martes, 31 de julio de 2012

Una palabra tuya...


"Hay muchos seres que están aquí para ayudarte a despertar, a saber quién eres, a encontrar tu camino... Pero sólo tú puedes hacerlo por ti, nadie puede vivir tu vida. Nadie más que tú puede."

Ante la pregunta de rigor,"¿Cómo estás?", hay pocas personas que esperan o están preparadas para recibir una respuesta poco convencional pero sincera. Y ante la mención del nombre de cualquier dolencia, la mayoría de la gente hace gala de su más flagrante ignorancia y se pone a especular, haciendo que la persona que está sintiéndose mal se sienta aún peor. Y sin embargo, La Biblia, el libro de autoayuda más leído y más vendido de todos los tiempos, asegura que para sanar sólo hace falta una palabra de aquel que tiene el poder de mostrarte el camino de tu propia sanación. También creo que a menudo apenas una palabra mal dada basta para enfermar.

Cuando todavía ni la medicina se aventura a asegurar cuál es la causa de muchas de las enfermedades que padecemos a pesar de todos los adelantos y el arduo trabajo investigativo que invierte en ello, la gente común y corriente, y mucho peor si se trata de la propia familia de uno, no tiene ningún reparo en tratar el tema como si el estar enfermo se tratara de una cuestión de pura falta de templanza, fortaleza, madurez o voluntad del paciente, que impacienta... 

Ejemplos de comentarios que he recibido que ilustran el punto:

* "Ah, eso debe ser porque te acelerás mucho.... ¿Ya probaste con terapia?" 
* "¿Pero vos te cuidás en las comidas?" 
* "Ojo con los medicamentos que te hacen más mal que bien: no abuses, ¿eh? ¿Por qué mejor en vez de tomar todo eso que te dio el médico no probás con la homeopatía?" 
* "¿Por qué no te vas a ver al Padre Ignacio en Rosario? Mirá que te curás de una, no es joda." 
* "Yo que vos me tomo tres días y me voy al convento de los monjes allá en Azul, en el medio de la nada: eso te depura completamente. Volvés totalmente renovada." 
  

Y una escucha mansamente, porque hay que soportarse mansamente, como dice también La Biblia, y piensa:"¿Por qué no respetarán lo que yo misma estoy haciendo por encontrar mi propia sanación? ¿Quién mejor que yo para aprovechar esta oportunidad de escuchar lo que mi cuerpo y mi alma me dicen y rectificar lo que hay que rectificar de modo que funcione para mí?"

Y al final se llega a la conclusión de que lo que más enferma es cómo se te revuelven las tripas cuando te das cuenta de que ni algunos de tus familiares te conocen en profundidad y aún así se creen con criterio, autoridad y derecho de juzgar tu forma de vivir y hasta tu forma de intentar ponerte bien cuando estás mal supuestamente por cómo vivís. Y ellos, que son tu propia familia, hacen poco por darte una mano en el día a día para que no te sientas tan sobrecargada, si es que es esa realmente la causa de mi mal, que afortunadamente no es nada grave, porque ni siquiera el gastroenterólogo que me practicó el estudio puede asegurar cuál es la causa ni me dio tantos consejos. Al contrario. El tipo, jefe de gastro en una clínica importante, un capo, tranquilo, cálido, muy gaucho, me dispensó su atención y me contuvo: "Ah, pero esto no es nada, señora. No le dé mayor importancia. Trate de evitar comidas pesadas, no ingiera aspirina ni ibuprofeno (cosa que no hago), y modérese con el café, el mate, el té y el alcohol (cosa que siempre hice). Aunque puede tomar, pero sin abusar (me volvió el alma al cuerpo...) Deje de funmar si fuma (lo logré hace tres meses), y vuelva a verme en un mes a ver cómo anda."

