presencia del escudo distintivo del colegio de señoritas prendido al pecho. Chichoneamos un rato en el patio con las chicas. Tocó el timbre y formamos, de menor a mayor, yo, la segunda de la fila de Segundo Bachiller. La Hermana Superiora se subió a su taburete, chirrió el micrófono, como todas los días, se puso el disco, ya medio rayado, del Alta en el Cielo, se izó la celeste y blanca, se rezó un Padre Nuestro somnoliento, y la expresión de la monja cejuda y bigotuda cambió, se endureció aún más que lo habitual.

- Señoritas, les comunico que acabamos de entrar en guerra con Inglaterra para recuperar las Islas Malvinas Argentinas. Roguemos a Dios que nos acompañe en esta gesta e ilumine a nuestra patria. Oremos...

Y nos hizo rezar tres Aves Marías al hilo y el Gloria. Se hizo un silencio más frío que el patio de baldosas blancas y negras. No entendíamos nada sobre este tablero de ajedrez. ¿En guerra nosotros, quiénes? ¿Contra quién? Con lo que me gustaban Los Beatles, Queen y el inglés que hacía unos años había empezado a estudiar y ya soñaba con dominar.

-Silencio, por favor, Señoritas. Vayan ahora, por favor, en silencio y orden, a sus aulas.


¿Al aula? ¿Y si bombardean Buenos Aires, y yo estoy acá en el colegio? ¿Sabrán en casa que esto está pasando o será un cuento de la monja?

Fue una eternidad hasta que volví a casa a almorzarme la amargura de mis viejos, a las puteadas contra Galtieri, ese borracho de mierda, está loco, y la Thatcher, omnipotente, hija de puta... ¿Con qué les vamos a hacer frente a los ingleses nosotros, a ver?

¿Se lo llevarán a Malvinas a mi viejo como médico? ¿Y nosotras tres, qué hacemos solas? Fue un día de noche larga e insomne. Días larguísimos y lánguidos, pálidos, sin sol, con vientos de sangre del sur, de noticias triunfalistas y de prendernos a radio Colonia para enterarnos de la verdad, por más dolorosa que fuera. Y se nos hundió el corazón con cada hundimiento en los gélidos mares del Atlántico del Sur. 


Una pesadilla que mi abuelo asturiano, sentado a la mesa con su mate frente a la tele, tratando de digerir una cadena nacional más de tantas - un hombre que nunca había querido a los ingleses, convencido como estaba de que eran unos piratas sin corazón -, declaró, dando un puñetazo sobre la mesa del comedor luego de un discurso del general alcohólico y alcoholizado, que se trataba de una estupidez mayúscula, como todas las guerras sobre las que había leído, y como la guerra que lo había desmadrado de su Asturias natal, condenándolo a la infelicidad perenne del destierro en la Argentina en la que yo nací, la Argentina donde nacieron mis hijos y de la que se quieren ir, la Argentina que quiero ver crecer, pero que que nunca termino de entender por estar sumida en una guerra de ideologías sin darnos cuenta todavía de que tenemos más puntos en común, más "common ground" entre nosotros y con el mundo mas allá de nuestras fronteras - y lo describo tal como aprendí a enseñar a decirlo en el inglés del que siempre he vivido de enseñar y al que amo tanto como a mi lengua madre - tenemos más similitudes y vulnerabilidades en común entre nosotros que grietas. La Argentina que yo amo es una tierra bendecida por Dios en relieves y colores, mares, ríos, sierras, montañas, valles, pampas, glaciares, y, sobre todo, bendecida por mucha buena gente que se levanta cada mañana a las seis y media, y más temprano todavía, para salir a la calle a seguir haciéndola, tal como hice yo aquel 2 de abril de 1982.



Fragile - Sting & Stevie Wonder


A boca de jarro

sábado, 11 de julio de 2015

Ronca de bronca



"Bronca cuando a plena luz del día
Sacan a pasear su hipocresía.
Bronca de la brava, de la mía,
Bronca que se puede recitar...

