viernes, 31 de mayo de 2013

Las palabras que nos dan miedo


Salvador Dalí , "Durmiente, caballo, león invisibles", 1930.


"The matter is difficult to put into words. For fear, real fear, such as shakes you to your foundation, such as you feel when you are brought face to face with your mortal end, nestles in your memory like a gangrene: it seeks to rot everything, even the words with which to speak of it. So you must fight hard to express it. You must fight hard to shine the light of words upon it. Because if you don't, if your fear becomes a wordless darkness that you avoid, perhaps even manage to forget, you open yourself to further attacks of fear because you never truly fought the opponent who defeated you."
                                               Yann Martel, Life of Pi, CanonGate, 2003.

"La cuestión es difícil de poner en palabras. Ya que el miedo, el miedo real, tal como el que hace temblar tus cimientos, tal como el que sientes cuando te ves confrontado cara a cara con tu mortalidad, anida en tu memoria como una gangrena: intenta pudrirlo todo, aún las palabras con las que lo nombra. Entonces debes luchar denodadamente para expresarlo. Debes luchar denodadamente para hacer brillar la luz de las palabras sobre él. Porque si no lo haces, si tu miedo se convierte en una oscuridad muda y sin palabras que evitas, y que quizás hasta te las ingenies para olvidar, te abres a más ataques de su parte, ya que tú nunca luchaste verdaderamente contra el enemigo que te derrotó."
                                                               
                                               Mi traducción. El subrayado es mío también, para mi mamá y Lola

  Estas palabras provienen de un bello libro que recibí de regalo porque adoro su magistral versión cinematográfica, titulada en español "Una aventura maravillosa". Me orejeó la página donde se lee este soberbio pasaje mi compañero de vida, quien sí lo está leyendo y disfrutando, y quien lo compró para mí. Pero yo no tengo suficiente tiempo para leerlo ahora, ya que vivo dando y recibiendo palabras en diversas lenguas, incluso las no verbales, desde mis diversos roles de madre, esposa, ama de mi casa, hija natural, política y adoptada, hermana, tía, cuñada, profesora de lengua inglesa, empleada, compañera de trabajo, vecina, ciudadana, autora de un blog, comentadora de unos cuantos, etc. Esas palabras son la sabia savia del libro de la vida que voy escribiendo con alegría en este tramo. Pero me quitan tiempo de absorber esa otra savia que viene de los libros y poemas que me obsequia o recomienda gente entrañable que también ama y honra la palabra a diario. 

  La palabra que más nos asusta, creo entender, es MIEDO. El miedo, como reflexionaba hace un par de días con alguien que me llama "mujer valiente", y sobre el cual escribí mucho, leí bastante, enfrenté, vencí y combato permanentemente en la realidad que me ha tocado vivir, tiene muy mala prensa, y sin embargo, he logrado amigarme con él, aún cuando emerge y me hunde en sus abismos de tanto en tanto. Como tantas emociones del espectro llamado "negativo", ha sido bastardeado, patologizado y empastillado. No obstante, es muchas veces una voz que debería ser escuchada, aún en aquellos casos en los que encuadra dentro de lo que nos paraliza y nos desborda, como alguna vez me ha sucedido como al mejor. Es una señal de alarma que todas las especies animales acatan por puro instinto de supervivencia. Y si nos desborda, no hay que salir corriendo al Borda. Hay que mirarlo a los ojos y entablarle una guerra a brazo partido hasta vencerlo, para que emerja de vez en cuando otras muchas veces, pero entonces, contaremos con las armas necesarias para ponerle coto. Como la luz del sol, la oscuridad del miedo, aunque no la veamos "...siempre está."

  Tenemos en la Argentina a un excelente médico y psicoterapeuta serio, Norberto Levy, quien escribió una serie de libros titulados La sabiduría de las emociones, breves reflexiones sabias al alcance del lego. Lo que escribe sobre el miedo es una biblia emocional para mí, ya que a pesar de que algunos me creen "valiente", me sé miedosa. Levy le dedica un capítulo a lo que caratula como "La dignidad del miedo", donde lo reivindica sin vanagloriarlo. Una breve cita de esa carátula basta para darse una idea del bien que hace esta emoción tan humana y útil:



"El miedo es una valiosísima señal que indica una desproporción entre la amenaza a la que nos enfrentamos y los recursos con que contamos para resolverla. Sin embargo, nuestra confusión e ignorancia lo han convertido en una emoción negativa que debe ser eliminada."


