domingo, 31 de marzo de 2013

De vía crucis, muerte y resurrección

 
"El descendimiento", Roger Van der Weyden



 "El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada."
                                                                                                               La Biblia, Juan 20, 1.


  Soy una mujer de fe. Me han transmitido la fe que profesé a lo largo de mis días seres entrañables que me enseñaron a amar amándome desde sus humanas limitaciones y la profeso transitando diferentes relieves: a veces desde los valles, otras, escalando las empinadas montañas de los desafíos que se me presentan, aferrrada a ella como a un arnés, de puro cobarde, una fe miedosa pero humana al fin, y otras desde la aridez de desiertos en los que parece diluirse y perderse como granos de arena entre los dedos.
  
  Este último año ha puesto prueba a mi fe como ningún otro y ha sido parte como una montaña, parte como un desierto. Me enfrenté a la enfermedad de seres queridos que emergieron airosos y siguen peregrinando y me pasó lo que no esperaba a estas alturas del viaje, por pura soberbia: enfrentarme con la enfermedad propia. Tengo la fortuna de no haberme encontrado con un enemigo letal, sino poco familiar, tanto para mí como para los que se asume como bastiones de contención y apoyo en estos escollos: los médicos.
  
  En los últimos cuatro meses realicé un vía crucis por media docena de profesionales médicos, especialistas superespecializados que me desorientaron más de lo que los síntomas me desconcertaban. Y no los culpo. La medicina finalmente se ha convertido en una ciencia fragmentada que observa a cada ser bajo un minúsculo microscopio en una de sus partecitas dolientes y el resto del cuerpo es enviado a otro especialista que se encarga de observar ese otro pedacito del cuerpo del cual sabe, y así vamos pasando las estaciones de nuestro vía crucis de padecimientos con más dudas y miedos que certezas. Creo que todo esto me enfermó más que la enfermedad misma. Además de la lotería biológica y la herencia, que nunca es un millón de dólares en mi caso, mucho de lo que me enfermó se debe a los efectos de cargar con una cruz que resulta a menudo demasiado pesada, tuve que admitirlo, aunque me creía todopoderosa.
   
  Tanta fragilidad laboral, económica, social, tanta incertidumbre, tanto hacer agua en un desierto terminó por secarme. Y según me explican algunos, lo mío, seguramente un síndrome autoinmune, se ha hecho muy común, sobre todo en mujeres de cuarenta y aún más jóvenes, que hemos comprado este arma de doble filo que implica obtener y mantener cierta independencia en el plano económico y autorrealización en el profesional, pero que también queremos seguir siendo las madres y esposas que eran nuestras abuelas. El peso adaptativo de una vida de ajetreo sin tregua y acumulación de tensiones se llama precisamente "carga alostática" y su costo es la salud. Pero resulta que para curarme, la aumenté en lugar de alivianarla. 
  
  Empezó todo con un oftalmólogo que me vio por una queratitis reticente, refirió ojo seco y me derivó al reumatólogo. El reumatólogo pidió una batería de análisis que no arrojaron un resultado certero del diagnóstico presuntivo y quedamos en seguir explorando más adelante. Además abrió el abanico a otras rarezas, como una posible celiaquía o una mala absorción de ciertos nutrientes.

   Luego me fui a ver a una endocrinóloga porque mi cabello caía como las hojas de los árboles de este bello otoño, pero no me resultaba en lo más mínimo bucólico. Se me estudió la tiroides, se detectó la presencia no alarmante de ciertos anticuerpos, un agrandamiento de la glándula y combinamos repetir las pruebas en tres meses. Me fui entonces a una dermatóloga que frenara de alguna otra forma que no fuera con el suelo la caída de mi pelo. Me recetó medicación hormonal, un suplemento de aminoácidos y dos lociones que me aplico a diario. Difícil no sentirse enferma viviendo de este modo o pensar en qué sería de mi y de mi bolsillo, gastando fortunas en remedios, mayormente cosmetológicos, cuando envejezca. Naturalmente comencé a sentirme seca, vieja, algo muerta en vida. Mi piel comenzó a reaccionar diferente al sol, al contacto con el desodorante, al perfume que adoro, al maquillaje de siempre. Tuve que adquirir nuevos productos especiales para pieles hipersensibles e ir cambiando mis maquillajes por otros más costosos e hipoalergénicos que no me hicieran brotar en sarpullidos y enrojecimientos inusuales.
   