Sanarse es en gran medida ser capaz de encontrar el camino de la luz cuando nos cubre la oscuridad que siempre nos toca en algunos tramos del peregrinar por los días de nuestra vida. En buena medida, la luz viene cuando logramos dar ese paso indispensable para crecer que hace que nos transformemos, nos demos la oportunidad de un nuevo comienzo aunque van miles, aceptemos a nuestros seres queridos tal como son y dejemos de esperar que sean las personas que desearíamos o necesitaríamos que sean. Sucede cuando aceptamos nuestra vida tal como es, con todas sus maravillas y complejidades, sin que medie ningún milagro, sin escaparnos de viaje, estando presentes poniéndole el pecho a la coyuntura y procurando la mesura en todos los órdenes.

Igualmente, todos necesitamos contención para lograr todo esto, que es mucho, y que muchos ni siquiera jamás se lo plantean. ¡Qué importante y qué difícil es saber brindar contención y cuántas maneras sutiles hay de hacerlo! A propósito, quiero aprovechar la ocasión para decir dos cosas. La primera es que intentaré no dar más la lata con este tema, aunque fue para mí lo más importante que me sucedió en lo que va del año, por lo mal que me sentí, por el miedo que me dio ver mi salud amenazada y por todo lo que estoy aprendiendo, creciendo y reformulando a partir de ello. Y la segunda, es que ustedes, los que me comentan asiduamente, me han brindado un cálido y amoroso apoyo y una enorme contención que necesitaba para sentirme un poquito mejor día a día. Las palabras bien dadas han hecho mucho para volver a andar el camino de la luz.


A boca de jarro hoy les digo: ¡GRACIAS!

miércoles, 25 de julio de 2012

El ritmo del tiempo



"Los médicos y los psicólogos concuerdan actualmente en que el ritmo constituye un componente esencial del ser humano. El hombre tiene un ritmo de tiempo interior."

                    Anselm Grün, El misterio del tiempo, "Tiempo ritmado", Bonum.

Siempre que estoy convaleciente tengo la necesidad de buscar orientación y apoyo en libros que aparecen en ese preciso momento en el que más los necesito. Creo que la casualidad es causal: es simplemente que se agudiza la sensibilidad, que lo que pasaría inadvertido en momentos de fortaleza y omnipotencia no se escapa en tiempos de mayor fragilidad. Esto me sucede con los libros de Anselm Grün, monje y sacerdote benedictino, doctor en Psicilogía, Teología y Ciencias Empresariales, además de consejero espiritual, conferencista y voraz lector, que me ha llevado a aprender mucho gracias a que alimentado por sus lecturas se ha convertido en un autor prolífico de quien ya he leído una veintena de libros.

El misterio del tiempo se adentra en la vivencia moderna del tiempo comparándola con el mito griego de Cronos, que castró a su padre por envidia de su poder. Así Cronos logró derrocar a su padre y luego, haciendo caso de un oráculo que le vaticinó que sería destronado por uno de sus hijos al igual que él había hecho con su progenitor, Urano, cortándole los genitales, los devoró uno a uno tragándoselos ni bien nacían, de lo cual sólo se salvó Zeus, quien finalmente cumplió la profecía y derrotó a su padre.


Es esta la figura mítica o simbólica que ha moldeado nuestra percepción del tiempo en occidente, y al observarla entendemos por qué sentimos que el tiempo gobierna todo, que es necesario medirlo, frenarlo, acelerarlo, prolongarlo, ahorrarlo, gestionarlo, optimizarlo, a veces hasta matarlo. El tiempo así vivido devora todo lo existente, incluso en el momento preciso de producirlo. Se trata de un tirano que domina nuestras vidas con su paso mensurable, secuencial y cuantitativo, y que termina por engullir nuestros frutos dejándonos llenos de un vacío estéril que sólo genera presión y angustia.