Para los que toman lo que es nuestro 
con el guante de disimular...
Para el que maneja los piolines 
de la marioneta universal.
Para el que ha marcado las barajas 
y recibe siempre la mejor,
Con el as de espadas nos domina 
y con el de bastos entra a dar y dar y dar 

¡Marcha! 
Un, dos... 
No puedo ver 
tanta mentira organizada 
sin responder, con voz ronca, 
mi bronca,
mi bronca. "

Es una nueva. Ahora que irremediablemente voy para los cincuenta, resulta que me pica la guita. Nunca pensé que me podía pasar a mí, tan espiritual, tan literaria, tan filantrópica, tan maternal y abnegada, tan boluda para tantas cosas, digamoslo. Pero así está la cosa: voy caminando por la calle y miro, sin poder dejar de ver, lo mal que se visten hoy en día los adultos de mi edad, incluida yo misma, y me saltan las lágrimas de la bronca. Y quiero guita para enmendarlo ya. Comprarme ese par de zapatos de una luca sin pensar en cómo carajo voy a hacer para llegar a fin de mes. Y no perdonársela a esa cartera de cuero en la tierra del campo... Hay una urgencia rara en mí, y siento que el tiempo se me diluye y se me va. Ya no aguanto más, no puedo esperar más. No puedo ni quiero esperar una época de vacas gordas, de bonanza equivocada, de esa que después se paga cara con una década perdida y pérfida como esta que no se acaba más. Decididamente no puedo esperar la demagogia de algún gobernante de turno que por fin se apiade de la clase media formada a la cual pertenezco sin orgullo y con pesar. Y lo peor de todo es que no se me mueve ni un pelo al admitirlo. Me pica la guita y estoy ronca de bronca.











A boca de jarro

domingo, 12 de abril de 2015

La mujer sin identidad

Mural de Conor Harrington


"Dicen que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nilsen, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural (...). Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido."

Jorge Luis Borges, La Intrusa, "El informe de Brodie", 1970.

Fue Saramago el que escribió "El hombre duplicado", una novela que narra la historia de un profesor de historia que tropieza con su copia exacta en una mala película que le recomienda un compañero de trabajo y para quien, a partir de ese momento, encontrar a su doble se convierte en su obsesión y una búsqueda que no conlleva buenos presagios, tal como esta historia que no es ficción y que ahora paso a contarte. Saramago indaga en la necesidad de todo ser humano de tener una identidad única e irrepetible por más estéril y monótona que sea la vida que lleva. Él creó a Tertuliano Máximo Alfonso, pero a Eliana Maure yo no la invento: existe en el mundo real, no en el de los libros, y es la mujer sin identidad, te lo juro por las manos del General. "¿Dónde?", me preguntarás, no sin cierto grado de incredulidad muy justificada, desde luego. "¡Y dónde va a a ser!", te respondo yo, con indignada resignación: en este país de novela donde yo nací y donde vivo, que es kafkiano, porque Kafka se quedó corto cuando escribió "El proceso" si tomamos como parámetro a esta realidad en la cual más que vivo, sobrevivo a duras penas, y la comparamos con la intrincada trama de una novela póstuma e inacabada del autor cuyo protagonista, casualmente, pertenece a la familia K. "El proceso" bien podría concluir en Argentina si Kafka volviese a la vida y decidiese terminarla él, porque la pesadilla kafkiana acá se vive todos los días. Vas a ver por qué te lo digo.

Resulta que Eliana Maure es jubilada docente, con mucha tiza bajo las uñas de los dedos de las manos. Trabajó para el estado argentino toda su vida. Empezó muy jovencita de maestra y llegó a directora de escuela por la vía del trabajo, te aclaro, en zonas de villas miseria y barrios obreros de Lomas de Zamora, lo cual le proporcionaba algunos manguitos más por tratarse de zonas "periféricas". A punto tal eran "periféricas" las zonas en las que trabajaba Eliana que cuando llovía mucho chapoteaba en un arroyo lleno de renacuajos que se formaba en el patio de su escuela, pero con lo que ganaba paraba la olla para seis y podía darse el lujo de mandar a sus tres hijos a buenos colegios privados de la zona sur del Gran Buenos Aires. Ahí vive hasta hoy, en Turdera y, como a tantos septuagenarios, con la jubilación que tienen ella y su esposo, Ricardo, mucho que digamos no le alcanza para llegar a fin de mes. Eliana se jubiló hace unos años ya, y entonces decidió que su vida sería un jubileo a pesar de la estrechez de bolsillo. Como es pata de perro, se las empezó a rebuscar para conseguir los mejores precios: el Mercado Central, las ofertas que nadie que trabaja puede aprovechar los días de semana bien tempranito en los hipermercados, un filo como narradora en la asociación vecinal del barrio y otros menesteres varios que la mantienen ocupada y lo más contenta. Y como su hija menor vive en Bariloche, a Eliana se le ocurrió que, para incrementar el magro monto que recibe como jubilación luego de una vida de aportes y trabajo digno, podía dar cambio de domicilio a la Patogonia, con lo cual se obtiene un porcentaje interesante extra por vivir, precisamente, en zona "desfavorable".

