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viernes, 7 de mayo de 2021

Sandra Brunelli

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   La tarde que fui hasta la iglesia a depositar las cenizas de mamá en el cinerario, mi hija me pidió un Cabify. El chofer se identificó como Gabriel. Tengo por costumbre prestar especial atención a los nombres de las personas, porque estimo que confieren un mensaje sobre quiénes son y qué papel juegan en nuestras vidas. Creer o reventar... Lo cierto es que Gabriel era un venezolano que había malvendido sus propiedades y sus autos para escaparse del infierno y venirse al purgatorio, lo cual le permitió rescatar a su familia de contrabando. Yo no estaba para charla, pero este ángel me daba la lata de todas formas. 

- ¿Se dio cuenta Usted, Señora, de que esta avenida es parisina?






¿Parisina...? -, pensé yo, que vestía las prendas de mi madre muerta hacía tres meses, prendas que otros que creí, por años y años, que eran mi familia,  decidieron que eran las que me tocaban, y estaba hecha un manojo de nervios. Ya la ceremonia del crematorio había sido un esperpento, una vergüenza para la digna memoria de la pobre Adela Carmen, a quien siempre los que decían amarla la llamaron "Lela". Mi madre había estado enferma de cáncer durante tres largos años, pero el último tratamiento había sido usado a modo de experimentación. Ya tenía varios órganos vitales tomados por el maldito cáncer. Yo expresé mi rechazo a la idea de que continuara haciendo tratamientos, que, a esa altura, resultaban aún peores que la enfermedad de base, pero, como siempre, nadie me había escuchado. Y siguieron hablándole, como si de verdad fuera "lela", de manchitas en los pulmones, en el hígado y en los huesos de la cadera. Se resistía a usar bastón o andador, y seguía cocinando, manejando utensilios de cocina, fregando platos, cocina, pisos y bañadera, hasta que un día ya ni supo dónde había dejado los trastos de limpieza. Yo la visité una tarde de jueves - mi día libre de las clases- , me quiso hacer un café en su Volturno, y no pudo desarmarla. Me alarmé. Pedí turno con su oncólogo, y tuvimos una consulta virtual. A esas alturas de la pandemia, te echaban flee de todos lados a menos que estuvieras azul por falta de aire por COVID. Con mi esposo la llevamos una mañana de sábado a hacerse un scan de cerebro y tórax, y los médicos me permitieron pasar con ella, pero lo que no permitieron fue que la llevara a casa de vuelta. Su cerebro estaba seriamente inflamado, y debió quedarse internada. Allí comenzó el último calvario: entró en una espiral descendente abrupta, hubo que comprarle pañales, aprender a cambiarla e intentar prepararla para la muerte, contra su propia voluntad de aceptar lo inevitable y el criterio médico de los médicos de la familia, y dentro del marco de lo que se decidió que debía ser una internación domiciliaria para que muriera en la cama donde nos había concebido a mi hermana y a mí: un disparate vergonzoso al que no pude oponerme porque me tenían de rehén por no claudicar hasta al final en salvar el alma de mi amada madre. Hice lo que pude contra toda la resistencia del resto de los miembros de la familia, que me tildaban de imbécil o de esotérica: le ponía música de una playlist que creé para ella, entre caricias con emulsiones y fragancias que escogía especialmente para mimarla, le batía crema de leche con azúcar porque ya no podía ni comer sola aquellos merengues que tanto le gustaban, ni sus sanguchitos de miga, ni sus medialunas de grasa o de manteca, ni sus tostadas con manteca, y rezábamos juntas y canturreábamos canciones lindas, porque, a pesar de que ya no recordaba ni mi nombre, las oraciones y canciones que había aprendido de muy chiquitita y que me había enseñado ella a mí, su primogénita, sí las recordaba y sí que las gozaba. Creo que fui la persona que mas la hizo reír en toda su vida, aun enferma y moribunda.



La Avenida del Carril tiene un cierto aire parisino, ahora que lo pienso, ahora que puedo empezar a pensar mas claro. Es amplia, arbolada y elegante. Y en su confluir con la calle Artigas, está emplazada la Parroquia que ella había elegido para bautizarnos a sus hijas, y fue donde finalmente, contra toda resistencia paterna y carta documento mediante, hice unos breves trámites para darle lo que entendía como digno descanso a sus cenizas, que, hasta entonces, habían estado depositadas en el cuarto de mi padre, primero, sobre la cama donde había expirado mi pobre madre sin contar con mi presencia, luego sobre la mesa de luz, y al final dentro del vestidor, en una urna de madera ungida por el mismo aceite de mirra que yo misma había bendecido y con el cual la había ungido a ella la mañana en que la encontré agonizando ruidosa y lastimosamente, sin que se me permitiera aplicarle el rescate de morfina prescripto para el momento por la médica tratante, cuyo nombre era Gabriela... Otro ángel.

Pasado aquel último tormento ceremonial en el cual no hubo lágrimas ni abrazos entre sus deudos, sino dardos, un tormento que le dio paz a los restos de mi madre y algo mas de paz a mi alma atormentada, volví y vuelvo varias veces a visitar el cinerario. El ritual sigue siendo el mismo: llevo música escogida para ella, velas perfumadas, palo santo y plantitas que le dejo junto a las ofrendas florales de los deudos de sus vecinos unidos en el polvo de la urna comunitaria. Yo ne sé si a mi madre le hubiese agradado la idea de que sus restos hechos polvo se fundieran con el polvo de desconocidos. No era tan sociable... Pero fue lo mas honroso que se me ocurrió exigir hacer para cumplir con la última obra de misericordia que correspondía: enterrar a los muertos.


