lunes, 27 de febrero de 2012

AUTONOMÍA

Hemos sido convocados a reunión de padres ante el inminente comienzo del ciclo lectivo, y la palabra que más resonó entre las paredes del salón escolar en boca de los docentes que nos dieron la bienvenida fue AUTONOMÍA. 

Los chicos, se nos dice, nuestros hijos de primaria, deben lograr alcanzar la AUTONOMÍA en cuestiones de gestión de su propia escolaridad.  Esta idea se ha transformado en el caballito de batalla de la pedagogía y psicología infantil de la última década, inclusive desde el jardín de infantes, al tiempo que las demandas académicas se han complejizado, asumiendo que estos niños pertenecen a una generación de superdotados veloces en la adquisición de saberes. Además, los tiempos se han acelerado en cuanto a los logros que se espera que alcancen y los plazos se han acotado. Todos usan y abusan del término, y me pregunto si se detienen a pensar en lo que verdaderamente significa y si esto es posible o siquiera deseable.

Según el diccionario de la Real Academia Española, AUTONOMÍA es la “condición de quien, para ciertas cosas, no depende de nadie”, y yo me pregunto si no se tratará de una noción relativa que proviene de idearios políticos y sociales de otras épocas en las que no entendíamos al mundo como una aldea dividida en bloques en la cual todos dependemos del equilibrio del resto. ¿Qué país del mundo hoy puede considerarse a si mismo AUTÓNOMO? ¿Acaso no vemos como todos necesitamos de créditos, préstamos, auxilios y salvatajes de otras naciones, que a su vez alguna vez habrán precisado lo mismo o lo harán?


Me entusiasmaría más que en tiempos de feroz individualismo se nos recibiera a los padres con la propuesta del acompañamiento de nuestros hijos en el crecimiento gradual y respetado, proponiéndonos presencia sin sobreprotección ni abandono, un difícil pero necesario equilibrio a lograr. Y percibir de los docentes que los guiarán en este tramo la convicción de que los van a instruir en la adquisición de hábitos contemplando la individualidad de cada chico y potenciando lo que traen de casa, acompañando pacientemente más que esperando que se las arreglen solos, que no dependan de ellos ni de nosotros ni de nadie.

No concibo a la infancia, ni siquiera a la adolescencia, como un período donde sea esperable o deseable la AUTONOMÍA. En verdad, no concibo siquiera mi vida adulta de manera totalmente autónoma: soy responsable de hacer y responder por muchas cosas, a veces demasiadas, sin un respaldo que en otros tiempos estaba más a mano porque había más manos en la masa familiar al servicio del cuidado de la casa y los hijos. Había más abuelas y abuelos dispuestos y cercanos, tías y tíos disponibles, redes de vecinos con quien al menos se podía conversar, la calle y la escuela eran lugares donde no faltaba mirada, registro y control como suele suceder hoy. Creerme AUTÓNOMA sería asumirme como superpoderosa, y esto no sería ni realista ni saludable. Dependo de los demás de muchas formas, y eso no menoscaba mi adultez para encarar la vida.


Siento que se emplea la palabra AUTONOMÍA con ciertas connotaciones sospechosas: tal vez se espera que los chicos sean autómatas, autodidactas, autosuficientes, autores de sí mismos, con autodominio y hasta con cierto grado de autoridad. Y habría que cuestionarse si todo esto que esperamos que nuestros chicos alcancen cada vez más tempranamente en su desarrollo no es producto de nuestra propia tendencia a eludir un compromiso más profundo en lo emocional y lo presencial por comodidad y por temor a ejercer nuestros roles adultos con toda la intensidad que se requiere.