  De allí me fui a la ginecóloga, ya que la endocrinóloga estuvo de acuerdo con el oftalmólogo y la dermatóloga en que la causa de todos mis males podría ser también la menopausia, y si bien la idea no me resulta del todo ajena, tengo 44 años y hasta ahora ningún indicio de irregularidad que indique siquiera la entrada a esa etapa. Se supone que desde el comienzo del climaterio hasta la menopausia pasan años, al menos, largos meses: no era posible que todo estuviese pasando en cuestión de semanas. Pero a palabra de médico no se le miran los dientes. Allí fui y, según ella, nada que ver con la menopausia todavía. Faltaba la gota que rebalsó el vaso: el estomatólogo, quien supuse definiría el diagnóstico del síndrome de Sjögren, que en principio me dijeron que padezco, ese mismo día, con una biopsia de glándula salival. 

  El señor me recibió en su lujoso consultorio céntrico, rodeado de títulos y distinciones, y luego de una mañana de trámites, una hora y media de viaje y veinte minutos de demora en el turno me dijo que el procedimiento debería pautarse para otro día ya que era quirúrgico y requiere de anestesia y sutura. Se realiza una pequeña incisión en la parte interna del labio inferior para extraer una muestra que debería llevar yo misma a un patólogo, quien determinaría si tengo un gran, mediano o pequeño Sjögren, que, de todas formas, no tiene cura. La intervención es minúscula pero produce inflamación, se aplican dos o tres puntos en una zona que puede infectarse fácilmente y causar más molestia y dolor del que convive conmigo desde junio del año pasado, cuando empezó este malestar bucal y me vio mi odontóloga de toda la vida. Ella le restó importancia al cuadro, me recomendó tomar mucha aguita, consumir caramelos ácidos, lubricar bien los labios, incrementar la dosis de tranquilizantes y hacer terapia. A terapia no fui. Gracias que siendo hija y hermana de médicos clínicos ya trancé con la homeopatía. Desde luego, la biopsia quedó en stand-by: dudo que me la vaya a hacer. Según el catedrático estomatólogo, la molestia post-quirúrgica se pasaría con mucho helado y sin hablar. El pequeño inconveniente es que trabajo con la boca enseñando inglés. Además la inflamación de encías y molestias bucales que parecían responder a una condición conocida como xerostomía, o boca seca, no le pareció ser tal, por lo cual me derivó a... ¡un periodoncista!

   Esa tarde salí del consultorio, me metí en un colectivo abarrotado, palpé el caótico interior de mi cartera para desenterrar la batería de lágrimas, gotas y ungüentos oftálmicos con los que iba armada a todas partes y me di cuenta de que no estaban allí, sino que habían quedado en mi heladera, que con el correr de las semanas se había convertido en la de una farmacia. Hacía medio día que no me aplicaba gotas y no se me había caído un ojo. Mis dedos se encontraron con un espejito con el que andaba peleada. Lo saqué en medio del colectivo lleno, me miré los ojos con toda la objetividad de la que soy capaz y noté con alivio que eran los de siempre: ni más ni menos rojos que de costumbre. Me miré a los ojos. Eran los ojos de Fer, los ojos que hablaban de un alma enojada, agobiada, asustada, triste, hambreada. Fue una liberación encontrarlos ahí, como un morir y volver a nacer. Cuanto más siguiera así, más me haría dependiente de tanto médico y tanto remedio y más enferma me sentiría. Así que allí mismo, justo a la altura de Parque Centenario, camino de vuelta a casa, decidí parar. ¡Basta de médicos por un tiempo!

  Sigo usando la medicación de acuerdo a las necesidades. Voy aprendiendo a sintonizar con mi cuerpo, a escucharlo y decodificar lo que necesita. Me di cuenta de que ante todo mi mente necesita tranquilidad, aceptación y no desesperación. No me estaba muriendo, aunque se sabe que morimos un poco cada día. Así sentí que renacía a una nueva vida, ya no la de antes, pero tampoco una vida enferma. Simplemente una vida que, como reza una cita que encabeza a un sitio de Sjögren que visité muchas veces para aprender sobre mi presunto mal, deberá ser vivida como tal, no como una enfermedad. La cita es de Gustav Jung, un maestro para mí en mi transito por la vida adulta, y su eco fue lo que finalmente me hizo resucitar.

