domingo, 24 de febrero de 2013

Pongo rumbo al horizonte




 "Puse rumbo al horizonte
y por nada me detuve,
ansioso por llegar
donde las olas salpican las nubes.


  Y brindar en primera fila
con el sol resucitado,
sentarme en la barandilla
y ver qué hay del otro lado.

Y cuanto más voy pa' allá
más lejos queda,
cuanto más deprisa voy
más lejos se va."

                                                       "El horizonte", Joan Manuel Serrat.

  Me jugué y gané la apuesta ampliamente, señoras y señores. Aunque no me pone contenta ver que tan sólo la referencia al sexo resulte un gancho tanto más eficaz, un caza lectores tanto más eficiente que el intentar pensar sobre la compleja y diversa realidad que me toca vivir, que es la propuesta de este espacio de reflexión en el que últimamente se ha estado hablando de emociones negativas y enfermedad porque es eso precisamente lo que estoy transitando. La entrada sobre inteligencia erótica arrasó en número de visitas y comentarios, simplemente por el título, ya que está basada en una charla que seguramente la mayoría de quienes visitaron la página no escucharon, por el tiempo que insume, la barrera del idioma y la ausencia del material que muy posiblemente buscaban y no encontraron. No me cabe duda de que ese largo texto que resume las opiniones de la sexóloga Esther Perel, mechado con mi propia visión y vivencia del deseo en la pareja de larga duración, que podría rotularse como poco sexual, pacata, pasada de moda y hasta con cierto tufo a moralina, desilusionó al importante número de visitantes que llegó a ver de qué se trataba pero que no se encontraron con el contenido que imaginaban. Apenas dieron con una señora sexy en un video, con un parecido poco casual a Sharon Stone en "Bajos Instintos", al pie de una larga reflexión personal de lo más aburrida. Y, sin embargo, sólo por la mera mención del erotismo en el título, superó cómodamente en números a todo lo que he venido escribiendo este verano acerca de una realidad que, igual que el sexo, nos afecta a todos, pero, a diferencia del sexo, deserotiza y espanta, porque nada tiene que ver con el culto al placer y la juventud de nuestros tiempos: los cambios en la edad media de la vida y la enfermedad.

   Mis últimas entradas han sido fiel reflejo de todo el espectro de emociones negativas que afloraron al sentir que perdí la salud y con ella gran parte de lo que me identificaba con un "yo" agradable para mí misma y aceptable socialmente, sobre todo, desde lo funcional y lo estético: mi hermoso cabello largo que comenzó a debilitarse y a caerse, mis grandes ojos marrones que se secaron, se inflamaron y enrojecieron, la boca que prodigaba besos mojados y que ahora necesita de agua permanentemente, que saboreaba ricos platos que ahora producen ardor e inflamación y que hablaba y canturreaba sin parar en dos lenguas sin cansar la voz que hoy se resiente, mis articulaciones, que limpiaban, escribían, bailaban y ejercitaban sin dar queja y ahora duelen, mi piel que se bronceaba en verano y en la cual los perfumes resaltaban y ahora se reseca o erupciona como un volcán al mero contacto con la luz solar o un cosmético. Todo esto me hizo enojar y entristecer, ya que me forzó a tomar conciencia de mi finitud, llegando repentinamente a una edad en la que no esperaba algo así, a un punto de mi ciclo vital en el que habrá cambios incómodos aunque no letales que tendré que aceptar para los que la medicina no parece tener cura. Se me hizo claro que entré en un terreno que solemos temer porque aprendemos desde muy pequeños que nos hace feos, poco valiosos, invisibles o visibles a miradas que lastiman, porque incomoda, es desagradable y hasta nos hace sentir culpables de comportamientos pasados. Desde esta actitud de edadismo que llevamos impresa a fuego es desde donde también muchos afrontan la vejez misma y todo lo que ella conlleva: canas, arrugas, cambios corporales considerados antiestéticos, la supuesta falta de deseo y potencia sexual generada principalmente por lo que social e hipócritamente se espera del sexo y se toma como norma, falta de energías y vitalidad, achaques, dolor y muerte.  Por eso es que hacemos e invertimos tanto tiempo y dinero en retrasarla, disimularla u ocultarla.