Creo en una maternidad, una paternidad y una docencia que se complementen en escoltar el crecimiento de los niños impulsándolos amorosamente a que desarrollen recursos para enfrentar el aprendizaje y la vida, fomentando la AUTOESTIMA, ayudándolos a gestionar sus miedos y sus inseguridades para  transformarlos en AUTODETERMINACIÓN y AUTOSUPERACIÓN, iluminando para aprender a discriminar entre deseos y necesidades. Pero para eso sería menester que como padres, docentes y adultos que elegimos hacernos cargo de niños que dependen de nosotros por largo tiempo aprendiéramos nosotros primero a reconocer nuestras propias necesidades y a no confundirlas con nuestros deseos de AUTONOMÍA, deseos de desvincularnos de la responsabilidad que nos compete. En la medida en que toleremos la dependencia de los chicos seremos capaces de llegar a verlos alcanzar la AUTONOMÍA cuando sea el momento propicio, y a no confundirla con la supervivencia de quien tiene que arregrárselas solo cuando no está listo porque se encuentra huérfano de mirada, de presencia y de cuidados por parte de los adultos que se evaden del trabajo que demanda y desborda, pero que, insisto, hemos elegido como opción de vida.


Con esto de la AUTONOMÍA pasa como con todas las potencialidades. Si no habilitamos tiempo para que se desarrolle madurativamente en lugar de imponerla como meta inmediata, los resultados serán muy diferentes comparados con lo que se lograría si se respetara el proceso de crecer gradualmente que transita todo niño.


Deadlines (Plazos)


A boca de jarro

jueves, 23 de febrero de 2012

Nuestros tiempos


No voy a entrar en detalles sobre lo que pasó ayer. Ni tampoco voy a ahondar en por qué pasa. Todos lo sabemos. Todos lo vemos a diario. Muchos viajamos corriendo riesgos todos los días y estamos como curtidos, adormecidos, acostumbrados a andar como vacas camino al matadero en el transporte público en Buenos Aires. Ahí paro. Es necesario frenar para pensar en cómo vivimos y cómo morimos.

Se me vino a la cabeza una historia magistral de Graham Greene, "A Day Saved" ("Un día ganado") (1935), publicada en Twenty-One Stories (1954). Y cito, traduciendo como mejor salga, aclarando que la palabra "día" es una unidad de tiempo que bien podría ser reemplazada por hora, minuto o segundo....

"Yo te pregunto, ¿qué significa un día ganado para él o para ti? ¿Un día ganado a qué?, ¿para qué? En lugar de pasarte el día viajando, vas a ver a tu amigo un día antes, pero no te podrás quedar indefinidamente, viajarás a casa veinticuatro horas antes, eso es todo. (...) No podrás morir en la víspera. Entonces quizás te des cuenta de lo apresurado que fue de tu parte ahorrar un día, cuando descubras que no puedes escaparte de esas veinticuatro horas que has preservado tan cuidadosamente; las puedes patear hacia adelante una y otra vez, pero en algún momento deberás pasarlas, y entonces puedes llegar a desear haberlas pasado tan inocentemente como se las pasa en el tren..."

Viajamos muy mal en esta ciudad. Y vivimos muy mal. Vivimos corriendo desenfrenadamente contra el reloj desde que nos levantamos hasta que llegamos a casa. Es un apremio alienante y sin sentido que se cobra vidas de formas diversas y nos infecta a todos. Quienes lastimosamente, por causas de variada índole que todos conocemos de memoria y padecemos mansamente, perdieron sus vidas en este horripilante accidente ferroviario de ayer, viajaban en los primeros dos vagones, los más cargados siempre. Y lo veo todos los días, no me lo tienen que contar por televisión ahora que hubo otro accidente. Viajamos así  para bajarnos antes, en vagones que triplican su capacidad de albergar pasajeros, para escaparle en algo a la marea humana que se forma al descender la multitud de cada tren a la hora pico y así poder ganar tiempo, llegar unos minutos antes al trabajo y que no se haga tarde, para ahorrar tiempo....

Así viajamos en el ómnibus y manejamos nuestros automóviles y nuestras motos también, siempre apurados, a los bocinazos, ordenando que los de adelante avancen de una vez porque hay que ganar tiempo. Así vivimos y así morimos. Una verdadera lástima tener que vivir y morir tan impensadamente ante la absoluta negligencia de quienes deberían cuidarnos para que lleguemos a nuestros trabajos y de vuelta a casa cada jornada sanos y salvos.

"Recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás"  (Gn. 3:19)

A boca de jarro

martes, 21 de febrero de 2012

Aquellas pequeñas cosas


Cuando se cierra o abre un ciclo, hay que hacer lugar. Se sabe que lo viejo deja una maroma de papeles y cositas que ya no tendrán mayor relevancia ni utilidad en el futuro, y sin embargo, por alguna razón que creo viene arraigada a tiempos más previsibles y lentos en el ritmo voraz del cambio que los nuestros, se tiende a guardar, a no dejar ir, a encarpetar y etiquetar, pensando que lo que se preserva puede llegar a ser de utilidad.

Hay un exceso en esta tendencia conocido en inglés como hoarding, palabra de difícil traducción. Se lo considera un trastorno psicológico por el cual la persona tiende a guardar obsesivamente objetos de manera compulsiva y excesiva, disminuyendo el espacio que necesita en su ámbito para moverse cómodamente. A veces se refiere a él como el Síndrome de Diógenes, aunque no se trata de la acumulación de basura, sino de objetos que hasta pueden nunca haberse estrenado.


El problema de acumulación puede llegar a niveles tales que quienes lo padecen no encuentran un rincón libre de pilas de trastos donde puedan hacer algo confortablemente en sus hogares u oficinas, como comer, estudiar, o simplemente dormir: no hay una mesa o escritorio libre en toda la casa ni lugar suficiente en la cama para acostarse. Esto genera problemas de relación con el entorno, sobre todo, con la pareja, quien hastiada, puede llegar a optar por marcharse por lo imposible que resulta todo intento de hacer entrar al hoarder en razones.

Conozco a un par de personas con este problema. Y estos días en los que hice limpieza, pensaba mientras me despojaba de cosas que guardé por años, si no existirá un nombre para denominar a la persona que se ubica en el extremo opuesto al hoarder, a quien fácilmente se desprende sin culpa de cosas que otros normalmente atesorarían de por vida, y que ha llegado a buscar objetos que botó o donó hace tiempo por error, es decir, que se fueron en la pila por distracción, y que sí podrían haberle resultado de utilidad. Ese es mi caso.

Frente a muchas de "...aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas", me senté el otro día y me puse a pensar. Se trataba de informes académicos con mi nombre y la firma de mis maestras y profesores de entonces, boletines de calificaciones, libretas de asistencia y comunicados escolares con algunas epístolas escritas por compañeras a quienes no volví a ver a pesar de las palabras azucaradas que nos prodigáramos en esos cuadernillos bajo promesa y juramento de no separarnos nunca. 

Es la vida quien se encarga de poner distancia entre nosotros y nuestro pasado. Y en esto la vida es muy sabia. Observando toda aquella pila de papeles amarillentos con tinta borrosa por el paso del tiempo, y midiendo el espacio físico de mi mobiliario y el emocional en mi interior, tomé finalmente la decisión de partir con ellos, dejarlos ir. 

Llegué a entender que, aunque se hablara de mí en todos ellos, ahí no estaba yo. Yo no soy ni jamás fui ninguna de esas cosas, de esas calificaciones, de esos comentarios de otros significativos en mi vida. Tampoco soy mi CV ni mis títulos, no soy mis documentos ni mi licencia para conducir, no soy mi edad ni mi barrio, mi país ni mis vínculos, no soy mis roles ni mi circunstancia, no soy mis añoranzas ni mis sueños presentes o pasados. Todo eso no me define ni me abarca: soy algo indefinible y cambiante en apariencias, aunque con un núcleo íntegro e inalterable que no se modifica en su autenticidad con el paso del tiempo, y que por lo tanto no necesita de papeles, documentos o testimonios que prueben que fue o es. Sólo yo lo conozco. Y adivino, aunque probablemente haga falta tiempo para confirmarlo, que he logrado averiguar de quien se trata en parte gracias a esta costumbre de despojarme de todo aquello que no necesito tener para recordarme quien soy. Gracias a este hábito que a algunos exaspera o supera en entendimiento o tolerancia, he logrado deshacerme de casi todo lo que en verdad no soy. Y me siento un tanto más livianamente verdadera.

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