Se fue una mañana al centro hasta el Registro Civil modernizado a sacar documento nuevo para realizar el debido trámite. Ahora resulta que te toman las huellas dactilares con un lector óptico, ya no tenés que mancharte los dedos en el pianito de antaño. Pagás la módica suma de $30 y esperás hasta que te envíen el documento nuevo a tu domicilio. Eliana esperó, el documento de Ricardo llegó, pero el suyo, nunca lo vio. Se fueron igual para Bariloche en coche, misión para lo cual se tomaron unos dos días y medio ya que se cansan de tanto andar por rutas desiertas y pernoctan en el camino donde mejor cuadra. Y cuando finalmente, con más de mil kilómetros sobre el lomo, se presentó en la oficina correspondiente con el comprobante de documento en trámite, el pálido y ojeroso empleado público patagónico que la recepcionó le dijo que no se lo podía efectuar porque Eliana Maure es la mujer sin identidad, creer o reventar. Perpleja, preguntó dos veces: "¿Cómo?" Comiendo, Eliana, comiendo. Hay que comerse todos los garrones luego de trabajar decentemente una vida entera si querés hacer una pequeña trampita lícita a un estado que es el ladrón más grande de todos en esta tierra. Se le explicó entonces que hay personas a quienes les sucede esto tan extraño de no tener huellas dactilares por haber trabajado mucho con las manos, que se les borran, bah... Atónita, Eliana atinó a indagar acerca de quiénes eran los afectados por este terrible mal que borra la identidad impresa en las crestas papilares de la epidermis de los dedos de la mano. A los albañiles que han trabajado con cal y cemento todo una vida y a quienes sufren quemaduras graves, fue la alarmante respuesta: "A Usted se las debe haber borrado la tiza, Señora." La tiza hizo de Eliana la mujer sin identidad: ¡vos mirá lo que son las cosas!

Como no podía ser de otro modo en este país nuestro, se le solicitó más tramiterío para dejar constancia del mal que la aqueja. Ha de obtener certificado médico en un hospital público que avale su rareza y escanear sus antiguos documentos para demostrar que alguna vez Eliana Maure existió con huellas digitales y todo en este loco rincón del mundo.

Como es pata de perro, curiosa e inquieta, a Eliana Maure, la mujer sin identidad, docente jubilada de Turdera, y a mucha honra, a quien se le borraron las huellas digitales por trabajar con tiza toda la vida, se le acaba de ocurrir otra genial idea para hacer unos cuantos mangos extra. Y como no deja huellas dactilares en ninguna parte, se va a poner en contacto con ladrones de guante blanco, va a cooperar como mano de obra cara en el robo de un banco, va a extraer de donde sea todo lo que le ha sido robado por el estado y nunca va ir presa porque Eliana Maure es la mujer sin identidad y sin huellas dactilares de Turdera. Cuando toda esta historia salga en la tapa de los diarios locales — una historia muy kafkiana, saramaguiana, borgiana y hasta dantesca —, te juro por Dios que te cuento más acerca de la mujer sin identidad que la hizo bien por una vez, ¿dale?





A boca de jarro

martes, 24 de marzo de 2015

El empleado público

Mafalda, Quino

“Los que trabajan para delincuentes… ¿qué son? 
¿Son delincuentes?”