  A pesar del desconcierto que me producen los síntomas, a mis 44 años, una historia clínica sana y sin un diagnóstico definido todavía, ha sido muy interesante comenzar a transitar este camino de enfermedad que seguramente ha llegado a mí para enseñarme alguna valiosa lección que necesito aprender, para abrirme caminos de indagación personal que conduzcan a un destino incierto pero seguramente más auténtico y más conectado con lo esencial así como a la aceptación de la realidad ineludible de que la vida es cambio permanente. Pero más interesante aún resulta ver cómo reaccionan los otros frente a ésto, quienes de un modo u otro me acompañan, desde sus propias y entendibles limitaciones, como las mías. Algunos, muy cercanos, se enfurecieron conmigo hasta los gritos, acusándome de estar generando o agrandando yo misma el escollo con mi actitud temerosa que dio paso al enojo, la ansiedad y la desesperanza por momentos y que, según ellos, es lo que más enferma, a pesar de que no se adopta por voluntad propia: es lo que sale, lo que hay. Esos gritos, con rótulos y revelaciones acerca de la imagen que proyecto en quienes los profirieron, dolieron mucho. Otros intentaron tranquilizarme haciendo comparaciones con otros seres que se enferman mucho más seriamente, razón por la cual debería yo considerar lo que a mí me pasa una nimiedad sin importancia y seguir adelante sin prestarle mayor atención. Por supuesto me conmueve ver a esa chica de no más de veinte que vive en mi calle y se pasea con su cabeza pelada por el efecto de la quimio y con su pequeña hija de la mano. Me apena profundamente descubrir, al entrar al negocio de uno de mis mejores vecinos, que el tumor que le extirparon el año pasado se ha extendido y ha tomado ganglios, y verlo desmejorado y deprimido aunque de pie y trabajando, igual que yo. Pero yo, como esa chica sin pelo y mi vecino con cáncer, vivo dentro de mis zapatos. Puedo ponerme en los zapatos del otro por un rato, puedo empatizar y compadecerme, pero no puedo dejar de conectar con lo que siento que falla en mí y que hasta hace poco funcionaba bien. Como bien lo explica mi estimado y respetado Antonio H. Martín, autor de la bitácora Cuaderno Nocturno, en uno de sus últimos textos, "A partir del caos": "De momento, sólo diré que parece que cada uno tiene su particular estilo, un modo personal de percibir y de reaccionar ante los hechos de la existencia, como una actitud natural no elegida, un lenguaje individual, y desde ahí camina y vive."
  
  Entiendo que la actitud con la que encaramos la existencia toda, en las buenas y las malas, no se elige a voluntad de un menú disponible, y que resulta harto difícil manejarla o dominarla de acuerdo a lo que nos conviene. De otro modo, no habrían muerto cientos de miles de almas en campos de concentración y sobrevivido sólo algunos que, con su enorme entereza y sabiduría, han dejado testimonio de la actitud de vida que permite lograr superar semejante atrocidad, como Viktor Frankl, por ejemplo. Se intenta no sufrir ante el dolor y la pérdida, pero no es tarea simple. Me admira lo que llaman "la práctica del no sufrir" de la que hablan los budistas. Según dicen, Buda vino a enseñarnos que aunque el sufrimiento es parte de la condición humana, no es necesario. Esto no quiere decir que el dolor no exista –el dolor es inevitable ya que sentimos. Sin embargo, insisten en que al practicar el arte del no sufrir, se aceptan los hechos de la vida y las lecciones que nos vienen a enseñar. Si estos hechos son dolorosos, naturalmente sentiremos dolor, pero no lo intensificaremos mentalmente agravando la historia que creamos y diciéndonos: "Esto es devastador. No puedo soportar  vivir así. Es demasiado para mí. Me va a arruinar". Según dicen, somos capaces de convertir el dolor en ganancia, de escribir un relato heroico de los hechos en el que el dolor sea una parte importante de nuestra curación y liberación y no una historia que nos confirme como víctimas y nos condene a un sufrimiento aún mayor. Se debería poder renunciar al sufrimiento y así dejar de aprender lecciones a través de traumas, conflictos y enfermedades para llegar a ser capaces de comenzar a aprender directamente del conocimiento en sí. Pero me temo que yo no he llegado a ese grado de iluminación o no he aprendido todavía a romper con este karma, aunque no pierdo las esperanzas. 