Y fue en una de esas escapadas a visitar los restos de mi madre cuando, de pasada por Del Carril y Nazca - mi París aquel mediodía de pandemia desocupado - , pispeé para adentro en un garaje devenido en vivero. Entró antes que yo una señora sesentona a pedir alegrías... Yo compré una plantita de la cual ni me molesté en averiguar el nombre, solo sé que tiene flores, esas flores que le pedí a Santa Teresa de Lisieux que me regale para lograr superar el duelo de perder a mi madre y a mi suegro por COVID en el lapso de diez días en plena pandemia 2020, sumado al corte de amarras que decidí hacer con mi padre y con mi hermana y su familia, por cuestiones muy pesadas que no vienen al caso, y que ellos continuarán negando. 

Estaba por pagarle a la dueña del emprendimiento, y me sentí tentada de preguntarle si era muy complicado este asunto de montar un vivero en casa. Entonces me contó su historia.

- Mirá... Resulta que yo trabajaba para el Banco Itaú hacía añares, pero cuando mi mamá se enfermó, pedí licencia y

Hubo un corte, un quiebre en su voz endeble.

- Sí, ya sé, no me digas nada, te despidieron...

Se nos nublaron los ojos  en sincronía. Es que, no por casualidad, ese día y esa hora nos habían reunido allí, en la París porteña del tango que mi madre amaba y bailaba como las hembras argentinas bien nacidas, entre árboles y plantas. Yo acababa de recibir el telegrama de despido del colegio de monjas donde trabajaba, por el mismo motivo que esta señora de mirada triste y aburrida.

Me contó cómo había empleado su indemnización para montar el vivero, me dio datos de lugares donde puedo ir a buscar buenas plantas y accesorios de jardín a buenos precios, y hasta se ofreció a ser mi socia si me animo. Su nombre es Sandra Brunelli. Otra coincidencia que no es casual: siempre quise llamarme Sandra, vaya a saber por qué, y Brunelli es el apellido de una amiga de la infancia a quien siempre envidié por su pelo rubio largo, su rostro cuadrado como el de la mas bella de Los Ángeles de Charlie, por su silueta y, sobre todo, por su poder de seducción con los chicos de la cuadra, y, a cuya madre, mi vieja - que de lela nunca tuvo nada - también envidiaba, porque la Señora Brunelli era tana, alta, flaca y rubia. Pero esta Sandra que conocí yo, y que cambiará el rumbo de mi historia de aquí en mas, es morocha, como la Morocha de Enrique, mi abuela materna, una leona asturiana, de nombre Nicolasa Leonides, que era cotejada por unos cuántos en su Asturias natal, según me contó mi madrina una semana antes de que conociera yo a Sandra Brunelli, entre champagne y sanguchitos de miga que compró para la ocasión, tal como le gustaba ser agasajada a Adela, su prima hermana, y mi ángel de la guarda que, desde el cielo, me acompaña y me guía de aquí hasta que me reúna con ella, más allá de París, Asturias, Viveiro y Buenos Aires, en los Viveros del Paraíso al que yo la ayudé a entrar.


Puccini: Tosca - Recondita armonia (Stereo)




Y con este relato autobiográfico  

llegamos al fin de 


A boca jarro


Gracias por la compañía 

y los comentarios aquí vertidos 

durante de tantos años 

y tantas entradas!!! 


Los espero en mi vivero ;)!!!


sábado, 1 de mayo de 2021

Smooth Criminal

   

    Caminábamos como los colimbas al caer el sol en dos filas por el parque, haciendo caso omiso del cartel que rezaba "Cada uno en su carril". Habían tapeado las fronteras de la General Paz. Se sentía raro, como volver a los 70, a la dictadura. No se oxigenaba bien ni haciendo ejercicio. Algunos corrían. Ellos fueron los primeros en tener permiso y los llamaron "Runners" en pleno Palermo. Yo ya lo hacía con la consabida bolsita para disimular cuando todavía no se podía, cuadras y cuadras por calles y por avenidas, pero un policía una vez me paró y me preguntó dónde vivía, porque se dio cuenta de que no andaba de compras por esos lares. Otros paseaban a sus perros, y cuando volvían a casa les limpiaban las patas con lavandina. Hubo récord de casos de perros con patas quemadas en las veterinarias de toda la ciudad. Aparecieron miles de arcoíris pintados por los chicos en las ventanas de un montón de casas. Yo intentaba hacer lo que hacía antes de toda esta pesadilla, pero éramos muchos ahora, y entonces me veían... Y se reían. Algunos me aplaudían o me levantaban un pulgar de pasada, hasta de espaldas, cómplices respetuosos de mi rito excéntrico. Había una mina que le daba vueltas al parque en rollers, enchufada a sus auriculares y enfundada en un par de calzas engomadas, y bailaba sobre la bicicenda. Tenía un culo tremendo, y esa levantaba camioneros y ciclistas que la adulaban a bocinazos limpios. 

Yo hacía mi caminata diaria bailada. Con vincha y anteojos de sol, que se me empañaban cada dos por tres, para pasar desapercibida, pero ya no se podía. Éramos demasiados. Éramos un ejercito de almas en el Parque Saavedra deseando al unicornio azul que habíamos perdido en marzo de 2020. 


Y una señora mayor aún mas rebelde y libre que yo un día me hizo señas para que bajara el volumen al taco de mi música. Interrumpió mi encuentro con Jackson, cuya playlist sonaba ya de regreso al auto. Me detuve, me saqué los auriculares de las orejas, y a distancia y por lenguaje gestual, también me habló.

- ¡Te felicito! - me dijo. ¿Te puedo preguntar qué música escuchás?

Y yo me reí detrás de mi barbijo gris y le contesté con esa naturalidad irreverente para con la gente que me nació en pandemia.