  El peor miedo que conozco es el miedo al miedo, ese que los psicólogos denominan "miedo anticipatorio", es decir, la certeza de la emoción asfixiante que se aproxima ante un hecho que hemos de enfrentar, y que genera ese angostamiento en la garganta tan tangible para el cual la palabra es angustia, otra que mete miedo. Se trata de un sentir muy humano, muy poco hablado a calzón quitado entre nosotros, pero espeluznante y difícil de combatir. Levy me enseñó que mi abuela tenía razón al decirme tantas veces que el miedo no es zonzo, o sonso, (ya no le tengo miedo a la RAE), ya que no existen miedos injustificados, ni siquiera esos que nos paralizan porque desconocemos su origen, y que nadie está totalmente libre de miedo, sino que quien se cree o es considerado valiente, es en verdad un ser que maneja las armas para luchar contra el miedo que ya ha sentido hasta los tuétanos y enfrentado otras veces, o bien quien lo reprime y sublima sólo para que le termine explotando en la cara como una olla a presión que indefectiblemente lo hará en alguna curva sinuosa del camino de la vida. El decirle a alguien de quien este gigante negro del alma se ha apoderado que no debe temer es un sinsentido mayúsculo e inútil, que además conlleva una descalificación de la dignidad de su persona y de la emoción misma, ya que el miedo ya lo tiene atrapado entre sus garras sencillamente porque no ha contado con los recursos para nos ser atrapado por él. El mejor consejo que se puede dar en esos casos es: 
-Enfrentate con tu miedo, escuchalo, intentá dialogar con él y cuando descubras su inutilidad y su efecto sobre tu luz, hacelo un bollo y tiralo al cesto de la basura, aunque no sea nada fácil y lleve tiempo. 

 Tiempo: otra palabra que asusta, ¿cierto?

  Este mes de mayo, dedicado a la palabra, hoy termina con un hecho que me dejó pasmada y le abrió las puertas a mi viejo amigo, conocido por todos, el miedo a la muerte, una muerte inesperada e insospechada, aunque así es el tobogán de la vida, hecho sobre el cual voy a escribir por necesidad en breve, como hago siempre. Pese a todo, este vibrante mes de la palabra no se me va a olvidar fácilmente, como no se deja atrás al miedo, porque este mayo he logrado vencer unos cuantos miedos antiguos y cronificados: el miedo a darle a quienes admiro el crédito que merecen y a decirles que los quiero por el amor que compartimos por la palabra compartida y por ser quienes somos y compartirnos a través de ella, el de destapar la olla de algunos miedos "Bíblicos" que me avergonzaba sentir, el de llamar a las cosas por su nombre públicamente y en diversas lenguas, como lo hago en privado, el miedo a decirles a mis padres y a otros seres relevantes en mi vida real y virtual, que se me hace cada vez más concreta, lo que sentía que debía ser dicho a tiempo, el de mostrarme tal cual soy en mi sentir por mi reñida pero sentida argentinidad, sin temor a que mis escritos sean tildados de sentimentalismo o patrioterismo, y abriéndome al acuerdo en el desacuerdo constructivo o la incomprensión que respeto de quienes se consideran apátridas, y hasta al de desafinar al agregarle mi voz a mis letras, cantando a gritos junto a la dulce voz de mi hija y a capela, desnudando por fin mi más auténtico ser en palabras que el viento echa a correr. Finalmente, derroté el miedo a manifestar mi gratitud en mayúsculas, con signos de complicidad y admiración que no me animaba a usar por el temor a lo poco serio o literario, el miedo que compartimos muchos a que la palabra "escritor/a" nos quede grande,  aunque de hecho escribimos y garabateamos emociones, como muchos lo hacen como oficio y sin demasiado talento, recibiendo mucho dinero por ello, con editor y editorial que los respalda y los coloca en el escaparate de la hoguera de las vanidades, todo esto sin el miedo de emplear esta magna palabra para autodenominarse así sin siquiera merecerlo. Ya no temo expresar mis sentimientos, como por ejemplo ahora, que llegó el momento de decirles de verdad, como siempre lo hago:


GRACIAS ;) !!!

