domingo, 8 de abril de 2012

Vivencia de Pascua



"Se como el grano de trigo que cae en tierra y desaparece,
       y aunque te duela la muerte de hoy, mira la vida que crece."
                                                       Cántico de Misa.

Mi fe solía ser mucho más fuerte, menos miedosa, más ardiente. Estoy segura de que desde la cruz Él me entiende. A menudo transitamos por el desierto. Habrá que darle tiempo al tiempo.

De todos modos, para estas fechas me acerco al templo, participo de algunos ritos que me colman de paz y me invitan a la autoindagación. Además, este año me sirvió para conectarme más de cerca con la realidad que estamos viviendo como sociedad.

Había gente de distintas condiciones sociales allí rezando fervorosamente. Gente por las calles camino a la iglesia revolviendo la basura en busca de alimento o lo que sea. En la entrada al templo, escuché de refilón una conversación entre un cura muy carismático y una familia que le solicitaba la bendición especial, "Esa que Usted hace con los óleos", para un familiar de quien le dieron el nombre. El sacerdote los miró a los ojos, apoyó su mano sobre el hombro del hombre, y le dijo:

Amigo, ésto no es magia.

Más que nunca me parece que estamos ávidos de magia, esa magia que vamos a buscar equivocada pero humanamente a la iglesia para estas fechas. Estamos huérfanos de la mirada de quienes deberían pastorearnos, huérfanos de pastores.

Pero más allá del duro panorama que se nos presenta como país y como mundo, la vivencia de estos días es propicia para retrotraernos a nuestro paso por aquí hasta el hoy. Pascua es "paso", y la entiendo desde la fe y mi concepción de la vida como la compleción del ciclo Vida/Muerte/Vida en el que creo sin poder encontrarle explicación racional.

El Vía Crucis que pasó por la puerta de casa es parecido al balance que muchos hacemos a cierta altura de la vida adulta si nos hemos asumido como adultos concientemente. Miramos las estaciones de nuestra vida, las caídas, los logros, los errores, las traiciones, los tramos difíciles bien llevados, los sueños que se concretaron y los que quedaron pendientes, lo que podemos transformar por nuestro bien o lo que tenemos que soportar de nosotros mismos, y cargamos con todo ello tomando la decisión psíquica y espiritual de aceptar toda nuestra historia y asumir que cada parada nos hace nuevos, que no somos ni nunca seremos quienes proyectábamos ser a los veinte años ni el año pasado, pero aquí estamos, vivos. Hemos muerto varias muertes y nacido a una nueva vida cada vez hasta llegar aquí, y sobrevivmos si elegimos no estancarnos en la amargura y el desencanto, sino conectado con la vida a pesar y más allá de todo, sabiendo que lo que nos espera al final abre la puerta a la trascendencia, no en grande, sino de la que hemos sembrado con las pequeñas semillas que plantamos en tierra día a día.

Las estaciones de nuestro vía crucis vital pueden ser hitos, heridas que cicatrizan lentamente, bendiciones. Marcan un camino de crecimiento, de ascensión hasta alcanzar al ser que hoy somos. Son momentos transformativos y purificantes que implican un paso evolutivo en nuestro crecimiento personal. Ojalá nos demos un tiempo en medio de este mundo tan convulsionado para la introspección y el hallazgo del significado de nuestro paso por la vida y la huella que va dejando.

Les deseo una Pascua así.


A boca de jarro

jueves, 5 de abril de 2012

De lo bueno hay poco




"... el inesperado éxito de mis libros proviene, según creo, en última instancia de un vicio personal, a saber: que soy un lector impaciente y de mucho temperamento. Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual. Sólo un libro que se mantiene siempre, página tras página sobre su nivel y que arrastra al lector hasta la última línea sin dejarle tomar aliento, me proporciona un perfecto deleite. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos, los encuentro sobrecargados de descripciones superfluas, diálogos extensos y figuras secundarias inútiles, que les quitan tensión y les restan dinamismo."
                                                                                                         Stefan Zweig

Hay pocos libros y películas  capaces de transportarnos a un nivel que nos transforma después de haberlos vivenciado. Pocos que después de su lectura o vista hagan que nada sea igual porque nuestro imaginario se impregna de sus creaturas como si hubiésemos tenido un vívido sueño al interactuar con ellos. De esos que nos dejan pinturas mentales de lugares a los cuales nunca hemos ido, que tal vez ni siquiera existen, con sus colores, sus ruidos y olores, o indicios de tiempos en los que jamás vivimos o que jamás fueron. De esos de los que nos convertimos en cómplices de por vida.