Pero ya los griegos reconocían otra expresión del tiempo al que denominaban Kairós, también "Ocassio" para la cultura latina, el tiempo de las cosas, donde se combinan la potencia y la eficacia con la armonía y la mesura. Es también un dios pero el del momento oportuno y la medida justa. La naturaleza cualitativa de esta forma de experimentar el instante se asocia con un tiempo interno que tiene que ver con el fluir de la existencia pura y no se mide con el reloj, porque no transcurre sino que se plenifica en la vivencia del presente, en el que el pasado y el futuro se funden. Grün aclara que es un tiempo "agradable", "tiene buena calidad: se caracteriza por la gracia, el amor, la sanación, a integridad, la plenitud".  Es una dimensión donde Cronos se detiene y hace que el instante trascienda al margen de lo que marca el tiempo externo, el del reloj. Es, en definitiva, un "tiempo ritmado".

No es difícil entender a Kairós si pensamos en lo que representaba el tiempo para nosotros en la infancia, cuando pasábamos horas jugando sin preocuparnos por qué hacer después o cuándo finalizar. Es esa calidad de temporalidad en la que perdemos la noción de su paso y nos dejamos llevar por el fluir de la actividad que nos absorbe y nos resulta puro disfrute, como cuando hacemos algo que nos resulta placentero. Tal vez sea lo que más se acerque a lo que entendemos por felicidad.

Lo que sí es difícil para la mayoría de los mortales es asociar esta vivencia del tiempo con nuestra rutina, nuestro trabajo, nuestros quehaceres cotidianos. Kairós es lo que más escasea, lo que más añoramos, lo que buscamos en nuestros ratos de ocio y muchas veces somos incapaces de encontrar. Es que, según Grün, hemos perdido el ritmo. Sólo un ritmo que aligere el tiempo que marca el reloj, y nos libere de su tiranía mundana y utilitaria como si nos diera alas para conectarnos con el ritmo interno, el del alma, es el que hace que se evapore el agobio, la tensión y el estrés, el que nos permite experimentar el momento y sentir que formamos parte del inagotable fondo de lo Uno.

Cuando el cuerpo a través de ciertos síntomas nos hace saber que el alma sufre porque no respetamos su ritmo, porque hemos dejado de vivir de acuerdo a su propia cadencia y lo hemos tomado como lo normal, porque ya no nos movemos en función de la unidad cuerpo-alma que somos sino que intentamos estructurar las horas y encorsetarnos en la grilla que con ellas creamos por el hacer permanente que se impone, porque arremetemos contra el reloj sin encontrar sentido profundo al desborde y la agitación que sobrevienen, es precisamente cuando algo sucede que nos fuerza a entrar en la dimensión de Kairós y atisbamos el misterio del tiempo, que no es otra cosa que el misterio del  límite que nos es dado para vivir en este mundo y dejar nuestra huella. Conectar con este misterio es "una invitación a la esencialidad y primitivismo, a la autenticidad de el estar presente".

Veremos si todo lo que ha revelado esta lectura inspiradora y este proceso de sanación que seguirá su ritmo interno, y no el que los profesionales de la salud que me asisten vaticinan o el que yo misma desearía, se puede sostener a partir del lunes, cuando se acaba el tiempo del receso invernal y toda la familia vuelve a enfrascarse en la ineludible dictadura de Cronos, cuyo acatamiento hace que en ocasiones el alma emita un grito de dolor. Pondré todo de mí para que así sea.

Salvador Dalí, "Explosión del reloj"

A boca de jarro

jueves, 19 de julio de 2012

La barbarie en la civilización del ruido

RENE MAGRITTELa Decouverte De Feu, oil on canvas, 1934/5. 

"Barbarie y civilización son dos categorías de origen particular pero cuya aplicación puede ser universal. ... ser civilizado no significa tener estudios superiores, sino que se sabe reconocer la plena humanidad de los otros, aunque sean diferentes. No son bárbaros quienes no tienen buena educación o han leído poco, sino quienes niegan la plena humanidad de los demás."