                                                                  
A boca de jarro

sábado, 25 de mayo de 2013

Las palabras patrias en la voz

  La palabra "patria" se nos hace enorme de chicos. Orgullosos creemos llevarla en la escarapela que lucimos prendida a nuestra ropa escolar para las fechas festivas, y se agiganta en nuestra mente infantil cuando aprendemos sobre sus próceres, como si de superhéroes se tratara. A medida que crecemos, parece que a fuerza de fogonazos de realidad que caen sobre el techo de nuestros hogares, nos empieza a dar un poco de pudor lucir la escarapela, y se nos van cayendo de las repisas los bustos de esos nobles patriotas a quienes les cantábamos himnos a viva voz en el patio de la escuela bajo la bandera recién izada por la envidiada abanderada de turno. Nos enteramos de sus humanas miserias, que San Martín era masón, mujeriego y le gustaban las mocosas, aunque tuvo los cojones de cruzar los Andes en una camilla, con una úlcera puesta que no le permitía hacerlo a caballo para libertar América; que Sarmiento era un anticlerical vendepatria, pero impulsó la primera Ley de Educación Universal del mundo desde esta tierra; que Belgrano era un nene bien de voz algo aflautada y sospechado por su imagen en los cuadros escolares de afeminado, aunque a mí se me hace que tenía unos huevos tremendos, que le llegaban hasta las botas remendadas que, sin ser militar de carrera, se calzó en nombre de la patria mía. Finalmente, hacemos con ellos como con tantos otros íconos de la infancia, con personajes destacados de nuestra cultura, con papá y mamá, y a veces hasta con nuestra propia autoimagen: los tiramos en el fango del olvido o la devaluación, como la de nuestra moneda, sin volver tal vez nunca a restaurarlos a la condición humana pero grande que merecen en la historia de eso que llamamos patria.
                                                                            
  Por estos días, mi hija menor está preparándose para la fiesta del 25, y ensaya una hermosa canción, un tema compuesto y musicalizado por el versátil y sensible Facundo Saravia, hijo mayor del legendario Chalchalero Juan Carlos Saravia, integrante, en principio, del grupo musical Los Zorzales, que vino a dar un recital en los 80 al salón de actos de mi colegio para el delirio y deleite de todo un secundario de señoritas hambrientas, y luego miembro de Los Chalchaleros mismos. Los argentinos somos muy propensos a descalificar a quienes se destacan, especialmente a nuestros artistas, y no ha faltado quien haya tildado a Facundo y a su padre de conformistas o reaccionistas, de acuerdo a su propia ideología política, sin entender que ambos son hombres del folklore, ni más ni menos.


  Así es como esta canción, en cuya primera lectura puede parecer una simple y sentimentalista exaltación de nuestra argentinidad, es interpretada por su compositor con un dejo casi infantil, como una historia que un padre le cuenta a su hijo, con una inspiradora voz, límpida y masculina que heredó de su tata, y una tonada provinciana, entradora y pegadiza, que mi nena imita a la perfección en ciertos tramos, arrastrando las erres, a pesar de ser de "la capital", sobre una partitura musical deliciosa en matices donde se destaca el rasgueo y punteo de las guitarras criollas. Cuando escuché a mi hija canturreándola por primera vez en casa, paré la oreja ya que me estremeció.

"¡Por fin una en castellano y no las de Selena Gomez o, peor aún, las de Violeta, aunque sea argentina,  pura bosta argentina!", pensé. 

  No pude evitar escuchar el eco de aquella niña que fui y, que cantaba sus himnos liberando su esperanza "con todo el grito en la voz". Mi hija la canta con una dulzura y una elocuencia dignas de ser escuchadas. En el cole le dieron la letra y los acordes en flauta para el gran concierto del lunes al que estamos invitadas todas las familias. Y me propuse aprendérmela de memoria para unirme al coro en primera fila en vez de pasármela detrás de la cámara, sacando fotos y filmando. Deseo participar con mi voz porque quiero compartir el sentimiento aquel y cantar de corazón: "A mi país yo lo quiero de veras...." Pero me cuesta enormemente, por alguna razón que me supera, retenerla en la memoria y no tener que pispiar el machete. Y aún más me cuesta obviar un diálogo interior en el que le agrego opiniones negativas a lo que me canta Facundo: es casi inevitable siendo argentina... Cuestión que, camino al cole y de vuelta a casa toda la semana, la hemos estado ensayando, y siempre hay alguna corrección que hacerle a mi versión. Algo me pasa con lo que el tema genera en mí, con mi reñida argentinidad.