Bombita Rodriguez, "Relatos salvajes"

     Es como entrar al zoológico, un bestiario del asfalto infectado de burócratas. En la puerta están los perros que te gruñen y te muestran los dientes ni bien traspasás el umbral. En el escritorio de recepción, los linces; en el escritorio de atención, las tortugas, las gatas o los cuervos, depende de cuál te toque. Incluso me pareció verle el hocico puntiagudo a alguna rata por ahí. En el piso de arriba se deslizan por el piso las víboras, y, si subís a los pisos más altos del elefante blanco que alberga al nefasto edificio, seguro te la dan en la yugular. Subas o no, salís de ahí envenenado con ganas de tener de amigo a Simón Fischer, alias Bombita Rodríguez, para que vuele el edificio sin lastimar a ningún animal, pero que lo vuele de una, eso sí, y entonces, de una puta vez, nos dejen de chupar la sangre a quienes tenemos que pagarle al fisco el impuesto al mono. Los monos venimos a ser nosotros, los que dejamos una buena parte de nuestros magros ingresos por hacer tantos malabares para poder trabajar


      En la  puerta hacés cola indefectiblemente aunque llegues con la primera orina de la mañana. Vienen los burros de carga del bar de la esquina a traerles a las bestias burócratas su café con leche con medialunas de manteca o grasa para que consuman antes de las diez de la mañana, que es la hora bacana a la que empiezan a trabajar. Bah, trabajar es una forma de decir: hacen como que trabajan, montan todo el show, y te hacen envidiar tener un laburito así, de diez a cuatro, en una oficina con aire acondicionado, numeración digitalizada y computadoras a carro a las que siempre parece colgárseles el sistema cuando llega por fin tu turno.


   Vos te sentís poco menos que un delincuente, siendo simplemente un trabajador que pretende ganar unos pesos y estar en regla. Te toman las huellas dactilares, registran tu firma, te piden fotocopia de tu documento, te dan formularios nomenclados por letra y número para llenar y te despachan rapidito a casa para que hagas todo lo importante online porque ellos ni se mosquean. Yo me la juego que si le ofrezco unos mangos como cuando le tirás lechuga fresca a una tortuga, viene a comer de tu mano antes de lo que canta un gallo, pero a mí para coimear así no me da. No soy tan rata como las que se pasean por las noches sobre el cablerío de la ciudad ni como las que anidan acá. Admito que soy muy mal pensada, como buena porteña de raza y argentina de ley.

   Justo de toda esta fauna variopinta me vino a tocar la tortuga a mí, que me carcome la ansiedad. Tenía cierto aire a Steven Hawkings a pesar de que su cerebro era claramente del tamaño de un mosquito. Le planteo escuetamente cuál es mi cuestión, siendo la segunda vez que voy en menos de un mes sin poder resolver el tema y habiendo saldado todas las deudas de intereses acumulados por pagos atrasados, y el tipo ni siquiera establece contacto visual conmigo. Con la mirada fija en la pantalla de su ordenador y relamiéndose el labio superior por algunos minutos y, por otros, que se hacen tan largos como el chicle de menta que rumiaba el lince de admisión, hurgando los restos de medialuna entre sus dientes con la lengua, me tiene frente a él en absoluto silencio indiferente durante siete minutos contados por reloj. Perpleja, miro para los costados y observo que en las otras jaulas fluye la cosa un poco más. Tamborileó los dedos sobre el escritorio, revuelvo todos los papeles que llevé prolijamente en una carpetita plástica azul, y nada, sigue colgado a la máquina dándole a la lengua sin parar. Le digo tímidamente que el lince de admisión, que mascaba su chicle alevosamente de costalete mientras me hablaba, me había derivado a él para obtener un instructivo y terminar el trámite por mi cuenta. Cuando ya no quedaba ningún resto de migas hojaldradas por limpiar dentro de su cuadrada boca de tortuga terrestre, mete la lengua adentro, tira la mandíbula para atrás y me dice, tan lentamente como ha venido procediendo, que no existe ningún instructivo para lo que requiero. Le explico que mi felina contadora me envió a solicitarlo y que el lince de la entrada me mandó a encontrarlo acá, y entonces frunce todo lo arrugado y gris de quelonio que lleva por rostro, mete el índice derecho que levanta del ratón bajo sus garras sucias y largas en la oreja, se rasca bien adentro e insiste en su tesitura exasperante de reptil urbano, vago e inútil, me manda a casa a entrar a la laberíntica página de la AFIP, accediendo por enésima vez con mi número de CUIT y mi nueva clave fiscal que tramité hace dos semanas en el mismo sector, y, una vez allí, habiendo comprobado que todos mis datos hayan sido debidamente cargados al sistema, me dirija a la sección de "Preguntas Frecuentes" para encontrar la respuesta a esta duda que me carcome el bocho hace más de un mes ya. Yo, como tantos, me pregunto frecuentemente si haber nacido en este país nos ahorrará algunos años de purgatorio, y, como soy muy mal pensada, como buena porteña y argentina de ley, me la juego que sí. Otro consuelo no hay.