Tzvetan Todorov, Semiólogo, filósofo e historiador de origen búlgaro y nacionalidad francesa, "¿Qué divide hoy a los bárbaros de los civilizados?, Clarín, Tribuna, Domingo 15 de julio de 2012, Copyright El País, 2012.


Todorov escribe esto como parte de un brillante artículo a propósito de una declaración del ex ministro del Interior francés, quien sentenció: "Para nosotros no todas las civilizaciones son iguales". A mí me deja pensando en días en los que intento hacer mayor silencio y se escucha más fuerte el ruido circundante. Muchas veces me sucede que al intentar estar en silencio encuentro que ese derecho inalienable de toda persona que se considera civilizada se ve privado sin permiso por el ringtone de un celular próximo, por toparse con un un ser alienado que parece que habla solo o se dirige a mi extrañada persona por las calles aunque en verdad está al habla con otro ser remoto en su dispositivo handsfree, por el ruido de una conversación ajena, por la charla interminable e irrelevante que la persona que se sienta cerca mío en un transporte o lugar público mantiene, sin reparar ni respetar mi silenciosa presencia, por la música que dejan hoy muchos jóvenes y no tan jóvenes emitirse por el altavoz de su dispositivo celular móvil, aún rodeados de una manada humana a la que no le queda otro remedio que oírla y soportar la polución sonora, o bien pasar por un bárbaro al requerir: "Por favor, ¿podría usted abstenerse de involucrarme en su privacidad, quiero decir, que tenga usted a bien mantener esta conversación donde no me vea yo forzada a ser partícipe involuntaria de la misma? ¡O bien váyase usted con su música a otra parte!".

Y agarrate Catalina si te animás a pedir algo así en el medio de un colectivo, un tren, un subte o hasta en un bar o restaurante, en medio de alguna clase, la sala de espera de un consultorio médico o en el mismísimo templo lleno, donde hay gente que a pesar de los ruegos que se le hacen de poner su teléfono en modo silencioso, recibe llamados en plena celebración religiosa y no precisamente de parte de Dios, queridos hermanos. No quisiera imaginar cómo podrían llegar a reaccionar estos bárbaros ante tal civilizado pedido para dejar aún más claro que lo son. Ni tampoco cómo lo harían, en respuesta automática de identificación con los pares, el resto de los bárbaros en la manada. Cualquier ser medianamente civilizado lo pensaría dos veces antes de hacer semejante solicitud, precisamente por temor a la reacción aplastante de la barbarie.

Ahora bien, me pregunto como lo hace Todorov si "¿... es que debemos renunciar a todo juicio de valor sobre un hecho cultural con el pretexto de que no es el nuestro?". La pregunta es obviamente retórica. La barbarie reside en la renuncia a mi derecho de exigir que el otro, diferente, armado hasta los dientes con aparatitos parlantes, sonoros y polifónicos, niegue mi humanidad avasallándola, ignorando mi presencia, invadiendo mi espacio de escucha y mi derecho a ser diferente, ni mejor ni peor, simplemente diferente en el reconocimiento de que la humanidad de los demás me está quitando la propia, en tanto impide mi elección del silencio y mi sentido de preservación de la privacidad, al pretender simplemente no entrar en sus asuntos íntimos, al no tener ganas de escuchar el repertorio musical que es de su agrado, al aspirar a que no se niegue ni se desestime mi humanidad silenciosa.

La opción que queda y que algunos que se consideran civilizados propondrían o de hecho han asumido como patrón de comportamiento social normal es sumarse a la barbarie, taparse los oídos con un par de auriculares y subir el volumen del Mp3, 4 o 5, el iPod o el mismo celular para que el ruido propio tape al ajeno en la enajenación, elevar el volumen del altavoz del celular para que mi música suene más fuerte que la del bárbaro más próximo, mi prójimo, y caer así de lleno en la barbarie de la civilización del ruido.

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