miércoles, 25 de abril de 2012

Matemática... ¡aquí no estas!


Desde temprana edad, haciendo cuentas sentada en el pupitre de un colegio de monjas y resolviendo problemas matemáticos como tarea para el hogar por la noche, cuando mi papá, que era el "bueno" para los números en casa, me podía dar una mano después de su larga jornada laboral, me asumí como una negada para la matemática. Me aburría, superaba mi entendimiento, sólo valía dar con el resultado correcto, al cual a menudo no llegaba por algún error procedimental (o quizás mental, a secas...), y todo mi esfuerzo parecía en vano. Así que me di por vencida y me convencí de que lo mío eran las palabras, las lenguas. Creo que el asumir esta teoría de que si somos malos para los números, somos aptos para las lenguas, y viceversa, es cosa bastante frecuente, y además creo que ha habido cierto refuerzo en el discurso adulto en mi paso por la escuela para creerla cierta.



De chica también conocí a Adrián Paenza como periodista deportivo, y aprendí, también junto a mi padre, a entender de fútbol mucho más que de matemáticas. Mi papá solía decir, lleno de admiración, que Paenza era profesor de matemática. Yo asumía que era lógico que se dedicara al fútbol en los medios antes que a enseñar matemática, por unas cuantas razones que ya por entonces se me hacían obvias, incluyendo las cifras que se ganan por una y otra tarea. Hoy, Adrián Paenza, licenciado y doctor en ciencias matemáticas por la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires y periodista deportivo, vive en Estados Unidos y escribe libros de divulgación científica en los que demuestra ser un apasionado por el descubrimiento y los desafíos. En su intento por demostrar que la matemática puede ser sumamente relevante y estimulante si está bien planteada, no deja de admitir algo que aquellos que nos hemos asumido como nulos para ella intuimos:

"... la matemática no puede ser disfrutada por los alumnos, sencillamente porque quienes la difundimos terminamos dando respuestas a preguntas que la gente no se hizo. Y eso es, inexorablemente, muy aburrido. Estar sentado frente a una persona que responde a lo que yo no me pregunté es, cuanto menos, un sufrimiento. Y encima, existe el poder que tiene el docente que no le permite al alumno que se levante y se retire. Por eso creo que deberíamos empezar por reformular qué queremos enseñar, por qué lo queremos enseñar, qué problemas intentamos resolver y cuáles son las curiosidades de los chicos que vamos a ayudar a evacuar. La vida es al revés: uno primero tiene problemas, luego trata de resolverlos, y finalmente, cuando advierte que ciertos patrones se repiten, formula una teoría. Si el proceso frente al estudiante es al revés, o sea, primero le explicamos la teoría y después le fabricamos artificialmente un problema que él no tiene, es posible que no le interese. Ahora, el día en que comprendamos que la verdadera tarea de un docente es generar preguntas y saber descubrir las curiosidades que tiene un chico, entonces habremos dado un salto cualitativo muy importante para vencer la barrera docente-alumno (en matemáticas al menos)."  

Ahora se me hace claro el por qué de tanto hastío y frustración. Y lo peor es que, a pesar de que hay gente valiosa como Paenza que dice estas cosas a boca de jarro y encabeza la lista de best sellers locales, las matemáticas siguen siendo igualmente aburridas y poco convocantes para mi hija como lo eran para mí cuando yo iba a la escuela, por la sencilla razón de que se insiste en plantear el aprendizaje "al revés".


A una niña de nueve años en pleno siglo XXI se le enseñan en clase de matemática los números romanos a través de una tabla de conversión entre los números arábigos y las letras mayúsculas a las que los romanos les asignaron un valor numérico XXVIII siglos atrás... En los sitios de internet que he consultado para asistir a esta niña en sus arduas tareas de pasaje de nuestro sistema de numeración al romano durante las últimas tres semanas, se advierte que este tipo de numeración debe utilizarse lo menos posible, sobre todo por las dificultades de lectura y escritura que presenta. No obstante, la maestra de matemática arremete ferozmente, proponiendo actividades carentes de utilidad e incluyendo cifras que van mucho más allá de los valores para los que normalmente se emplea esta numeración. Lo que es aún más triste es que jamás les explicó a sus alumnos, nativos digitales, para qué se usan estas complejas entidades en la actualidad. Tal vez si por allí hubiera empezado, todo el esfuerzo que conlleva lidiar con este fardo se habría hecho menos penosamente inútil. Es tal como afirma Paenza: "el día en que comprendamos que la verdadera tarea de un docente es generar preguntas y saber descubrir las curiosidades que tiene un chico, entonces habremos dado un salto cualitativo muy importante...". Mucho me temo que ese día está aún muy lejano. 