Hay pocos personajes que se nos hacen próximos, conocidos, amigos, como si habitaran el mundo real o a veces aún más íntimos que personas de carne y hueso que conocemos y tratamos. Hay pocas emociones con las que empatizamos profundamente, que nos hacen reír a carcajadas, llorar a lágrima viva, resonar en la pena, el miedo, la angustia, colmarnos de un ancho sentido de justicia poética, dicha, plenitud o que simplemente nos dejan pensando y abren las puertas de nuestra imaginación para seguir dibujando posibles finales alternativos, episodios que continúan con una trama resuelta años después. 



Nuestra vida y hasta nuestros sueños se enriquecen y se ennoblecen gracias a la calidad de tales obras, ya sea en forma de libro escrito o plasmadas en la pantalla del cine, aunque no nos hacen mejores personas, ni nos dan recetas para vivir mejor. Al contrario, muchas veces nos muestran el camino a la ruina, a la infelicidad absoluta, al abismo más oscuro. Y sin embargo, vibramos colmados de placer estético y en absoluta sintonía con la humanidad de lo que se nos despliega, a punto tal que lamentamos llegar a su fin por el temor a no encontrar ningún otro que nos conquiste y nos absorba con la misma intensidad, como sucede con los abandonos amorosos: tememos ser incapaces de volver a enamorarnos con la misma pasión.


Sucede, igual que con los amores, que la vivencia, el atractivo y la opinión es personal e intransferible. El que ha sido inigualable para uno tal vez sea totalmente prescindible para otro, el que viene con recomendaciones de bueno de alguien quizás resulte insulso y carente de atractivo para uno. Y pasa también que depende del momento de la vida en el que se cruzan en nuestro camino. Su trama debe llegar a la trama narrativa de nuestra propia existencia en el momento en el que  mejor encaja, y sólo así se entrelaza con ella.


Lo que la obra tiene para contarnos se liga a la masa de nuestra propia identidad y al relato de nuestra biografía. Como con los hechos de nuestra existencia, la memoria de esas obras colabora agigantando los detalles que dejaron las palabras o las imágenes por sobre los hechos que cuentan, y frecuentemente olvidamos giros del argumento en crudo aunque recordamos el eco de la esencia que nos hizo retenerlos. Queda el residuo del fluir discursivo del que somos lectores o espectadores, tal como queda el recuerdo de lo que fuimos protagonistas y que más tarde narramos a quien quiera escucharlo ajustando aquí o allá con la ayuda de la memoria y agregando una pizca de ficción sin ninguna maldad, sólo para hacer la narración más atractiva o digerible. 


El mundo seguirá girando igual tras habernos sumergido en una de esas obras que dejan huella, pero sabremos que existen otros mundos paralelos. Nuestra vida seguirá siendo la misma, pero percibiremos otras vidas en nuestro interior sin tener que asumirnos locos, sin tener que abandonar nuestro rincón de lectura favorito o la butaca del cine para ir a parar al sillón de un psicoanalista y confesar que hemos desarrollado algún trastorno mental.

Y me pasa cada vez con más frecuencia que no sé cómo encontrar escapes tan sanos. Será que he perdido el sentido del olfato. Ir en busca de un libro o una película del tipo que surte ese efecto de un antes y un después no me resulta tarea fácil. Me hundo en la desconfianza al entrar de cacería en las boutiques del consumo donde se exhibe en primera plana lo último, lo más vendido, lo snob, lo que se nos vende por bueno.


Estoy con ganas de toparme con un trago largo y fuerte de esos con la certeza de que lo que me depara se apoderará completamente de mí mientras lo ingiera a cambio de mi entrega incondicional al placer y la demanda de la aventura de autoindagación a la que me zambullo. Si saben de algún ejemplar capaz de surtir ese efecto, por favor avisen.


A boca de jarro

lunes, 2 de abril de 2012

La leyenda del pehuén errante


 A mi hijo mayor, que está cursando el segundo año de su bachillerato, le han dado a leer La leyenda del pehuén errante. A su edad, yo comencé a leer libros clásicos de literatura española y argentina regularmente en mis clases de Lengua y Literatura, pero ahora, a mi hijo se le ha solicitado un texto escolar en esta materia que sólo contiene extractos de libros y textos cortos como este. Los adolescentes de la generación de mi hijo en general piensan que leer es un plomo. Y ahora, que ha corrido la versión de que los libros que superan una cierta cantidad de plomo en tinta resultan ser tóxicos y por eso se habría restringido su importación, supongo que la idea quedará reforzada. 