 - Si que puede. Eso se puede todavía... ¡Qué no escucho, Señora Mía! Yo nací en los 80... ¡Escucho música! La mejor que jamás haya sido creada.

Y seguí caminando y bailando al ritmo de "Smooth Criminal" por no salir corriendo para tomar la Ruta 3 una mañana para no volver e irme cantando bajito para el campo, como hizo Celeste Carballo allá por el 82, pero sin permiso, sin barbijo y hasta sin auto, bailándome todo con Jackson.



Michael Jackson - Smooth Criminal (Official Video)


A boca de jarro

viernes, 2 de abril de 2021

Aquel dos de abril

   



   Era una mañana gris y destemplada en Buenos Aires. El maldito despertador sonó puntual a las seis y media. Se desencadenó el ritual matutino de cada día: salir del pijama celeste, dejar la tibieza de la cama y meterme en el uniforme verde que se conocía como "la lechuguita" en todo Villa Pueyrredón y aledaños, aunque las malas lenguas decían que el Huerto era el Maipo II, y yo no me enteré de por qué hasta que me fui de viaje de egresados a Bariloche en el 85... Mi vieja me hizo el café y me acompañó hasta la puerta. Caminé las once cuadras que me separaban del colegio con un amanecer pesado despuntando entre los árboles aquel 2 de abril del 82. Llegué temprano y me entregué mansamente a la inspección de entrada obligada: la mirada de la Vice en la puerta, midiéndonos la altura de la pollera y de las medias, la prestancia de la corbata bien ceñida al cuello de la camisa blanca y la presencia del escudo distintivo del colegio de señoritas prendido al pecho. Chichoneamos un rato en el patio con las chicas. Tocó el timbre y formamos, de menor a mayor, yo, la segunda de la fila de Segundo Bachiller. La Hermana Superiora se subió a su taburete, chirrió el micrófono, como todas los días, se puso el disco, ya medio rayado, del Alta en el Cielo, se izó la celeste y blanca, se rezó un Padre Nuestro somnoliento, y la expresión de la monja cejuda y bigotuda cambió, se endureció aún más que lo habitual.

- Señoritas, les comunico que acabamos de entrar en guerra con Inglaterra para recuperar las Islas Malvinas Argentinas. Roguemos a Dios que nos acompañe en esta gesta e ilumine a nuestra patria. Oremos...

Y nos hizo rezar tres Aves Marías al hilo y el Gloria. Se hizo un silencio más frío que el patio de baldosas blancas y negras. No entendíamos nada sobre este tablero de ajedrez. ¿En guerra nosotros, quiénes? ¿Contra quién? Con lo que me gustaban Los Beatles, Queen y el inglés que hacía unos años había empezado a estudiar y ya soñaba con dominar.

-Silencio, por favor, Señoritas. Vayan ahora, por favor, en silencio y orden, a sus aulas.


¿Al aula? ¿Y si bombardean Buenos Aires, y yo estoy acá en el colegio? ¿Sabrán en casa que esto está pasando o será un cuento de la monja?

Fue una eternidad hasta que volví a casa a almorzarme la amargura de mis viejos, a las puteadas contra Galtieri, ese borracho de mierda, está loco, y la Thatcher, omnipotente, hija de puta... ¿Con qué les vamos a hacer frente a los ingleses nosotros, a ver?

¿Se lo llevarán a Malvinas a mi viejo como médico? ¿Y nosotras tres, qué hacemos solas? Fue un día de noche larga e insomne. Días larguísimos y lánguidos, pálidos, sin sol, con vientos de sangre del sur, de noticias triunfalistas y de prendernos a radio Colonia para enterarnos de la verdad, por más dolorosa que fuera. Y se nos hundió el corazón con cada hundimiento en los gélidos mares del Atlántico del Sur. 


Una pesadilla que mi abuelo asturiano, sentado a la mesa con su mate frente a la tele, tratando de digerir una cadena nacional más de tantas - un hombre que nunca había querido a los ingleses, convencido como estaba de que eran unos piratas sin corazón -, declaró, dando un puñetazo sobre la mesa del comedor luego de un discurso del general alcohólico y alcoholizado, que se trataba de una estupidez mayúscula, como todas las guerras sobre las que había leído, y como la guerra que lo había desmadrado de su Asturias natal, condenándolo a la infelicidad perenne del destierro en la Argentina en la que yo nací, la Argentina donde nacieron mis hijos y de la que se quieren ir, la Argentina que quiero ver crecer, pero que que nunca termino de entender por estar sumida en una guerra de ideologías sin darnos cuenta todavía de que tenemos más puntos en común, más "common ground" entre nosotros y con el mundo mas allá de nuestras fronteras - y lo describo tal como aprendí a enseñar a decirlo en el inglés del que siempre he vivido de enseñar y al que amo tanto como a mi lengua madre - tenemos más similitudes y vulnerabilidades en común entre nosotros que grietas. La Argentina que yo amo es una tierra bendecida por Dios en relieves y colores, mares, ríos, sierras, montañas, valles, pampas, glaciares, y, sobre todo, bendecida por mucha buena gente que se levanta cada mañana a las seis y media, y más temprano todavía, para salir a la calle a seguir haciéndola, tal como hice yo aquel 2 de abril de 1982.