A boca de jarro

domingo, 24 de marzo de 2013

Houston, we've got a problem...




Mis últimas entradas no han sido actualizadas por Blogger en los escritorios de los blogs amigos que tienen a bien seguir y mostrar mis publicaciones. Esta es una entrada de prueba para ver si, con la ayuda que he recibido de una colaboradora de Buzz (¿Light Year...?), logro solucionar el inconveniente. Me dice que es un problema con el bendito HTML, sigo sus instrucciones pero todo ha quedado congelado en el espacio exterior el 13 del 03 del 2013. ¿Será cosa de Dios o del diablo? Hasta he agregado mi propio jarro a mi lista de blogs para constatar el problema. Si esto sigue así, algunos (sólo se me permite agregar a diez), recibirán mis entradas por mail, o bien deberán tomarse la molestia de suscribirse a las entradas por correo electrónico, o simplemente pasar por aquí cuando gusten para ver si hay novedades. Sea como sea, a todos les agradezco el apoyo y la colaboración de siempre.

A boca de jarro

viernes, 22 de marzo de 2013

De estereotipos e individulidades


                                                                                
                                                

                                                                                                                                QUINO


¿Quién no conoce decenas de chistes de argentinos, "gallegos", que para nosotros son todos los españoles, "yanquis" o "americanos", es decir norteamericanos, franceses, brasileños, mal llamados por muchos aquí "brasileros", Católicos, Judíos y demás razas, etnias, credos y nacionalidades con las que estereotipamos humorísticamente a la inmensa y maravillosa heterogeneidad de grupos de individuos que han nacido en algún lugar del mundo por esas cosas del destino o que profesan un credo u otro por distintas razones? Acá va uno, muy oportuno si me permiten la afirmación:

"En una avión viajaban tres curas: un brasileño, un americano y un argentino. De repente, se apagó una de las turbinas. El americano rezó, le pidió a Dios que lo salvara, salió del avión y se estrelló contra el piso. El brasileño hizo lo mismo: rezó, se encomendó a Dios, saltó del avión y se estrelló contra el pavimento. Entonces el argentino empezó a rezar:

- Dios, ya sé que vos no me vas a fallar, que me voy a salvar porque vos no permitirías que muera el mejor de tus fieles.

El argentino se tiró, se abrieron las nubes, una mano lo tomó y sentenció:

- A este lo mato yo.  

Este tipo de humor tan nuestro refleja una verdad universal. Todos los habitantes de este planeta tenemos un chip en el cerebro que asocia personas con un estereotipo que forma parte del inconciente colectivo que engloba tanto a la idiosincrasia del pueblo al que pertenece su propia individualidad como un preconcepto generalizado sobre otras gentes. Lo cierto es que no todos aquellos nacidos bajo la misma bandera o más o menos practicantes de una cierta religión responden a esas características con las que solemos asociarlos. Esto también lo sabemos todos, quiero creer.

La cuestión es que con este asunto de un Papa argentino que causó revuelo y se tiñó de todas las ideologías posibles, con defensores y detractores, cuestionadores y fanáticos, catedráticos o legos opinólogos y tirabombas a sueldo, conservadores, progresistas, gente de centro y gente de izquierda, Católicos, Judíos, agnósticos, ateos e indiferentes, salió a relucir casi inconcientemente en mucho de lo que se ha dicho y escrito sobre la individualidad de este hombre, lo que el mundo tiende a pensar sobre nosotros, queridos y odiados argentinos, cosa entendible por muchas razones. Es exactamente el estereotipo que plasma el chiste que hasta nosotros contamos en nuestras mesas de café y nos hace reír. Es innegable que subyace un cierto preconcepto de que todos los argentinos somos tan apasionados y cabeza huecas como para que nos de igual Messi que Bergoglio y que por eso muchos estamos contentos. O de que ahora de repente somos más papistas que el Papa, como dijo una bloguera argentina que vive en Inglaterra. Me da la sensación, a riesgo de equivocarme, de que ha salido a relucir la idea de que somos sudacas de sangre caliente y poco cerebro. Esto dicho hasta por argentinos mismos, no me canso de recalcarlo. Muchos creen que todos pensamos que Maradona es Dios, nos enfervorizamos con Messi porque además de ser genial con el balón nació en Rosario, somos cholulos de Máxima Zorreguieta y la vamos de Gardel en la 9 de Julio y cuando andamos por el mundo. Admito que algo de ese triunfalismo debe ser cierto.