 Hace treinta años hoy, cuando tenía también la edad de mi hijo, me levanté para ir a la escuela y me informaron que estábamos en guerra. Me llenó de perplejidad y angustia. No entendía. Sigo sin entender las guerras, y me llenan de pena las jóvenes vidas que allí se truncaron y perdieron.

 He leído esta leyenda con detenimiento. Estoy conectada con los cambios por los que está atravesando mi hijo adolescente, con el confuso rumbo de los destinos de mi tierra y con los árboles como metáfora de vida, desde lo estacional y lo vivencial. Es una narración simple, llena de poesía, que ofrece varios niveles de lectura. Intentaré transmitirla brevemente. 

 Cuentan los indios de la soberbia Patagonia argentina, que cierta vez una ñuke (madre india) al ver que llegaba el invierno y que su esposo Kalfü-Kir, el gran guerrero, no retornaba al calor de su hogar o ruca (choza araucana), rogó a su hijo que saliera a buscarlo por todo el valle y más allá de las montañas. El koná o joven, provisto  de alimentos y abrigos por su madre, inició la marcha a pesar de las nevadas que se avecinaban. En su camino por el frondoso bosque se encontró con un pehuén, una araucaria patagónica considerada sagrada, y como no podía seguir de largo sin hacerle una ofrenda colgó sus zapatos de unas de sus ramas. 




 Al proseguir su marcha dio con una tribu desconocida que después de recibirlo cordialmente, le robó todo lo que tenía y lo ató de pies y manos para que no pudiese moverse, dejándolo expuesto a la furia de las fieras salvajes. Su madre, que presintió la desgracia, salió a buscarlo, y en el camino encontró los restos de su esposo Kalfü-Kir, y como signo de duelo se cortó los cabellos que cubrían su frente. Luego prosiguió con la búsqueda del muchacho. El koná estaba a punto de expirar cuando de pronto vio en la lejanía a un pehuén y clamó en su angustia, " ¡Oh, si tú fueras mi madre, tú, noble árbol! ¡Ñuke, ven!"




 Fue entonces cuando el pehuén desgarró sus raíces de la tierra y se acercó al joven indio. Lo cubrió con sus ramas, lo defendió de las fieras con sus espinas, lo alimentó con sus frutos y aisló la nieve que caía sobre su cuerpo. Entre tanto, llegó la abnegada mujer y le desató las ligaduras haciéndolo revivir con sus caricias maternales. Agradeció ella al árbol su bondadoso gesto ofrendándole también sus zapatos. Entonces emprendieron el viaje de regreso, acompañados por el pino sagrado hasta dónde fue necesaria su protección. Cuando finalmente llegaron a su ruca, el árbol se detuvo allí con ellos y hundió sus raíces lentamente en el suelo donde se quedaría para siempre brindando su sombra y protección a ese hogar y dando como fruto nuevos brotes. Los ancianos de la tribu dieron al lugar el nombre de Ñuke, porque el hijo así había llamado al árbol en su agonía, y según se cuenta, este nombre fue cambiado al nombre de Neuquén. De las semillas desprendidas, los sabrosos piñones, crecieron árboles que como eran descendientes del árbol sagrado, se multiplicaron tan rápidamente que originaron densos bosques, todos nacidos del árbol madre, que recorrió todo el mundo o Mapu en busca del otro árbol: el pehuén macho con el que se sentía emparentado.





 Recordé al terminar de leer la leyenda junto a mi koná adolescente que en el jardín de mi casa paterna había una bella araucaria que plantamos luego de haber descubierto su esplendor en nuestro primer viaje a la Patagonia argentina. El árbol creció demasiado para nuestro jardín, y sus raíces resquebrajaban la pared medianera, por lo que se tomó la decisión de removerlo. Lloré el día en que sucedió como lloré el día en el que me informaron que estábamos en guerra. Tenía la edad que hoy tiene mi hijo, que por estos tiempos está comenzando a transitar un bosque que, si bien ha cambiado su paisaje, es el bosque que la humanidad ha tenido que atravesar siempre para crecer, exponiéndose a las inclemencias climáticas, a las fieras salvajes, a los maleantes al asecho y los reveses del destino errante. Dicen que los destinos guían a quienes los aceptan, pero arrastran a quien se les resiste. Habrá que aprender de esta madre india a confiar en el sagrado y sabio poder de la naturaleza hasta que por fin llegue el tiempo en el que dé sus frutos.





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