Fragile - Sting & Stevie Wonder


A boca de jarro

miércoles, 3 de marzo de 2021

El violinista del Mitre

Amedeo Modigliani - "Juan Gris" Retrato, 1915, Metropolitan Museum of Art


"Quiero ver, quiero entrar
Nena, nadie te va a hacer mal
Excepto amarte
Vas aquí, vas allá
Pero nunca te encontrarás
Al escaparte
No hay fuerza alrededor
No hay pociones para el amor
¿Dónde estás? ¿Dónde voy?
Porque estamos en la calle
De la sensación...
Muy lejos del sol
Que quema de amor"

                                                                         Serú Girán, 1978


     Todos sentados con la boca oculta detrás de nuestros barbijos, como ovejas con bozal de un rebaño sin pastor, sin cura, sin vacuna y sin destino. Algunos miramos por la ventana al Buenos Aires devenido en páramo, una triste sombra del querido que ha sido. Otros no sacan sus ojos de la pantalla adictiva de sus celulares, en busca de otra app para obtener el permiso que tenemos que tener para que se nos permita transitar el territorio en el que hemos nacido, y al cual, aún sin libertad, seguimos edificando, intentando sanar, educar, aprender, vender - pese a todo y mal que les pese -, día a día, a fuerza de trabajo honrado, forzado, mal pagado, y se me hace que hay que sacar permiso hasta para pensar, para ponerlo en términos borgianos. Muchas veces este vagón de tren se me hace, en verdad, orwelliano, y "me percibo" Winston, encerrado en el cuartucho 101 bajo las luces del torturador que desde la app de mi celular - que, bajo esta luz porteña de hoy, me obnubila -, me pregunta por mi género, cuando Gran Hermano predica que eso es mera percepción: ¡menuda contradicción! Entonces viajo atrás en el tiempo, pero voy más allá de 1984, porque este cuento no me lo contaron: lo viví yo acá mismo, y es una película de terror que se repite en la pantalla a pesar de que no todas las ovejas de la granja se percatan ni se rebelan, una pesadilla recurrente que me despierta de madrugada, empapada de sangre, sudor y lágrimas.

En eso siento un vibrar de cuerdas tenue en mis oídos, levanto los ojos de mi celu, y me encuentro con los ojos de un artista de las cuerdas, con su mirada cansada, herida, y con su violín al hombro y un carrito donde carga con su amplificador y su netbook, plateada y baqueteada, con las pistas preparadas. Viste de gris, y grises son las ojeras que se asoman por sobre su barbijo gris, que denotan una pena, la ruidosa desazón del estigma que reclama ser tocado y sanado de alguna que otra manera. Todo en él exuda la cristiana tristeza del estigma. Saluda, y nadie mira, nadie escucha. Quito mis auriculares de las orejas - que me auxilian a la hora de evadirme de los riesgos que estoy corriendo al usar transporte público en la tierra de los permisos digitales para obnubiladas ovejas acorraladas por siniestros empleados del Ministerio del Nosepuede que esperan en los andenes para llevarnos al matadero cuando nos cazan con el permiso del voto sin el permiso de subir al tren. 



by Shan Hur (@shanhur#shanhur #tambaran2gallery


Clavo la vista en las clavijas del terciopelo del instrumento, que él afina con destreza y dedos finos y largos, como sacados de una pintura de un Modigliani, pancita cervecera, pelo revuelto y uñas largas pero limpitas, como nos han enseñado en casa a tantos. Presenta su próxima pieza. Aún me quedan dos estaciones para llegar a destino. Deseo ferviente de no llegar nunca, de escucharla toda, entera. Y se abre, estalla, majestuosa, en el vagón adormilado e indiferente del ferrocarril Mitre rumbo a Retiro, "Seminare", y se recrea toda mi adolescencia, aquel grito de rebeldía ante una dictadura que ha vuelto a perpetrarse en esta tierra, de donde, ahora, son mis hijos quienes quieren irse. ¡Qué gran tristeza me embarga! Cuánto resueno con esta melodía cuya letra casi ya he olvidado de tanto seminario andado en tristezas, decepciones y fracasos. Me pongo de pie, manoteo un veinte todo arrugado, descolorido, devaluado, tal como el arte que encarnamos. Se lo pongo en su bolsito gris y le digo:

- Me alegraste el viaje... El día, la vida entera, te diría.

Palpa mi alma por mis gustos musicales. Le doy la misma respuesta que al de la guitarra de la otra vez, respuesta ensayada, por no pecar de demasiado entusiasta, de desubicada, siempre temiendo ser mal leída por loca, por puta, pero me lo llevaría a casa, sí, claro, yo lo adoptaría, para calmar esta sed de maternar arte, esta abstinencia feroz de museos y de libertad de movimiento que me quema como el sol de este mediodía. Y no puedo evitar la intrusión del pensamiento en medio de la emoción que me embarga y que me pone en deuda con mi fe: nuestros pastores deberían adoptar a las ovejas descarriadas en lugar de dar sermones desde sus altares blanqueados en sus huérfanos templos abarrotados de arte y tantas veces cerrados bajo candado tras negras rejas.

- Me va casi todo de lo bueno. Pero me puede Sting.

Se abren las puertas en el vagón del Mitre. Tengo que dar el paso para irme al trabajo y dejar a mi arte afuera, porque el arte no es trabajo, tal como nos han enseñado. 

Camino bajo el sol del mediodía en la ciudad de la furia. Arranca el tren. Y reverberan en el andén semi desierto los acordes de "Shape of my heart". Alguna vez yo la traduje,  ahora que pienso, pero casi ni me acuerdo. Y se me hace que la escucho en la versión que yo traduje, cantada en español por una bella voz, no la que encontré en YouTube, precisamente, en ese tren que jamás me llega, pero en este viaje acompañada por la ejecución perfecta del violinista del Mitre.




Soda Stereo - En La Ciudad De La Furia (Gira Me Verás Volver)


"Ese destino de furia es
Lo que en sus caras persiste"
Gustavo Cerati


A boca de jarro
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jueves, 11 de febrero de 2021

Mi guitarra

 


   Fui a la tienda por más palo santo para quemar.

