¡Hay tantas cosas que se dicen y se escriben y se han escrito sobre los hijos! Parten de sentimientos viscerales, los más profundos, lo mejor de nosotros. Los hijos nos regalan muchas caricias esenciales para el alma, intangibles, etéreas, invaluables, y también son la causa de nuestros más oscuros temores y nuestros más sufrientes desvelos y zozobras.
A veces son las alas que necesitamos para levantar vuelo y darle un real sentido de trascendencia a nuestra efímera existencia. Otras tantas, son como un grillete que nos pesa y que viene a coartar nuestra libertad de movimiento y elección. Son fuente de sentimientos encontrados, luces y sombras que nos habitan y que- humildemente pienso y siento- es necesario reconocer y decir en voz alta, ya que lo que se dice se asume, se blanquea , se acepta, y solamente así nos hace bien.
Si intentamos disimular u ocultar y ocultarnos a nosotros mismos los sentimientos negativos que experimentamos siendo padres, nos dañamos y nuestros hijos también resultan dañados, porque ellos perciben todo lo que nosotros intentamos esconder en nuestros silencios, nuestras rabias, nuestro enojo y nuestra impotencia: ellos están llenos de sabiduría, y viven en una frecuencia en la que se captan ondas muy sutiles que sus papás creen poder disfrazar con los artilugios de la compleja psiquis adulta.
Los hijos son la materialización del niño interior que llevamos dentro: por eso los sabemos frágiles, vulnerables y a la vez llenos de potencialidades y creatividad. Sospecho que no nos equivocamos. Y lo más duro es concebirlos libres e independientes de nosotros, capaces de andar por la vida sin que nosotros vengamos dos pasitos más atrás para advertirles los peligros o salvalrlos de caerse y lastimarse. Capaces de pararse sobre nuestros hombros y ver mucho más allá de lo que nuestros ojos pueden alcanzar a divisar.
No, no podemos evitar que sufran, parafraseando esa hermosísima canción de Joan Manuel Serrat, que justamente reúne todas las emociones que los hijos despiertan y las expresa con absoluta sencillez y honestidad. Y aunque duelen más que nuestra propia vida, que gustosos daríamos para salvarlos del peligro y del dolor, han venido al mundo -igual que nosotros- a caerse y a golpearse para convertirse en PERSONAS. Sólo así podrán ellos algún día hacer su vida o elegir concebir a sus propios hijos.
Parimos a nuestros hijos miles de veces, no una sóla, y los parimos con dolor, pero también con amor y regocijo. Nada ni nadie duele más que los hijos. Nada ni nadie más que ellos ocupa un lugar tan enorme en el baúl de nuestros tesoros. Y "allí donde está tu tesoro, está tu corazón."
A boca de jarro