  Es una letra simple y sentida, llena de palabras y frases fuertes de connotación altamente positiva en su contexto, tales como: "país", "bandera", "casa", "color", "paisaje", "niño", "pintando mi sangre", "clara y pura voz", "nacer y morir", "reír", "paz", "libertad", "dar y pedir", "trabajar", "pan", "corazón", "paisanos", "gente", "juntos", "verdad", "crecer", "brindarle una mano a los demás", "vamos". Pero está escrita por un adulto que le hace un reclamo muy concreto y muy maduro a su país, que somos toda su heterogénea y compleja gente, "que aprietan los dientes", y a ese pedido me sumo con bronca, con indignación que raya ya con el hartazgo, con repulsa por tantos excesos de poder e impunidad, con una buena dosis de desazón acumulada por décadas. Décadas ya no sólo perdidas en lugar de ganadas, a pesar de que pretendan imponernos este festejo de los 203 años de aquel 25 de mayo de 1810 como el de "la década ganada", un festejo que les queda grande a esos "todos y todas" que nos gobiernan , tan grande como la patria es grande. Entre tanto chapotean y patinan feo en el fango en el que nos hundimos todos, e intentan tapar patéticamente la mugre que expone el periodismo con el más alto rating de la TV local con "fútbol para todos y todas". El circo que hacen competir ahora con el escandaloso show de tanta guita afanada por jardineros y choferes devenidos ricos en la franja horaria del prime time. "The show must go on", pero nadie va en cana. Es esta frustración mayúscula y alarmante la que me impide aprenderme esta letra, un sabor amargo y viejo como mis viejos, de décadas malogradas. Entonces me resuenan las palabras que Saravia también incluye: "mentira", "turbia", "dolor", "ambición", "egoísmo", "maldad", "duro progresar", "engañar", "el tiempo se nos va a acabar", "dejar de lado el singular"... ¡Que difícil se me hace creerlo posible aunque lo necesite tanto!  Se me hace un nudo en la garganta, se me congela la voz y no puedo seguir.



  Patria para mí es un menjunje exquisito de colores, sabores, olores, sonidos y texturas propias e inconfundibles: es el celeste y blanco del cielo, el gris plomizo del río y del humo que exudan los caños de escape bochornosos de los bondis, el verde del Atlántico argentino, el multicolor tornasolado y mágico de sus soberbias montañas, valles, cataratas, glaciares y quebradas que han visto mis ojos y a Dios agradezco por eso. Patria es mi casa y todas las que habité, son los ojos y la mirada de mis seres queridos, vivos y muertos, sus manos laboriosas, sus voces, sus decires, sus besos, sus abrazos, sus risas y sus lágrimas. Patria son los churros con chocolate del desayuno de hoy, los pastelitos y la factura que le siguen con el mate, las empanadas y el locro que nos vamos a comer de almuerzo en familia, regado con tinto del mejor, y de postre las natillas de mis abuelas, el olor de sus cocinas con ollas humeantes y el de su piel, siempre limpia. Es el jardín de mi casa paterna y la calle en la que jugaba a la rayuela, al elástico, al poliladron, al ring raje, los árboles y las casas abandonadas y tomadas por mi barra, el tobogán de la plaza donde rasgué más de un pantalón y me raspé las rodillas, como le pasa a mi hija hoy. Es el mundial 78 con sus papelitos al viento y los cornetazos de algarabaría que tapaban otros sórdidos ruidos. Patria son Las Malvinas Argentinas robadas y perdidas en una guerra declarada por un milico borracho. Es Argentina campeón en el 86 otra vez, es Maradona, el futbolista feroz, metiéndole el gol del siglo, el de la mano de Dios, a los ingleses, que en alguna otra histórica oportunidad supimos sacar cagando aceite. Patria es haber descubierto a María Elena Walsh, Alfonsina Storni, Borges, Sábato, Cortázar, Quino, Fontanarrosa, Favaloro, Soldi, Quinquela Martín, Discépolo en la voz de Julio Sosa, Fangio, Les Luthiers, y tantos más que quedan en el tintero. Patria soy yoPatria es ante todo la que me llena la panza cuando tengo hambre  y obtengo a fuerza de trabajo digno, y es la que me da la libertad de expresar mis ideas y mis ideales sin tildarme de anti nada. Patria es la que debería permitirme desplegar mis alas y no bajarme de un ondazo en pleno vuelo. Patria son los míos, somos todos nosotros, los millones de argentinos anónimos, decentes y laburantes que quisiéramos aprendernos esta letra de memoria, pero no hay caso, no nos termina de salir bien. Se las dejo en mi voz y en la de mi hija a pedido de algunas chicas españolas amigas de la casa que quieren escuchar nuestra tonada porteña y argentina, que aquí cantamos y compartimos en una nueva voz que brota de mi garganta, aunque como siempre y más que nunca hoy es...