No obstante, para muchos argentinos, pensantes y apasionados, ya que una cosa no quita la otra, hay una larguísima lista de personas bajo nuestra bandera que nos despiertan una admiración menos ruidosa que no trasciende del mismo modo las fronteras. Acá va una y se que me voy a quedar corta, pero me pueden ayudar a completarla en sus comentarios: Favaloro, Milstein, Leloir, Borges, Cortazar Sábato, Gabriela Mistral, María Elena Walsh, Quinquela Martín, Quino y Mafalda, Caloi, Fontanarrosa, Piazzolla, Daniel Barenboin, Les Luthiers, Fangio, Vilas, Del Potro, Lalo Schiffrin, Julio Bocca, Juan José Campanella, el Rabino Bergman... Podría inclusive ampliar la lista con cosas nuestras que nos identifican positivamente, aunque a algunos de nosotros no nos gusten, nos caigan mal o las tengamos prohibidas por prescripción médica: el asado, los ravioles del domingo, la pizza con moscato y fainá, el vino tinto, el dulce de leche, el mate...


Es probable que con este listado no esté haciendo más que confirmar el estereotipo de argentina fanfarrona, el de aquellos que proclaman que Dios es argentino y por eso, en el chiste que cito, Dios lo quiere matar al argentino que muere, va al cielo a pesar de todo y se lo encuentra cara a cara, por soberbio. Dilma Rousseff bromeó en su encuentro con Francisco hace unos días diciendo que el Papa es argentino pero Dios es brasileño, y me pareció simpático y muy esclarecedor su chiste. Ante todo porque, a pesar de ser futbolera cuando de mundiales se trata y argentina, me caen muy bien los brasileños, a quienes tenemos como rivales odiosos y temidos en la cancha, donde los llamamos "brazucas de m...", discutimos para determinar quién es el mejor, Maradona o Pelé, y sentimos que, siendo pentacampeones, se creen "o mais grande do mundo", y además porque su comentario humorístico pone en evidencia ante un argentino que no se la cree lo que tantos piensan de nosotros. Es así y tiene su fundamento, nos guste o no, pero ojo al piojo: no somos todos iguales.

El miércoles atravesé la ciudad en colectivo, tren y subte, haciendo trámites, otro mal argentino, y me encontré con una Buenos Aires empapelada con pósters y afiches del Papa Francisco y con el obelisco enfundado en la bandera Papal. Los pósters y afiches son de proveniencia diversa, evidentemente. Es obvio que algunos responden a ciertos intereses creados a partir de esta proyección histórica que nos da el hecho de tener un Papa argentino que aún no hemos dimensionado y que medio país y medio planeta no termina de digerir. Pueden gustarnos más o menos, los podemos adjudicar a ese fervor bullanguero tan nuestro por cualquier cosa que huele a gol, a nuestra vena triunfalista y hasta podemos objetarlos desde nuestra propia ideología por estar teñidos de otra distinta a la nuestra, pero no creo que sean condenables. En todo caso, podríamos utilizarlos como herramienta de estudio para ver quiénes y cómo somos cuando no nos dejamos llevar por los lamentos del tango, la melancolía de los acordes de un triste bandoneón y el gris plomizo del cielo y el Río de la Plata. Porque además está también el prejuicio de que los porteños creemos que sólo nosotros somos argentinos, no el resto de los más de cuarenta millones de argentinos que habitan este extenso y variado suelo. No puedo dejar de pensar que otro hubiese sido el cantar si se hubiese elegido a un africano o a otro europeo más como Papa. Pero como canta el catalán Serrat y escribió Mario Benedetti "el sur también existe" y se hizo visible y materia de estudio y polémica con este acontecimiento.

Me resulta interesante ver cómo cada sector, cada grupo religioso e ideológico y cada país reacciona ante este hecho sin precedente y me sirve como una herramienta sociológica para seguir pensando en el ser argentina y habitante del diverso y heterogéneo mundo de hoy. Estaría buenísimo llamarlo a Zygmunt Bauman para que escriba sobre la argentinidad líquida (¡mirá que título que le tiré a Bauman!), pero ya está grande, lleno de guita, de premios y distinciones, cobra en euros, vivimos en el culo del mundo y no creo que le interesemos ni ahí.




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