   No es mi intención regodearme en la infelicidad ni escribir sobre lo que se ha ido para no volver. No es mi intención dar lástima, dejar salir el vapor de mis malos humores o buscar que quienes me leen y comentan se vean forzados a darme ánimos y a ir perdiendo el interés de leerme porque sé que la temática no exhala positivismo ni alegría, y eso tiende a espantar hasta a los más compasivos de los seres. Por lo tanto, aquí hago un alto en el camino, me doy una pausa, me tomo las vacaciones que no me tomé de los médicos que encontré, los exámenes de laboratorio y los desvelos y pongo rumbo al horizonte. Entre tanto, me voy reincorporando, visiblimente distinta, diría desmejorada, pero es una impresión subjetiva comparada con aquella que no volveré a ser, a la rutina escolar de mis hijos y a mi trabajo, y continúo con los tratamientos paliativos y a la espera de definiciones. Todavía me quedan un par de buenos especialistas más por consultar, que por fin han regresado de sus vacaciones. Por eso éste es el verano de mi descontento, el más largo de mi vida, casi un invierno con poco sol. Me refugio en las caricias y el apoyo de mi núcleo más íntimo: mi esposo y mis hijos, mis verdaderos soles. Y cuando vuelva, tal vez haya crecido y podré dar algún otro testimonio más luminoso e interesante, algo más de una nueva "yo" que haya crecido y aprendido las lecciones necesarias del camino de la enfermedad que le ha tocado transitar, como a tantos. Me llevo una cita que publicó otro autor de blog amigo:


"Tu enfermedad refleja una desarmonía interior, en tu alma. Tu enfermedad es tu aliada, te señala que mires en tu alma, a ver qué te sucede. ¡Dale las gracias: te brinda la ocasión de hacer las paces contigo mismo!"

Cita de Ghislaine Lactot tomada de "Sánate a tí mismo" por mj en Eternauta.       

¡Que así sea!  

 
A boca de jarro 

domingo, 17 de febrero de 2013

Inteligencia erótica



"The very ingredients that nurture love — mutuality, reciprocity, protection, worry, responsibility for the other — are sometimes the very ingredients that stifle desire." 

"Los mismos ingredientes que alimentan al amor, el compañerismo, la reciprocidad, la protección, la capacidad de confiar en el otro, la preocupación, la responsabilidad, son a veces exactamente los mismos ingredientes que apagan el deseo." 

                               
Esta cita resume el concepto básico que sustenta una charla de casi veinte minutos de duración dada por Esther Perel, psicoterapeuta, sexóloga y antropóloga belga que seguramente muchos considerarán atractiva sexualmente a pesar de  o, más probablemente, gracias a , la evidente artificialidad estética que disimula su edad cronológica. Perel, conferencista en Ted Talks New York, investiga los secretos del deseo sexual y el erotismo en sus expresiones multiculturales basándose mayormente en sus viajes por el mundo y en su práctica de consultorio de apoyo a parejas en crisis en Nueva York, ciudad donde reside actualmente. Es además autora del libro Inteligencia Erótica y Mating in Captivity: Reconciling the Erotic and the Domestic. Me resultó interesante escucharla por el sentido común que avala todo lo que afirma en un inglés fluido, que maneja además de otras ocho lenguas. No viene a decirnos nada nuevo a quienes estamos en relaciones de pareja hace años. Lo que resulta novedoso e indudablemente efectivo como gancho comercial para vender es el acuñamiento del término "inteligencia erótica", ya que estamos más o menos familiarizados con la idea de inteligencias múltiples, pero ésta no aparecía en la lista que confeccionó el poco erotizante Howard Gardner, y que hasta podría llegar a considerarse como un aspecto ligado a la inteligencia interpersonal, aunque el erotismo no implica necesariamente el trato con otro u otros. Perel insiste en el rol central de la imaginación y el juego en el deseo, a tal punto que sentencia que el sexo no es algo que hacemos sino un lugar al cual nos transportamos.