"Una canción de aquí" de Facundo Saravia 
a capela por madre e hija


A boca de jarro

lunes, 13 de mayo de 2013

De mi uso de la lengua de Cervantes, de Shakespeare y de las mal llamadas malas palabras (No apta para puristas y pacatos)





 No puedo no seguir con la palabra en este mes de mayo, mes del aniversario de la Revolución de 1810, en la cual un puñado de patriotas, incluidos algunos españoles cojonudos afincados en el Virreinato del Río de la Plata, decidieron dejar de ser una colonia y comenzar a transitar el camino hacia la constitución de una nación independiente y soberana. Una utopía idílica, vista desde la aldea global que hoy conformamos, sobre la cual aprendí de chica, en mi paso por la escuela, con admiración por aquellos hombres de mayo, mientras coloreaba el cabildo que me dibujaba mi viejo en casa y que yo hacía lucir prolijito, bien pintadito y cuidado, como dejó de estarlo por décadas, y al pueblo reunido frente a él bajo un cielo gris y lluvioso y sus paraguas multicolores, aunque más tarde nos dijeron que los paraguas son en verdad una extrapolación. El pueblo, entonces, tal como hoy, estaba parado fuera de sus lugares de representatividad y excluido de las decisiones políticas trascendentes, gritando a viva voz:  -¡Queremos saber de qué se trata!




 Allí fue cuando se empezó a cocinar el guiso que terminó siendo la lengua de mi ciudad, "que tiene un puerrto en la puerrta", como dice la canción que fue himno en tiempos de la dictadura, y que se conoce como español rioplatense, sobre la cual se dicen y se escriben muchas cosas. Acá va una más. 

 Los españoles bien educados que hablaban y escribían con bella caligrafía la hermosa lengua de Cervantes en tiempos del Virreinato se sintieron fuertemente atraídos por esas morochas pulposas y fogosas, las criollas, con quienes se revolcaron y trajeron hijos al mundo. De las bocas de esos críos salió una lengua remixada, mezcla de criollo y español de pura cepa, que es lo que mayormente seguimos empleando para comunicarnos, con algunos otros condimentos que se fueron agregando con el correr del tiempo: los aportes de los inmigrantes que se vinieron en barco de España y de Italia mayoritariamente, y de algunos otros lados, casi un siglo después, más el fruto de la idiosincrasia que moldeamos a fuerza de taango, lunfarrdo, fúlbo, "el eco de una queja de un triste bandoneón", mosscato, pissa y fainá, más una buena dosis de guarangada orillera. En otras provincias argentinas, el cocido es diferente, con tonadas diversas y entradoras, otros colores y modismos, ya que somos un país muy grande. Y en otras latitudes de Latinoamérica se jactan de hacer uso de una variedad del español más pura, más cercana al español ibérico, más correcta y rica. Y tal vez tengan razón. A mí me pega como algo más híbrido y neutro, aunque con una cadencia musical muy dulce, pero me gusta el cocoliche nuestro, me parece que desde su nombre hasta su sabor, picantón y sabrosón como el chori con chimichurri, nada tiene que envidiarle al español que se habla en Colombia, Méjico o Venezuela, pero todo va en gustos.