Estaba sentado en la penumbra, entre esencias, ensimismado en su celular. Levantó sus ojos tristes y su bella melodía tocó el oído de mi afinado corazón, que va por las calles del barrio llorando a gritos mudos, partido de dolor.

-¿Vos ya habías venido por acá, no? - me preguntó, desde la defensa de su mirada esquiva de adolescente herido.

- Sí, vine hace unas semanas, pero me atendió un señor mayor, tu abuelo...

-No, ese señor es mi papá... No, todo bien, no te preocupes, todos se confunden...

Tuve que reparar el quiebre intermitente que mi presunción apresurada había generado en la conexión que los dos necesitamos. Entonces eché mano a su guitarra.

-Vos estabas con tu guitarra recién arreglada. ¡Es hermosa tu guitarra!

-¡Ah, sí, mi guitarra! Ya hace tiempo que no la toco. Ese día volvíamos del luthier, de hacerle cambiar una cuerda. Llevaba meses rota, pero en los primeros meses de la pandemia no había dónde llevarla a arreglar.

Y supe más, y, esta vez, mejor. Creo que supe todo, aunque ya debería haber aprendido a dejar de suponer que sé tanto.

-¿Vos componés?-, lo interrogué, con una sonrisa que, por estos días, me duele como una queja.

-Sí... bah...  yo... hace rato que no escribo... con esto de la pandemia... ¿Viste cómo fue?

Fue como un relámpago de revelación divina, una epifanía literaria bien ejecutada, instantánea y fugaz, honda y reverberante, casi perfumada. Fue como ver mi propia sombra resonando en su mirada esquiva.

-Vos sos un artista. Tenés que componer.

Se me cagó de risa con el desparpajo del que se desconoce en su más profunda esencia inexorable - de quién aún no sabe de qué madera está hecho -, mientras me embolsaba el palo santo que yo estaba a punto de pagarle. Entonces fui por más:

-Igual que mi hijo, te me cagás de risa en la cara. Creéme, yo sé lo que te digo: vos naciste artista. 

Lo sentencié: un hachazo de vida y muerte directo al corazón.

Se quedó colgado, prendado, me indagó en mis gustos musicales, me palpó el alma con sus ojos tristes, porque en ella se encontró con su propio eco de cuerdas gruesas, borbona letal. Fue mucho para procesar en mi primera tarde de caminata después de meses de encierro mental. Me prometió que, la próxima vez que vaya por palo santo, me la va dejar tocar.


Javier Limón, Juan Luis Guerra, Nella - Mi Guitarra (Lyric Video)




A boca de jarro

sábado, 2 de enero de 2021

Blanca Dapenna




"No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía."

Julio Cortázar, "Conducta en los velorios"



    El hecho de que, de todos los nombres que podrían haberle puesto, la fueran a llamar así, Blanca Dapenna, aquel día, el día de su muerte, parecía profecía, aunque solo aquel día, y sirvió para alimentar la conversación en medio de la desazón de un velatorio sin colores por falta de flores. Ya había escuchado yo varias teorías acerca de la importancia y el significado de los nombres que se nos dan al nacer, pero nunca había tantas como en esta muerte.

La pusimos verde por aquellos días en  los que la nombraron manager en la oficina - y ya pasó toda una vida-, siendo, como era, que se trataba de la digna hija de su madre, la anterior jefa máxima. Chica de familia bien, con conexiones y de buen inglés, pero sin título, tenía apenas unos años más que nosotras, y, sin embargo, subió de un zaque al piso más alto para instalarse en la alfombra roja. Probablemente ella sabía que de ese piso no la iba a mover nadie: solo la muerte. Lo que me intriga y me corroe por estos días es si el temor de su final, lento, cruento y anunciado, el espantoso final que al final le tocó en suerte, la habrá acompañado casi tan largo como mi envidia. El caso es que su sentencia  la mantuvo en secreto por un tiempo, aunque no llegó a ser tan largo ni tan negro como los celos que yo silenciosamente le había profesado.

No olvidaré aquella reunión pringosa en la que nos la presentaron. Vestía trajecito sastre rojo, camisa de seda blanca inmaculada, al mejor estilo de la nobleza inglesa, y unos zapatos de taco cómodo y elegante que eran el centro de todas las miradas femeninas presentes. En nuestro ambiente, a una mujer se la juzga más por su apariencia que por su sapiencia, y su cabello rubio, piel trigueña y ojos verdes, con un centenar de pecas asomadas a los balcones de sus rosadas mejillas, que de vez en cuando se ponían coloradas como manzanas, y siempre cuando se enojaba, le concedían el aire perfecto para ser nuestra superior a su muy temprana edad. Eligió coronarse el cuello abierto con un collar de perlas que yo sólo usé el día que me casé, y tampoco podré olvidar que por el coraje de llevar perlas aquel día también la envidié: yo intuía ya para entonces que la vida nunca me concedería una reunión con unción para volver a usar las mías.

Me la encontré de sopetón una mañana helada y gris entrando al ascensor de la oficina hace cosa de dos años. Yo andaba de cacería de papeles por el centro, y recuerdo que había salido de casa apurada, despeinada y enfundada en mi gastado tapado gris de paño, arriba de todo lo que tenia, y deseando no ser vista. Cuando salió del ascensor, la noté distinta: más delgada, más etérea, como iluminada y rejuvenecida. Llevaba un tapado azul de ensueño, ese azul que no se consigue en la grisura de Buenos Aires, con detalles de cuero en las mangas y solapas, y un sombrerito haciendo juego que delataba el país de procedencia de la prenda. Ya me habían puesto al tanto de que se había pasado unas semanas en Estados Unidos, pero nunca imaginé la razón de aquel viaje - o la del sombrero -, tan extemporáneos ambos a mi austero y monocromático calendario de trabajo.