La numeración romana se emplea hoy en los números de capítulos y tomos de una obra escrita que raramente consultará una niña de nueve años, en los actos y escenas de una obra de teatro que aún no lee, en los nombres de papas, reyes y emperadores que aún no estudia, en la designación de congresos, juegos olímpicos, asambleas y certámenes que le son ajenos, en algunos relojes que ella descarta por complejos y antiguos, prefiriendo los digitales, y en el registro de la fecha de construcción de algún monumento o lugar histórico importante que no puede visitar. Es que cuesta muchos dólares que sus padres no pueden siquiera comprar aunque tuviesen ahorrado el dinero, ya que hay restricciones en los montos de la compra de dólares en nuestro país actualmente. Y hay que ver lo que cuesta hoy lograr reunir esos cuantos miles de pesos y convertirlos a dólares para llevar de paseo a una familia tipo a visitar monumentos con inscripciones en números romanos a la vista.... Para calcular esto mis matemáticas son infalibles.



Matemática... ¿Estás ahí? es el título que Paenza ha utilizado para su colección de libros y así hacernos ver que seguramente los números están ahí, a la vuelta de la esquina, en nuestra vida cotidiana y esperando que los descubramos, que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del purgatorio de la clase de matemática que tantos hemos vivido y aún hoy padecemos para descubrir las maravillas y grandezas de esta ciencia sin dudas apasionante para muchos. Porque de eso se trata: de darle relevancia y aplicación concreta a un saber que, al ser encriptado, se vuelve estéril. Mientras tanto sigo trabajando en formas de ayudar a esta niña a aprobar su prueba del viernes de números romanos a base de memorizar tablas complejas, y me sigo agarrando la cabeza porque la matemática... ¡aquí no está!

A boca de jarro

domingo, 22 de abril de 2012

Ser o no ser


"Si alguien no marcha a igual paso que sus compañeros, puede que eso se deba a que escuche un tambor diferente. Que camine al ritmo de la música que oye, aunque sea lenta y remota..."    Thoreau                                            


En mi labor como madre de dos niños en edad escolar y docente, e incluso frente a mi propia respuesta emocional e intelectual frente a la vida, me veo confrontada a diario con preguntas del estilo: ¿Este comportamiento, reacción o rendimiento es normal? Preguntas de difícil respuesta si las hay. Y lo que es aún más difícil es tener que aplicar un estándar para evaluar, para calificar, para medir, para decidir quién aprueba y quién no aprueba, quién está dentro de los parámetros aceptados y aceptables, y quién se queda afuera. Esto cada vez me resulta más odioso, tal vez porque ahora soy madre, y veo lo que este tipo de juicio conlleva y lo que puede generar sobre la autoestima del ser en plena etapa evolutiva y formativa, o sobre el adulto mismo frente a su circunstancia particular. 

                                            

Como madre normal del siglo XXI, suelo llevar a mis hijos al chequeo de rutina con el pediatra. Los pediatras invariablemente recurren a tablas estadísticas que los remiten a percentilos con los que se determina si un niño es normal en términos de peso y talla. La relación entre estas medidas se obtiene por un cálculo matemático que arroja como resultado el conocido y siempre temido BMI (Body Mass Index), o Índice de Masa Corporal (IMC), bajo cuya dictadura vivimos unos cuantos. 


Presto atención y escucho lo que el pediatra me dice, pero miro con cierto recelo las tablas. La verdad es que, de acuerdo a una tabla como la del IMC, muy pocos de nosotros podemos considerarnos normales, ya que los cuerpos de los individuos raramente se ajustan a esos índices, aunque sean perfectamente normales. Mi abuela gallega se habría espantado si algún médico le hubiese dicho: "Señora, usted necesita bajar unos kilos, porque de acuerdo a esta tabla tiene usted sobrepeso". Para mi abuela, oriunda de Vivero, el lema era:"Dame gordura y te daré hermosura", pero han cambiado los tiempos...



Lo mismo sucede con el rendimiento de los niños en la escuela. El hecho de que a la mayoría de los niños les resulte relativamente fácil alcanzar ciertas habilidades o destrezas a cierta edad no significa necesariamente que quienes no lleguen a alcanzarlas al mismo tiempo, o quizás se les adelanten al resto, sean raros.

