viernes, 29 de enero de 2016

Que alguien me lea

   


   Invertimos la tarde en esas acciones que por nada del mundo son olvidadas aunque no cotizan en ninguna bolsa de este bobo mundo: hamacarnos, comer pochoclo, tomar helado, jugar entre los árboles y mojarnos con el chorro intermitente y gratuito de la fuente. Me senté en un banco a hacer el mate, y se acercó a mí con una dulzura indecible.

-¿No me enseñás a escribir como escribís vos?

-¡Vida! ¿Cómo te explico que no te puedo enseñar a escribir? Nadie te puede enseñar. Quien te prometa eso, te miente. Escribir es como jugar un juego muy sencillo que casi no tiene reglas y en el que lo único que hace falta es que te pongas a imaginar. Para escribir, tenés que cerrar los ojos - como en la escondida - y contar, pero no números, sino hechos: cosas que pasaron o que pudieron o que podrían pasar. Al cerrar los ojos, vas a ver personas reales o inventadas, recuerdos que te hacen feliz o que te ponen triste, vas a oler el aroma de muchas comidas que te hizo mamá, vas a sentir en tu piel el agua llena de burbujas de todos los baños que te ayudó a tomar papá, vas a reír como cuando tu hermana te hace cosquillas o vas a llorar como aquella vez que te caíste de la bici y te raspaste mucho la rodilla, ¿te acordás? Después, con todos esos compañeros, vas a salir a buscar las palabras que están en los lugares donde se les ocurrió esconderse. Cuando las encontrás, gritás fuerte: "¡Piedra libre!", y las escribís donde más te guste. Cuanto más lo hagas, mejor te va a salir, vas a ver.

-Puede ser. Pero creo que me va a faltar una cosa. Que alguien me lea.




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