Otra vuelta que pasé por la oficina por más papeles grises y amarillos, la vi parada en la puerta de su despacho, al que los empleados llamábamos "el oval". Me encandiló su nuevo corte de pelo, bien cortito, tal y como siempre lo había querido usar yo, sin jamás juntar coraje para animarme al cambio. Y una vez más me puse verde por sus agallas para cambiar y rehacerse. Fue recién meses después que las chicas me contaron que el cambio en su apariencia era producto de sus repetidos tratamientos oncológicos, tanto acá como en el exterior.

Así y todo, imaginaba que de esta ella saldría. Una mujer de esos colores se me hacía casi tan eterna como invencible. Fueron varias las veces en estos últimos meses de vacíos y de esperas en las que, mirándome al espejo, la pensé: -"Si ella pudo, ¿por qué no habré podido yo también?"

El día que recibimos la noticia de su muerte, las chicas guardaron silencio. Yo, en cambio, sentí que todo adentro mío hacía un ruido oscuro. Eche mano a mi vestido negro y me fui al velatorio sin pensarlo demasiado. Era consciente de que a su familia ni la conocía, que mi presencia no agregaría ni quitaría nada, y aunque odio todo el sordo ruido de los velorios, sentí que debía despedirme y enmendarme de algún modo. Me abrí paso por las caras conocidas y las otras y me fui derecho a verla. Ni una flor, ni una cruz, ni una vela. Lo tomé descaradamente como un  ejercicio de afrontamiento que hice yo solita y mi alma negra: ¡nunca antes había visto un muerto de tan cerca! Había perdido mi mejor amistad de adolescencia por no poder acompañar a mi mejor amiga en el velorio de su mamá, que murió de cáncer a los 44 años. Nunca supo entender ni perdonar mi aprehensión. Siempre quiso cambiarme... Y fue la primera y única vez que miré a Blanca Dapenna con pena, sin poder ver ningún otro color mas que el de la despiadada blancura de la muerte.


A boca de jarro

miércoles, 9 de diciembre de 2020

El día que conocí a Borges



          Goyo había caído enfermo y andaba como un preso castigado deambulando a paso lento por la casa. Una hepatitis. Ni ganas de leer le quedaban al pobre después de varios días de fiebre alta, con un calor de perros y la invisible explosión de cohetes en el pesado aire. Su hermano más chico, Mariano, y su madre vagabundeaban por Adrogué sin saber bien qué hacer para llenar las horas de aquel interminable día del mes de diciembre que pasaría a lo más alto de los anaqueles de la historia familiar en la casona donde habían nacido cinco varones y donde se aburrían unos a otros con ahínco a diario: sólo los libros los salvaban. Y rompió aquella calma chicha el timbre. Corriendo fue el menor de los cinco a espiar por la cerradura para ver si era el cartero que traía alguna tarjeta navideña de los parientes de la provincia, pero no. Era un viejo con un ojo medio revirado, y entonces, como le habían dicho un millón de veces, no abrió la puerta para ver qué se le ofrecía al extraño señor de cabello engominado. Pero el señor insistió con otro timbrazo y suaves golpecitos de su bastón sobre el portón del frente, la curiosidad infantil le ganó la pulseada a la prudencia de las órdenes maternas y se entornó la pesada puerta blanca:

-Sí señor, dígame, ¿qué se le ofrece?

-Vengo a visitar a Goyo. Soy Jorge Luis Borges. Seguro Goyo ha de ser tu hermano mayor. Él concursó en televisión contestando preguntas acerca de mis libros en ese programa tan afamado, Odol pregunta. Allí lo conocí y he venido a verlo. ¿Se encuentra tu madre para explicarle?

Volando fue Mariano a llamar a la madre, que se había tirado un rato sobre un sillón a la fresca en la sala de lectura con un libro y una taza de té helado. A la mera mención del nombre que hasta Mariano, con sus cinco añitos, conocía bien, nombre que figuraba en varios libros que habitaban la casa y que le había dado a su hermano mayor el dinero tan ansiado para comprarse ese caballo tan deseado, a la madre se le cayó la taza de la mano.

-¿Borges? ¿Borges, acá en la puerta, decís? ¿Estás seguro, Mariano? A ver, dejame ver.

Y era Borges nomás. Con su bastón de dandy porteño, un traje clarito y liviano y zapatos al tono. Colgando del dedo índice de la mano que no asía el bastón traía un paquete de macitas de la confitería Las Delicias atado con una cinta riboné color amarilla, como si portara una bandera que anunciaba que venía en son de paz y que este general de ciegas guerras con las palabras era el elegido heraldo de la visible y luminosa insignia de quien se había bajado del caballo al que nunca se había subido ni se subiría jamás.

La madre se sonrió y se arregló disimuladamente la blusa que llevaba medio desprendida en la penumbra del zaguán.

- ¡Ay, pero qué sorpresa tan inesperada, qué alegría, qué honor! Pase, Maestro, por favor. Goyito está en cama ahora. Se pescó una hepatitis los últimos días de clase y anduvo con fiebre alta por estos días. Pero pase, por favor, póngase cómodo, siéntase como en su casa, faltaría más. Tome asiento. Un momentito que lo voy a llamar.