La idea es reconciliar lo que a primera vista parece irreconciliable: el amor que perdura a través del tiempo, dentro del marco de la pareja monogámica — especie en extinción según los expertos , que en nuestros tiempos convive el doble de años que aquella para la cual el matrimonio era un pacto económico cuya principal función era la procreación, con una vida sexual plena y satisfactoria. La pregunta que ella misma hace e intenta responder es cómo se logra reconciliar estos dos aspectos: el amor y la realización sexual por años. Como respuesta, da pautas un tanto vagas, que no contemplan ni la naturaleza del ciclo de la vida ni la realidad de millones de seres, especialmente la de los habitantes del siglo XXI, en mi humilde entender. Describe acertadamente lo que sucede con respecto a  lo que esperamos quienes nos embarcamos con amor y pasión en esta aventura actualmente. Cuando decidimos vivir en pareja es porque buscamos un lugar de pertenencia más allá del hogar paterno, alguien que nos ofrezca seguridad y respaldo, tanto económica como afectivamente, un cierto estatus social, permanencia, responsabilidad, protección, una familia, todo aquello que consideramos y asociamos con la noción de "hogar". Y al mismo tiempo, sentimos una fuerte necesidad erótica alimentada por lo que percibimos como la adrenalina de "el viaje": la aventura, la novedad, el misterio, el riesgo, el peligro, lo prohibido, la transgresión, todo ese cosquilleo que nos brinda un amante fogoso, que a su vez es un confidente, un compinche con cierto grado de atrevimiento sexual que alimenta el erotismo. Pero todo esto lo buscamos en esa misma persona de la que pedimos familiaridad y estabilidad, con quien compartimos la cotidianeidad y con quien solemos traer hijos al mundo ("El sexo hace bebés y los bebés destruyen el deseo", dice Perel, logrando complicidad risueña con su mayormente joven audiencia en un momento de su exposición). Razones por las cuales el misterio deja de serlo en poco tiempo y hace que se marchite el deseo sexual, que era un elemento fuerte en los comienzos de la relación. Es entonces cuando la pareja puede salir en busca de ayuda profesional como la que Perel ofrece o a comprar sus libros, sintiéndose disfuncional, como diagnosticarían muchos psicoterapeutas.

El dilema, según ella, reside en compatibilizar el amor de pareja con una vida sexual satisfactoria dentro del marco de la monogamia con hijos, aunque ya no tantos como antaño, y a largo plazo, algo inaudito en la historia de la humanidad. Estos son los dilemas que nos plantea el amor erótico en nuestros tiempos según esta señora, donde parece haber una crisis del deseo. Esperamos que la pareja cubra necesidades de las que antes se encargaba el clan o la aldea. Y sin embargo, ella insiste en que es posible lograr reconciliar esas dos realidades, la del sentido de protección y el de aventura que foguea la pasión con una misma pareja. "Amar es tener, mientras que desear es querer", afirma, y eso implica cierta distancia cómoda desde la que podemos vislumbrar a nuestra pareja en su propia salsa, fluyendo en su medio y alejado prudencialmente de nosotros, radiante y vibrante haciendo aquello que como individuo lo enciende. Y es gracias a esa visión del otro conocido que vemos con ojos nuevos que el deseo surge o resurge en nosotros. Al ver a quien me resulta tan familiar bajo la luz de lo novedoso, en ámbitos que no solemos compartir pero que alimentan su individualidad, dice Perel, nos excitamos: cuando lo vemos "en escena", en su medio, lleno de autoconfianza y asertividad, cuando lo vemos en una reunión o en una fiesta siendo requerido y codiciado por otras u otros, por ejemplo, es cuando logramos ver lo conocido como un misterio atractivo que deseamos porque sentimos que se ha alejado, que se ha salido del ámbito de lo que tenemos o de lo que dependemos o necesitamos. "No hay necesidad en el deseo, hay simplemente un querer poseer al otro sexualmente", explica. Y al verlo distante, aunque conviva conmigo, me sorprende lo inusual de la visión y se enciende la pasión. Y cita a Proust para no dejar dudas: "El misterio no es viajar a lugares nuevos sino mirarlos con ojos nuevos."

Me pregunto para qué tipo de personas esta disquisición puede llegar a resultarle trascendente en tiempos en los que sentimos que flotamos a la deriva en muchos ámbitos, incluido el sexual. Para los millones que luchan por sobrevivir en un mundo en donde hay hambre, guerras, crisis de todo tipo, despersonalización y que nos deja solos y desprotegidos en tantos aspectos, creo que no. Para aquellos que aceptan con madurez el ciclo natural de la vida, esa explosión hormonal que caracteriza a una etapa que luego da paso a otra en la que las hormonas se acomodan, si se crece y se evoluciona adultamente acorde con el calendario, y las prioridades cambian, aún amando a nuestra pareja y manteniendo una intimidad sexual satisfactoria, y prevalece el compañerismo, el diálogo, la toma de decisiones compartidas con respecto a lo que esa pareja ha construido por y a través del deseo, me parece que tampoco. Hay poco espacio para la imaginación y lo lúdico en el mundo porque así se nos impone la realidad a los ciudadanos de estos tiempos líquidos, como los describe agudamente el brillante y galardonado sociólogo, filósofo y ensayista polaco Zygmunt Bauman de 87 años. 