                     Relatos Salvajes- fragmento de "bombita"


A boca de jarro

jueves, 22 de enero de 2015

El Gran Bonete

La alusión es más que evidente...



En este país hace tiempo que estamos jugando al juego del Gran Bonete. ¿Se acuerdan? Nos sentábamos en ronda en el patio escolar o en la vereda y en el centro se ubicaba el argentino o la argentina, obvio, que hacía del Gran Bonete, ¿vos viste? Entonces decía bien alto:

- "Al Gran Bonete se le perdió un pajarito y dice que el Celeste lo tiene..." (señalando a cualquiera de los participantes, tenga éste último el color nombrado o no, para tratar de confundirlos, la típica avivada criolla).

Si el Celeste estaba atento, el juego procedía de la siguiente manera:

- "¿Yo, señor?"

- "Sí, señor."


- "No, señor."


- "Pues, entonces ¿quién lo tiene?"

- "¡El Blanco!"



Y así sucesivamente hasta que se descubría al que sí tenía al Gran Bonete. La diferencia entre este juego de niños, en el cual ya de chiquitos aprendíamos a tirarnos la pelota de uno a otro y a hacernos los giles, es que en el juego llegaba un punto en el cual la Verdad se descubría y aparecía el Gran Bonete. El que tenía al Gran Bonete se lo entregaba a otro y se continuaba jugando. En este país, en cambio, el Gran Bonete no aparece nunca a pesar de que está bien pero bien lleno. Tapa todas las Mentiras, los Afanos, la Corrupción, el Garantismo, La Desidia, la Ilegalidad, la Impunidad, el Crimen Organizado, la Mafia del Poder y un largo etcétera. Y la Gran Verdad nunca aparece. ¡Pobre de vos si sos víctima de un delito, si te matan a un familiar o si tenés un accidente de tránsito y tenés que ir a golpear las puertas de la Comisaría o de los Tribunales de Justicia! ¡Pobre de vos si sos el que destapa la olla! Olvidate. La Justicia está jugando al juego del Gran Bonete. Te van a investigar hasta los dientes, van a averiguar todo sobre vos, con pelos y señales, van a sombrar dudas sobre vos, te van a desacreditar, a vos y a los tuyos, vas a tener que sudar sangre para probar que sos la víctima y le van a dar todas las garantías al victimario, ya que los derechos humanos en este íspa son de mano única. Hace rato que cambiaron el sentido de la doble mano en ese plano. Van a pasar años hasta que alguien sensato lo restablezca, o tal vez será que nunca existió, que siempre todo fue Celeste o Blanco, que esos colores nunca formaron una sólida unidad, que el sol nunca brilló iluminando la Justicia en medio de ellos ¿quién te dice? Ya me cansé de leer libros de historia para tan sólo constatar la inoperancia de tantos que se encargaron de fundir lo que solía ser, no hace tanto, "el granero del mundo". Ahora nos salen granos por todo el cuerpo de indignación al ver como siguen jugando al Gran Bonete los encargados de hacer brillar el sol. ¡Sí, señora, se lo dije.! "¡Vamos por todo"!


A boca de jarro


jueves, 8 de enero de 2015

En el subte porteño





    En el subte porteño, más concretamente en la línea D, que va desde el Barrio de Belgrano hasta la Catedral, hay carteles pegados dentro de los vagones que rezan: 



"No arrojar papeles en el piso. 
No pegar carteles en las paredes. 
No pintar los vagones. 
Gracias."