Un risueño y entrador Borges insistió en que no se molestara a Goyo ya que no le convenía salir de la cama, que él subiría a su dormitorio, siempre y cuando le pareciera bien a la madre, y charlaría un rato con el pibe para no importunar. La madre se le quedó mirando: no podía creer que el tipo fuese tan sencillo, tan ubicado, y que, encima, tan elegante y tan bien puesto, se fuese a meter al nido de caranchos en el que se debía haber convertido la pieza de Goyo luego de que ella la aseara debidamente esa misma mañana. Se le ocurrió ofrecerse a llevar una bandeja para tomar el té arriba y así obviar la vergüenza que le iba a causar la entrada triunfal del Maestro.

-¡Estupendo!- exclamó Borges - Un buen té para acompañar estas masitas que he traído, pero qué gran idea. Aquí tiene, señora.

Y subieron por la escalera, con las masitas colgando del índice materno diestro ahora, el que mostraba el obvio camino ascendente. Con la otra mano, la madre tocó a la puerta, y Goyo preguntó con vozarrón de pocos amigos qué quería la vieja.

-Acá te vino a visitar Don Jorge Luis Borges, Goyito.

El pibe saltó de la cama y abrió la puerta de un zaque, sin disimular su excitación y sintiéndose totalmente repuesto. Era como ganar el Odol de nuevo, como sacarse la grande, qué se yo, era descomunal, un íntimo deseo jamás expresado pero al fin cumplido: ¡Borges vino al pie, a verme a mi casa de Adrogué! Tanto sabía de los pormenores de sus escritos, de su vida, tantas respuestas correctas que había respondido en la tele "con seguridad" en su "Minuto Odol en el aire", y ahora, por fin, lo tenía para él solo, sentado en la silla al lado de su cama donde había practicado en voz alta y soledad tantas veces para concursar en la tele.




Charlaron de bueyes perdidos, de Adrogué, del colegio de Goyo, de sus planes de hacerse médico y luego viajar. Borges le relató algunas anécdotas de sus viajes, de la casa de Palermo, de su infancia, de sus veranos en ese laberinto amado, arbolado y circular que es Adrogué, perfumado de eucaliptos y suspendido en el silbido de las casuarinas en el viento de la tarde. En eso irrumpió la madre con la bandeja paqueta y las tazas heredadas que se reservan en todo hogar que se precie de tal para las visitas. Se le dio debida apertura al paquete de masas secas y se procedió a la ceremonia sajona que la madre de Goyo conocía bien, por ser de ascendencia irlandesa, la ceremonia del "five o'clock tea" en pleno verano porteño, como si tal cosa.

Fue Borges quien rompió el hielo que no se derretía ni bajo el enorme ventilador de pie de la pieza de Goyo con su recuerdo perenne de su propia madre, quien le había legado ese gusto por el té inglés y por las buenas canciones irlandesas.

-¿Y cuál era su favorita, Don Borges? Le pregunto porque mi mamá me cantaba siempre una que dice más o menos así, a ver si la conoce Usted, y disculpe si no entono del todo afinado:

"Oh Danny Boy, 
The pipes, the pipes are calling 
From glen to glen, and down the mountainside. 
 The summer's gone, and all the roses falling. 
 ´Tis you, 'tis you, must go and I must bide. 

-Pero, caramba, Señora mía, ¿cómo no la voy a conocer?

Y se pusieron a canturrear juntos, entre lagrimones, la madre, Borges y Goyo, extasiado ya de tantas masitas para el cuerpo y para un alma que grabaría este momento a fuego en su memoria:

"But come ye back 
When summer's in the meadow 
 Or when the valley's hushed and white with snow, 
 ´Tis I'll be here in sunshine or in shadow. 
 Oh Danny Boy, Oh Danny Boy, I love you so."




"Sólo una cosa no hay. Es el olvido."


"Everness", El otro y el mismo, Jorge Luis Borges, 1964






"OH DANNY BOY" - A CELTIC SONG, AS IT SHOULD BE, 

by Trio Canig (Welsh Vocal Trio)



A boca de jarro

sábado, 4 de marzo de 2017

Un striptease






"Torpeza", Begoña Abad




"¿Qué te quito?", dijiste, tentándome la ropa.

"La torpeza", pensé, asustada,

mientras te respondía:

“La piel y la cordura, mi amor…”








    Su fuerte no era lo sensual, y lo sabía. Sus amigas separadas, expertas en las artes del picoteo incidental, le daban consejos infalibles para triunfar en el amor que validaban todas las películas de amor que había visto en su vida, pero, debajo de la ropa interior sexy que se había estrenado para la ocasión, llevaba desnuda la cicatriz del verdadero amor. En días húmedos como el de hoy, aún dolía. Al subirse al ascensor del edificio donde él la invitaba en noches como la que caía, se volvió a mirar al espejo por centésima vez, tratando de disimular los nervios que la invadían, nervios mezclados con una seguridad en sí misma que le resultaba tan fuerte como inusitada. No volvería atrás, estaba decidida. Tocó el timbre con valor, y él, ansioso y fingiendo no estar esperándola al otro lado de la puerta, no demoró más que segundos en atender.



La recibió con un breve beso en la boca, apoyó su mano blanda en su cintura encendida y la ayudó a quitarse el abrigo que ya sobraba. Le preguntó si quería tomar algo, pero ella no aceptó. La invitó a ponerse cómoda y le propuso poner algo de la música que usaba para lograr el clima ideal, según decía, pero ella ni siquiera quiso tomar asiento. De pie en medio de la penumbra de la habitación, sobre piernas firmes y ligeramente abiertas, eligió ir directo a la cuestión y empezar a desnudarse como nunca antes lo había hecho en su vida.



Primero se quitó las gafas y se soltó el cabello que traía recogido en una colita.