No sé qué pensarán ustedes, pero personalmente, después de casi veinte años de compartir mi vida y mi cama con el mismo compañero, el secreto del deseo en nuestra relación se encuentra en la risa cómplice, en su mano sobre mi hombro y sus dedos deslizándose por mi espalda al caminar juntos por la calle, sus caricias tangibles y etéreas, las del alma, sus gestos de caballerosidad amorosa, sus ojos, donde siempre veo al hombre a quien elegí y sigo eligiendo y veo el reflejo de aquella que fui y a quien él eligió y sigue eligiendo, porque me miran desde las profundidades de un amor que ha recorrido un camino intenso, nuestros códigos secretos, que sólo tienen sentido para nosotros susurrados apenas al oído, nuestra historia en común. Contrariamente a lo que afirma Perel sobre los bebés, los hijos que trajimos al mundo me han erotizado profundamente, e intuyo que me han hecho mucho más inteligente eróticamente, aunque la idea de esta inteligencia según su explicación no termina de cuajar para mí. Contrariamente a su opinión de que "Cuidar del otro es un poderoso anti-afrodisíaco", a mí me erotiza cuidar de los míos, porque el erotismo es un océano que se sale de los cauces de la sexualidad e inunda el cuerpo, el amor y la vida toda cuando es vivido en plenitud. La maternidad y la paternidad, sanamente entendidas y ejercidas, sin perverciones que lamentablemente abundan y dañan profundamente, son sumamente erotizantes, en el sentido del erotismo que esta mujer no contempla y que va mucho más allá de la genitalidad a la que ha quedado reducida en este siglo la compleja, rica y cíclica sexualidad humana, a quienes muchos intentan emplear como objeto de estudio para generar aún más insatisfacción con la vida que llevamos y así vendernos soluciones facilistas que no aplican a la individualidad, la marca más distintiva de nuestra especie. Y les digo más: me juego a que simplemente el título de esta entrada atraerá muchísimas más visitas al blog que todo lo que he venido escribiendo últimamente, que tiene mucho más que ver con la realidad de tantos, porque el sexo se ha convertido es un dios que ocupa el vacío que ha dejado ese Otro que ha quedado eclipsado, entendamos la divinidad como sea que la entendamos. Les dejo el video de la charla en inglés con acento francés y subtitulada al español para quien quiera escucharla.






A boca de jarro

miércoles, 13 de febrero de 2013

Las doradas manzanas del sol


"Aunque estoy viejo de vagar
A través de tierras vacías y de tierras montañosas,
Descubriré a dónde ella ha ido
Y besaré sus labios y tomaré sus manos;
Y caminaré entre el cálido, largo y moteado pasto,
Y recogeré hasta que el tiempo y los tiempos se acaben
Las plateadas manzanas de la luna,
Las doradas manzanas del sol."


                                                                      W. B. Yeats


 Acabo de releer un cuento corto cuyo título, "Las doradas manzanas del sol", da nombre a una colección entera de Ray Bradbury en la cual figura último, y que a su vez cita textualmente la última línea del poema del irlandés W.B. Yeats "The Song of Wandering Aengus" ("La canción de Aengus el errante"). Este fue el verano más atípico de mi vida. Un verano en el que anduve errante, como Aengus, quien en ese breve poema busca a su amada que se fue, como yo estuve y sigo buscando lo que amo y siento ido. Y el título de este cuento en la edición que tiene mi esposo, ya algo amarillenta y en español, fue una de las pocas cosas que me tentaron como lectura últimamente. La clave, creo, está en el sol, ese sol cuya energía los personajes del cuento buscan en su fantástico viaje al Sur, rumbo al sol, aunque no hay direcciones en el espacio para estos hombres en busca de la luz que el capitán de ojos de oro fundido encuentra de todas formas y atrapa; y el sol que faltó en este verano mío que se me hace interminable, y al que ayer, sacando cuentas, descubrí que aún le queda un poco más de un mes de vida.