Tome el subterráneo para ir a regañadientes a la consulta con el endocrinólogo recomendado, otro especialista... Es paradójico que, con estos simples y claros pedidoslos porteños nos empeñemos en hacer todo lo contrario de lo que se nos pide para que nuestra ciudad no sea una mugre. Arrojamos al piso envases de gaseosa vacíos, colillas de cigarrillos fumados, envoltorios de alimentos varios, fósforos apagados, trozos de vidrio de botellas rotas y un largo etcétera. Ni qué decir de los excrementos de perros y gatos en las aceras y sobre todo en los canteros de los árboles mal cuidados que levantan las baldosas de las veredas y se enredan con el cablerío caótico de una urbe superpoblada en sus ramas a mediana altura, que con frecuencia caen desplomadas sobre techos, automóviles o personas cuando hay tormenta. Da pena ver el estado en el que se encuentran tantos árboles que las autoridades se niegan a podar erróneamente. La poda anual es necesaria para la salud de los árboles y para la urbanidad, además de ser una fuente más de empleo para tantas personas que necesitan trabajar. Recuerdo que alguna vez nos hartamos del alergénico plátano que se elevaba por sobre los techos de nuestro departamento antiguo y nos tapaba todas las rejillas con su pelusa amarillenta y lanuda e intentamos hacerlo podar por un buen señor que nos tocó el timbre y se ofreció a hacerlo por unos pesos. Algún vecino llamó a la policía que acudió raudamente a nuestro domicilio a frenar el intento de ganar luz y salud para nuestra vivienda y la cuadra entera por estar consumando lo que ahora llaman acá un "delito ecológico". Detuvimos la operación de inmediato, so pena de ir presos por el bendito árbol, y emprendimos la búsqueda de una nueva casa que compramos con mucho sacrificio y la ayuda de la familia sin estar siquiera terminada su construcción.




Todo eso se me vino a la cabeza mientras, sentada en un sillón de pana desgastado y descolorido, observaba la suciedad a mi alrededor no sin cierto grado de alarma. Ya en las escalinatas de descenso a la estación me revolvió un incisivo olor a orina humana después de haberme topado con media docena de seres humanos durmiendo en los alrededores bajo las marquesinas de algunos negocios echados sobre el húmedo piso sobre cartones bajo el sol del mediodía.  A estos los llamamos "cartoneros", aunque cuando era chica decíamos que eran "linyeras". Hice un esfuerzo por no enojarme más con la realidad en la que vivo y que no puedo cambiar para mejor, y mis ojos comenzaron a posarse en la variopinta fauna humana apretujada en el compartimento mal ventilado y maloliente. En un vagón de subte cabe el mundo entero, es increíble. Está la embarazada con los pies hinchados que se abanica con la tarjeta magnética que ahora usamos en lugar del viejo cospel para acceder a las vías, quien, con todo justo derecho por estar que revienta, pide asiento ni bien asciende, porque si no lo pide, no se lo ceden. El muchacho que ocupaba el lugar destinado para embarazadas y personas con movilidad reducida le dice a la chica que pensó que estaba gorda y no embarazada, y la chica le tira una sonrisa como un cuchillazo directo a su tatuada y depilada yugular de metro sexual. No hay nada peor para una porteña que la traten de gorrrrda, máxime un tipo que está más arreglado que una mina. Un horror.

Sube la puta cara enfundada en una mini color caqui y remera musculosa con estampa de leopardo  el "animal print", muy en voga por estos lares hace ya unos cuántos años  rubio su pelo largo y recién planchado, largas sus uñas pintadas de negro, haciendo juego con sus tremendas sandalias de plataforma de madera y capellada dorada que combinan con un enorme bolso imitación Gucci que venden los senegaleses y otros varios que se apropiaron de las calles sin permiso como manteros, arrojando mantas sobre las aceras para exhibir sus productos varios truchos, y parada con su envidiable estampa de Barbie, sin asirse a ningún pasamanos, le da duro a su iPhone con la mano donde le brilla un reloj enorme. Desliza el pulgar con asombrosa habilidad sobre la pantalla de su aparato y un treintañero carilindoenfundado en un pantalón azul marino Calvin Klein y una camisa blanca y bien planchada Polo, gira en sentido de la puta y se posiciona rápidamente a su lado. Sin notar siquiera que me como la escena con los ojos, pela su tremendo iPhone y, sin quitar la mirada fija en la pantalla del celular de la puta fina, empieza a digitar él también desesperadamente con la mano donde le brilla una alianza de platino. Pienso en la pobre cornuda que seguramente le planchó la camisa esta mañana con manos de uñas cortas de ama de casa sacrificada y sigo devorándome el intento de levante virtual con la vista. En eso el tipo se aviva de que lo estoy relojeando demasiado, y rompo contacto visual riéndome para mis adentros. Antes los levantes callejeros o en transporte público se parlaban, ahora se digitan en tecnología de punta. No puedo dejar de rascarme la cabeza ante los cambios que han devenido en tan pocos años en esta ciudad que creía conocer de memoria.