- Lo mío no viene de reproche, porque si estoy acá, es claramente porque yo quise llegar hasta acá. Así que te voy a decir cómo lo veo. Yo veo que merezco más que lo que me das. Merezco más que unos cuantos besos mojados, tres minutos entre piernas y luego un mensaje para ver cuándo quedamos otra vez.

De las prendas que traía, cuidadosamente elegidas, eligió quitarse ante todo el orgullo.

- La verdad: me desconozco. Ni sé con qué fuerzas llegué hoy hasta tu casa, pensé que no tendría el valor. Vengo callando lo que siento por no quedarme sola otra vez, por no perderte, pero por fin entendí que prefiero perder tu compañía a sentir que soy indigna de amor.

Luego, y no sin cierta dificultad, desabotonó el pudor que pensaba haber perdido hace tiempo.

- Yo beso espejos, abrazo almohadas, me acaricio a mí misma pensando en vos, y hasta mientras estoy haciendo las cosas de todos los días, tengo ensoñaciones con vos.

Entonces, bajo la tenue luz de su mirada, fue por el miedo que la cubría, lo arrojó con fuerza al suelo, sobre las otras prendas, y lo aplastó con su tacón.

- Hacemos que parezca amor en nombre de una libertad que nos ampara de no ser un fracaso, como otras veces que nos nos jugamos por lo que sentíamos y nos fue mal. ¿No será miedo a fallar una vez más lo que nos pasa? Que es muy pronto, que es poco inteligente, que así estamos bien para nuestra edad, que de otra forma es muy arriesgado: ¿No será cobardía más que libertad?

Por fin cayó la última prenda, dejándola mansamente desnuda.

- Me gustaría ir por más con vos, pero no fue por eso que vine. La intención es únicamente hacerte saber que estoy dispuesta a ir más allá de que seas un huésped en mi cuerpo y en mi vida, que estoy para más que pasar el rato, porque la vida es eso, un rato nada más, pero merece ser tomada en serio, como yo, y que no temo que, debajo de mi ropa, te encuentres con quien verdaderamente soy. Si algún día te animás a desnudarte como yo, avisame que regreso, y retomamos donde dejamos. Por ahora lo dejamos acá...

Y salió del departamento sintiéndose más mujer que nunca.


Inspirado en un texto de Martha Medeiros:

Martha Medeiros: Strip-Tease Chegou no apartamento dele...





A boca de jarro

viernes, 7 de octubre de 2016

Mil maneras de morir



"La muerte siempre gana, pero te da una vida de ventaja."

Eduardo Galeano, "Hablan las paredes".




      Mil maneras de morir nos depara el azar en esta vida. Mi tío Oscar, fiel a sí mismo, se las jugó todas a muerte. Habiendo sido declarado persona non grata y proscripto en todos los antros de juego y los puticlubs con piecita al fondo de sus pagos, y habiendo logrado que todos los levanta quinielas de zona sur se la tuviesen jurada por las gruesas deudas acumuladas, no tuvo mejor idea que apostar su última ficha a la ruleta en el casino de Colonia. 


El día en que cumplía los 36, se empilchó como un dandy, tomó el aliscafo de la tarde y desembarcó al otro lado del río cuando los arreboles del poniente ya se habían hundido bajo la pesada línea del horizonte platense. Compartió taxi hasta el hotel con otro fullero del centro que juraba por su madre tener un pálpito para la rula de esa noche. El tío Oscar sabía perfectamente a qué número entrarle en su día, pero no lo compartiría ni con su madre, y se tenía la confianza que nunca nadie le había profesado de pegarle al pleno.

Antes de entrar al casino, se hizo lustrar los tamangos por un botinero orillero que intentó reorientar su suerte hacia el Blackjack.

—Esta noche no estoy para las cartas, mi amigo. Ya me cansé de contarlas... — sentenció, funesto, y quiso la fortuna que en aquel cansancio premonitorio desoído le fuera la vida.

En la sala central de juego, la mesa de ruleta se abría de gambas a mi tío como puta en celo, y las fichas repiqueteaban en sus palmas regordetas, húmedas de anticipación. Intentó enfriar su calentura prendiéndose un pucho y dándole aire al escolazo por dos vueltas, pero el aura del 36 y el embrujado contoneo de la hembra rueda - estática y brillante en su centro - se le hacían irresistibles.

Se alzaron las apuestas para la tercera bola de la noche en Colonia, al tiempo que el río se enfundaba en oscuros nubarrones y ominosos vientos de sudestada. Mi tío Oscar no apuró los pasos de su ritual cabulero. Acarició el paño verde con el anular izquierdo, sobre el que brillaba su sello de oro, con la cara del anillo se rozó el huevo izquierdo, guardando disimulo ante las damas presentes, y le pegó un sorbo fiero al whisky importado que le acababan de traer a la mesa de apuestas, sellando el gesto místico con un chasquido de sus finos labios. Besó su puño derecho, chorreando de fichas, y fue apilándolas con deleite timbero - como quien suelta las cenizas de su suegra sobre el mar - una por una, encima del 36, que lo había llamado desde la otra orilla del Plata, renegrido ahora ya y a sus espaldas.

Con el "No va más" del croupier charrúa, que estrenaba oficio aquella misma noche, su corazón entró en taquicardia arrítmica y le exprimió unas gotas gordas de sudor helado por sobre el cuello arrugado de la camisa. La pálida bola comenzó su danza letal alrededor del plato para ir perdiendo velocidad hasta parar en seco. Se cantó el pleno de su vida, "Colorado el 36", y se cavó la fosa: Tío Oscar cayó redondo, con un infarto puesto, sobre el plato giratorio, con tan mala suerte que se clavó la torre plateada de la rula en medio de la frente. 


Visité el casino de Colonia al cumplirse los 36 años de su muerte. El croupier aún hoy lo recuerda.



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