A veces, la rareza es sinónimo de genialidad o de algo extraordinario. Todos sabemos que Albert Einstein, una de las mentes científicas más brillantes del siglo XX, era considerado por sus maestros como un verdadero fracaso escolar, probablemente por encontrar la escuela aburrida. Me pregunto quién debía enseñar y quién aprender ante la presencia de tanta genialidad incomprendida. El mismo Einstein sentenció:

"Los grandes de espíritu siempre han tenido que luchar 
contra la oposición feroz de mentes mediocres."

"Pero todavía sigo sin entender a las mujeres..."
Y si seguimos pensando en grandes incomprendidos por la mediocridad muchas veces considerada como normalidad, podríamos incluir a Van Gogh, Miguel Ángel, Shakespeare, James Joyce, Hemingway, Cervantes... ¿Se imaginan lo que sus maestros habrán pensado o hasta sentenciado a la hora de evaluarlos? Imagino a Van Gogh siendo descalificado por pintar con trazos tan desprolijo...


Imaginemos a Miguel Ángel siendo calificado de lento por tomarse años para decorar la bóveda de la Capilla Sixtina. Hoy, la bóveda, y especialmente El Juicio Final, son considerados como los mayores logros de Miguel Ángel en la pintura, y poco importa el tiempo que le insumió engrandecerla.



O a Shakespeare, siendo desaprobado por escribir de forma tan extraña, y a sus propios contemporáneos y amigos de parranda, exhortándolo a escribir sonetos como enseñara el gran maestro Petrarca, o a evitar su honestidad sobre sus inclinaciones bisexuales al dedicarle sus versos a una misteriosa dama y a un joven de la aristocracia, o al meterse con temitas que rayan la locura...

                       
Imaginemos a Joyce, siendo reprobado en Lengua Inglesa por no ajustarse a usar los signos de puntuación correctamente. A Hemingway se le habría bajado el pulgar en sus escritos por hacer uso de una sintaxis simplona y por su tendencia al laconismo. Y Cervantes debería haber sido mandado al rincón por luchar contra los molinos de viento en plena clase de Lengua Castellana...



Hace poco escuché el discurso de agradecimiento que dio Jack Nicholson al recibir su primer Oscar. Se lo dedicó a su agente, quien años antes le había dicho que jamás llegaría a ninguna parte como actor. Hace poco también leí por ahí que Leonardo da Vinci y Anthony Hopkins tienen en común su dislexia, y es claro que este rótulo no les impidió descollar en sus oficios. Raros incomprendidos que pasaron a la inmortalidad gracias a no ajustarse a ningún parámetro ni estándar, gracias a lo cual ennoblecieron al género humano con su inconmensurable talento y visión creadora, con su capacidad innata de romper con el molde para erguirse como modelos e ir más allá de los encasillamientos.

Más allá de los genios, o tal vez, más acá, cabe preguntarse entonces ¿qué es normal y qué es anormal?  Michel Foucault, filósofo y psiquiatra francés, dijo en Los Anormales que "la anormalidad es una construcción discursiva que está atravesada por los condicionamientos políticos de una época que determina quién es normal, por ende quién es anormal, - "biopolítica" - y que tiene un poder sobre nuestras vidas - "biopoder" - que ejerce dictaminando qué es lo que se debe hacer con el diferente". Así, el diferente es un extraño que se convierte en anormal, y al etiquetarlo , todo el resto de los individuos que conforman la norma se quedan tranquilos, se sienten seguros dentro de lo que se rotula como su propia normalidad
  
Los rótulos tranquilizan a muchos y nos hacen instrumentos de un poder que puede resultar destructivo.

De acuerdo a Eduard Punset, quien hasta hoy insiste en que "Estamos programados, pero para ser únicos", "Cuando catalogamos a algo o a alguien de raro, lo más común es que nos refiramos a algo excéntrico y a veces descabellado. Pero a ojos de la estadística o de las matemáticas, raro es aquello que se aparta de la norma, de lo que más abunda. En el mundo que nos rodea, en muchos ejemplos, que algo sea raro no es más que un problema de probabilidad que se puede modelizar por medio de una expresión que en estadística se conoce como distribución normal".