Ya llegando a Facultad de Medicina, la estación en la que me tengo que bajar para ir a la calle Laprida, a un segundo piso, con este calor pegajoso que me hace transpirar, y sin novedades en el frente del levante virtual porque la puta fina ni se mosqueó con el punto del Calvin Klein, después de que desfilaron por el corredor abarrotado de gente de pie una decena de vendedores ambulantes dejándote sobre el regazo tarjetas bono contribución, Mantecol, chicles, lupas y mini kits de costura para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, sube un trío de músicos con rastas y tatuajes de colores en todas las partes del cuerpo visibles, que son demasiadas para mi gusto, y se ponen a tocar "Thriller" de Michael Jackson, con guitarra, saxo y tambor sobre una pista de lo mejor. Tiran al piso una lata de dulce de batata pelada que usan a modo de gorra. Se ve que la gorra se la birlaron en alguna vuelta de éstas, que es lo menos que te puede pasar en el transporte público porteño. Me pongo contenta, ya que, al menos, los gustos musicales de estos pibes son más o menos los mismos que los míos cuando tenía diez años menos que ellos. Saco un billete de cinco mangos de la billetera y se lo pongo en la latita justo antes de bajar. Me da las gracias medio fruncido. Con cinco mangos no se hace nada en este íspa hoy o por hoy pero peor es nada, hermano. No te voy a lagar el billete de cien que tengo reservado para taxi por las dudas.

Emerjo del mundillo subterráneo y entro a caminar ligero para llegar a horario. Se nota que en eso también estoy un tanto descolocada: la puntualidad no es una característica porteña. El médico me hace juntar orina en la sala de espera por media hora antes de darme la orden para hacer otro análisis de tiroides, aunque me dice que él no piensa que haga falta, que lo que me hace falta es llenarme la vida con algo más que mi familia. Chocolate por la noticia, doc. 

-¿Y la caída de pelo, doctor?-, le pregunto, en un último intento de sacarle algún jugo a esta humillante pérdida de tiempo. 
-Eso es estrés y herencia, señora. Tome aminoácidos que no le van a venir mal.-, me escupe el sabiondo doc. 

Herencia, sí, todo es herencia, hasta el estrés. Siempre que me hablan de herencia pienso que todo lo malo se hereda, nunca un millón de dólares... Otra pastilla más, ni loca. Me raparé como Miley Syrus para estar más a tono con los tiempos. Y me vuelvo al subte silbando bajito.

A boca de jarro

sábado, 16 de noviembre de 2013

Ceguera voluntaria



Gayla Benefield. Fuente: http://www.nbcnews.com/id/37217275/


Los porteños lo describiríamos como "el que levanta la perdiz", "el que bate" "el que sopla", "el botón", "el que te manda al frente", "el buchón". Tenemos muchas expresiones idiomáticas de alta connotación negativa para describir la actitud valiente de quien, frente a una situación crítica y peligrosa, investiga, alerta, informa, y, sin embargo, se encuentra con el repudio general, con el rechazo colectivo de la masa que prefiere seguir viviendo en la ignorancia de algún mal que puede perjudicarla. Es una actitud bastante arraigada entre nosotros esa del "No te metás", o la del "Yo, argentino", aún si el asunto te incumbe e incumbe a todos los que te rodean. De eso habla esta mujer, Margaret Hefferman, a quien escuché por primera vez hace un par de meses entre el listado de charlas de Ted, Ted Talks, de donde recibo notificaciones periódicas. Y gracias a ella también aprendí la expresión idiomática equivalente en inglés a todas las que enumero al comienzo: "to be a whistle blower", algo así como "ser el que da la voz de alerta", ya que el silbato ("whistle"), hace referencia a lo que hace un árbitro en plena cancha de fútbol cuando algún jugador comete una falta, o a un policía que hace sonar el pito para alertar a algún ciudadano que está cometiendo alguna infracción y dejarlo expuesto ante las miradas ajenas.