El relato narra la expedición de un grupo de humanos que tiene como objetivo arrancar un pequeño trozo de la superficie  solar y traerlo a la Tierra. De igual manera que, según piensa el capitán, ya a punto de alcanzar su meta, un millón de años antes de ese sideral viaje un hombre desnudo en una solitaria senda norteña vio un rayo que hería un árbol y lo atrapó en sus manos desnudas para dárselo a su gente como el don del fuego, tal vez la esencia misma del verano, ahora el grupo de expedicionarios espaciales quería obtener aquel otro fuego que llevaba en su seno el secreto de su energía inacabable que guiaba y llevaba vida a los planetas, un trozo de la candente superficie que el capitán de la expedición captura en su Copa de Oro, "un poco de la carne de Dios", según Bradbury. Al final de la narración, la tripulación de la nave interplanetaria Copa de oro, llamada también Prometeo y el Ícaro, cuyo destino era el sol del mediodía, se precipita en la fría oscuridad alejándose de la luz y rumbeando al Norte con la sonrisa fresca de un trozo de crema helada en la boca, habiendo cumplido su misión. 

Mucho se habla del sol. Se dice que estamos entrando en una etapa de tormentas solares que, como si de un cuento de Bradbury se tratara, representan una amenaza para nuestro planeta procedente del espacio. Nos dicen que daña hasta al pelo en verano y nos compramos shampoo reparador para nuestro cabello reseco aunque luminoso. Las mujeres de cutis más bello e inmaculado declaran que su secreto reside en evitar la exposición solar y en la protección extrema y permanente de su piel contra los rayos nocivos del sol, sobre los cuales no se cansan de alertarnos los especialistas. Vemos cientos de publicidades de productos que funcionan como protectores, bloqueadores o pantallas solares cada verano. De hecho, en casa hay varios dando vueltas, con distintos grados de factor de protección y distintas características: resistencia al agua, humectación, propiedades autobronceantes y demás yerbas. Tantas cosas, que cada vez se hace más complicado decidir cuál comprar. Pero lo peculiar de este verano es que no me expuse al sol. Y eso que adoro hacerlo, me hace bien, me llena de energía en su justa medida y a las horas en que no lastima, como le sucede al capitán de la nave que viaja al sol en el cuento, y sobre todo me hace bien verme al espejo con mi piel bronceada y mi mejillas enrojecidas como manzanas, las doradas manzanas del sol.
   
Intenté un par de veces sentarme al sol con mucho protector, anteojos y libro, pero mi piel este maldito verano reaccionó mal al astro rey. Hubo sarpullidos, enrojecimiento y ardor inauditos, y me asustó ese sol que amo, que me conecta con la vida y en buena medida con la salud, ya que el sol es fuente de la indispensable vitamina D que después si falta nos dan  tomar en cápsulas. Por fin me lo confirmó la especialista que me trata cuando le comenté acerca de lo que me andaba pasando con la piel: "Evite exponerse al sol como lo viene haciendo" sentenció, desde su lánguida palidez. Y al aprobar la conducta que adopté como preventiva por instinto, me entristeció, porque también confirmó esa sensación de que me pierdo otra cosa más que amo, aunque yo sigo buscando entre tierras vacías y montañas con esperanzas errantes, como Aengus.

Este verano se me perdió el sol. Está ahí afuera, sus rayos le dan color a la piel de mis hijos, cachorros llenos de energía y luz que juegan y nadan bajo el sol todas las tardes sin que pueda acompañarlos, así como irrumpen y colman las habitaciones de mi casa y levantan la temperatura que sólo aplaca el aire acondicionado, que también daña: ojos y vías respiratorias se resecan con lo que hemos creado los humanos para aliviarnos de un sol que se tornó implacable y que no soportamos ya ni adentro de nuestras propias viviendas cuando el verano citadino aprieta. Y ni hablar del consumo de energía y el daño que ésto causa al medio ambiente.

Otro poeta, pero catalán él, también amado como el sol del recuerdo de una juventud dorada con sus amores de verano, Joan Manuel Serrat, un romántico en el sentido moderno del romanticismo que celebrarán mañana muchos alrededor de este mundo, que sigue girando alrededor del sol y que se muere sin él o tal vez muera por él, como predicen algunos e incluso como sucede con tantas cosas y seres amados, dice en una de sus canciones más intensas, grabada a fuego en mi memoria:

      "No hay nada más bello que lo que nunca he tenido  
Nada más amado que lo que perdí
    Perdóname sí hoy busco en la arena  
Esa luna llena que arañaba el mar...
   

¡Queda la luna! Esa luna que alumbra las horas oscuras y que llevo en todos mis lunares como marcas del sol que me bendijo tantas veces con su luz. Buscaré entonces las plateadas manzanas de la luna, no sin perder las esperanzas de recobrar pronto, quizás cuando acabe el verano, las amadas y doradas manzanas del sol.


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