                 

Este es un texto que escribí hace cosa de un año como colaboración para otro blog. Ahora lo retoco y publico aquí para recordarme a misma de todo esto cuando llega la hora de confeccionar el primer boletín de calificaciones para mis alumnos y de recibir los primeros informes de los docentes de mis hijos este año. Tal vez no haya rompedores de moldes ni genios en ninguno de los dos grupos. Sin embargo, hay seres humanos que no merecen cargar con rótulos que pueden marcar su destino de manera significativa si se dejan guiar por las etiquetas que solemos estamparles. La cuestión sigue siendo elegir ser, con todas las peculiaridades y particularidades que nos permiten ser con otros a quienes dejamos ser, con sus propias peculiaridades y particularidades, en la amplia diversidad del mundo, o elegir no ser, dando muerte a quienes somos en esencia. 


Les dejo además un video cortito para seguir pensando sobre el tema que también difundo siempre que tengo la oportunidad.

               

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A boca de jarro

miércoles, 18 de abril de 2012

Yoismo



Hay algo que noté últimamente en mi manía de autoanalizarme que me hace sentir un poco como aquel personaje de la película protagonizada por Jack Nicholson, "Mejor imposible" ("As Good as It Gets", 1997), un escritor de novelas románticas que padece un trastorno obsesivo-compulsivo (T.O.C.), y se le pasa lidiando con sus obsesiones y buscando formas para eludir todo aquello que lo neurotiza. Se podría tratar de una obsesión que me lleva a intentar eludir, aunque mayormente sin éxito, a las personas que abusan del "yo" en su discurso todo el tiempo, personas con quienes la comunicación se limita a ser el receptor pasivo y paciente de un monólogo en el que predomina la palabra "yo". Es a la tercera o cuarta vez que lo escucho cuando empiezo a notar el parloteo de mi mente que me dice:  

— Aguantá, ya sabés cómo viene la mano.... 

Siento que mis hombros y mi cuello se contracturan, que suspiro, que mi vista busca eludirse, que me dan ganas de pararme y salirme de la escucha ante la primer excusa que se presenta, pero, por lo general, soporto estoicamente intentando consolarme con que sólo se trata de un rato de vez en cuando.


A veces son personas con quienes mi vínculo es circunstancial o esporádico. Podría obviarlas, aunque sería descortés y pasaría por antisocial. Prefiero escuchar, paciente pero doliente, el monólogo compuesto por la superabundancia del "yo" y hacer como que está todo bien. Otros son vínculos de años, que siempre han sido así, y ya sé que no cambiarán: ni las personas, ni su discurso ni el vínculo.


Y es que, en definitiva, lo que irrita es que en un discurso yoista no entra la dimensión del receptor, no se lo registra, el "yo propio" no cabe. Es un discurso tiránico que te exige escuchar y no da lugar a comentar o a compartir pareceres. No escuchan. Se sabe que no habrá interés genuino por escuchar tu aporte a la conversación, por mínimo que sea, que serás interrumpido con una oración que irremediablemente responderá al modelo "Yo....". Y es ahí donde atacan los síntomas de mi propia obsesión.


Intento entonces practicar formas de serenarme: respiración consciente, poner la mente en blanco, pensar en lo estrecho del "yo" de esta persona, en su necesidad de volcar su catarata yoista por falta de otros oídos donde dejarla correr, apelo a la empatía, a la compasión, pero no hay caso: termino cargada. Mientras más busco formas de serenarme y soportarlo, menos las encuentro. Mi mente no se silencia, sino que padezco en silencio. Entonces no es posible abordar la calma. Surgen los sentimientos y los reconozco. Y aunque intente no identificarme con ellos, allí estoy, con mi "yo propio" enmudecido e irritado.


El discurso se expande lo que dura el intercambio: "Yo", "mi día", "mi salud", "mi trabajo", "mis logros", "mi pareja", "mi perro", "mis hijos", "mi casa", "mi auto", "mis compras", "mi mundo"... Ellos se convierten en todo eso que nombran, son puro"yo".
 

Dicen los psicólogos que lo que más nos molesta de los demás es precisamente aquello de lo que padecemos nosotros mismos. Por eso intento por todos los medios forzarme a no hacer un uso excesivo del "yo" en mis conversaciones. Se hace una pausa mental en mi discurso antes de que emerja con fuerza, respiro, contengo... ¿reprimo? ¡No, no y no! No quiero un "yo" tan pobre que no registre, que no escuche, que no dialogue.
 

Es hasta peligroso quedar atrapados en las garras del "yo" sin percibir lo que les pasa a quienes están alrededor. Los ejemplos entre los poderosos abundan.  Así nos va. Y aunque seamos seres ordinarios, no hay nada más triste que sólo tener un "yo" como tema de conversación. Por eso, ahora que llegó la hora de ir dejando por hoy, hago silencio y les cedo la palabra.


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