Gayla Benefield, la mujer que levantó la perdiz en su ciudad natal, Libby, en Montana, cercana a la frontera con Canadá, para pasar a ser el blanco de críticas y agravios, estaba haciendo su trabajo habitual cuando descubrió un secreto acerca de su lugar de origen: "su tasa de mortalidad era ochenta veces más alta que en cualquier otro lugar en los EE.UU." Una anomalía llamativa que nunca antes alguien había notado. No obstante, cuando advirtió a sus vecinos sobre la verdad de lo que sucedía en su pueblo, se encontró con otra dura realidad aún más impactante que su propio descubrimiento: nadie quería saber nada del asunto. A esta reacción de la masa, que elige seguir viviendo en un mal antes que enfrentar la verdad y hacer algo para mejorarlo, Hefferman la denomina "ceguera voluntaria", y sobre ella se basa su charla. Existe, en efecto, cierta coincidencia lingüística, ya que en español tenemos el viejo dicho que reza: "No hay peor ciego que el que no quiere ver".


No deseo extenderme demasiado ni adelantar nada más sobre la experiencia de Gayla, ya que la charla de Hefferman merece ser escuchada. Simplemente, considero relevante observar y reflexionar sobre este fenómeno de conducta a la vez tan humano y perjudicial, y, sobre todo, tan argentino. ¡Cuánto nos cuesta salirnos de esa zona de confort en la cual sentimos que vivimos para hacer cambios para mejor, aún si en ello nos va la propia salud o la vida! Y cuán fácil nos resulta desconfiar de quien es capaz de mirar un poco más allá, de llegar a denostarlo, a condenarlo al aislamiento como si fuese "un bicho raro" - incluso cuando el cambio que nos propone es para nuestro propio bienestar. Ese que es capaz de jugársela por los demás, de proponer modificaciones necesarias que hacen a la calidad de vida de todos es "el que paga el pato", "el que levanta el muerto", "el que canta las cuarenta" que nos viene a importunar. "¿Para qué nos vamos a complicar la vida?" "¡Lo atamos con alambre!" "Que lo arregle el que venga atrás." Es más fácil y más cómodo "hacerse el oso", "mirar para otro lado", "seguir como si nada, total, a mí no me va a pasar", "acá no pasó nada"... 

Algo que creía tan propio de la idiosincrasia de mi gente resulta ser un fenómeno universal. Esta ceguera que se elige a voluntad empieza por las pequeñas cosas de todos los días, como cuando ese señor mayor o la embarazada se suben al transporte público y nos hacemos los dormidos para no cederles el asiento, el mero hecho de no responder a un mail que recibimos, el no encargarnos de limpiar los excrementos de nuestro perro cuando lo sacamos a pasear por la vía pública, el no cuidar la limpieza y la integridad de aquellos lugares que llamamos "públicos" porque son de todos, el conducir sin respetar las normas de tránsito y de dar prioridad al peatón, el no comentar aquello que se podría mejorar en nuestro trabajo para no comprometernos o exponernos... Tenemos una lista tan larga de ejemplos de ceguera voluntaria o selectiva como expresiones idiomáticas que usamos para nombrarla eufemísticamente. La más temible es la que sucede cuando resulta provocada por aquellos que deberían generar el cambio, la que elegimos cada vez que nos evadimos con el partido de fútbol o el crimen del día, el programa de cultura chatarra en televisión abierta, para no mirar lo que está sucediendo a través de la ventana de nuestra propia casa o de la realidad, lo que afecta a un vecino o a un desconocido que habita nuestro mismo territorio u otro, un poco más lejano, pero igualmente castigado. Luego de escuchar el testimonio que da Hefferman sobre Gayla, la ceguera voluntaria como estatregia para evitar conflictos se me hace una pandemia. Tal como apunta Hefferman vehementemente, "La libertad no existe si no se usa, y lo que hacen los denunciantes, y lo que la gente como Gayla Benefield hacen, es usar la libertad que tienen." 




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