 Alguien alguna vez observó que cuando escribo parece que lo hiciera para una audiencia foránea. Tal vez es un esfuerzo que parte de lo que sucede en este blog: a pesar de tener mayoría de visitantes argentinos a diario, hay una amplia mayoría de seguidores y activos comentadores españoles, mientras que argentinos comentadores hay pocos pero buenos: cosa muy argentina por cierto. Y en la comunicación intento ser empática, por eso es que suelo escribir empleando una variedad algo españolizada si se quiere de mi lengua, haciendo uso del Pretérito Perfecto Compuesto, por ejemplo, tal como lo hago en mi uso del inglés británico, el tan odiado por mis alumnos "Present Perfect Tense", que los yanquis prácticamente no emplean por su practicidad, optando por el mucho más simple y "user-friendly" " Simple Past Tense", para horror de mis colegas puristas y anglófilas
                                      
 Hago uso imperfecto del respingado Pretérito Perfecto Compuesto cuando escribo aunque no en mi oralidad cotidiana, y hasta creo que es posible que haya cierto grado de influencia del uso que hago de su equivalente en el  inglés que hablo, escribo, escucho, leo, enseño y amo. Además habrán notado que contesto los comentarios haciéndome la gallega con los gallegos y me despacho en porteño con los locales. Es porque el español ibérico y el galego propiamente dicho lo escuché mucho de chica, dado que las viejas de mi familia hablaban a media lengua, aunque cuando no querían ser entendidas por los más gurrumines, lo hacían en gallego puro, así que algo de eso pesco. Me sale bastante bien la galleguita y la actúo en casa para hacer reír a mis hijos, que no tuvieron la suerte de conocer a esas viejas entrañables que viven en mí.

 A pesar de no ser jamás comprendida por mis abuelos gallegos de Galicia, y asturianos, digámoslo con propiedad, y anglófobos, al devenir adolescente en los ochenta, me enamoré del inglés, que sonaba en todas las radios, y que inicialmente me entró por la oreja. Y me salía bien imitarlo, aunque no sabía ni jota antes de empezar a estudiarlo recién a los doce años y por Motus propio. Escuchaba canciones y las aprendía a cantar por fonética, sin entender una palabra de lo que decían. Para mí, "Staying Alive" por los Bee Gees, un hitazo de los setenta, era algo así como :

"Wiki to the shiki to neima uare shikiton,
Ssstein alaiv, ssstein alaiv..."

 Me llevó años de estudio llegar a descifrar lo que dice y cómo se pronuncia correcta y fluidamente eso en la lengua de Shakespeare que los yanquis remixaron a su modo, también bastante denostado por los puristas británicos, y confieso que todavía me gusta canturrear esa parte del estribillo como de pebeta, aunque ahora sé muy bien que dice así:

"Feel the city breakin' and everybody shakin',
And we're stayin' alive, stayin' alive..."


       






 Entré al profesorado de inglés público, examen de ingreso mediante, y me torturaron con Fonética y Práctica de Laboratorio desde el vamos. Ahí tuve que empezar a aprender otro híbrido, lo que se conoce como RP ("Received Pronunciation"), una variedad del inglés británico que sólo habla la familia real inglesa y la BBC de Londres. Tenía de profesor a un gordo fanfarrón que hablaba inglés como si hubiese nacido en Londres, pero el muy hijo de puta era de Lomas de Zamora. Y nos hacía penar pasando banco por banco con una hoja de carpeta Rivadavia suspendida de su enorme mano, una de las gruesas, no de las "eco-friendly" de hoy, para ver si volaba mientras nos matábamos soplando las consonantes explosivas ("plosives"): "p" "b" y "k". Y si no volaba el papel frente a tu boca, "out you went", y a otra cosa mariposa. En la primera prueba de lectura en voz alta a primera vista (first sight reading), a la pobre chica que pasó adelante mío en la larga lista del primer año del profesorado estatal de mayor calidad educativa de toda América del Sur entonces, donde en principio éramos sólo un número que había que reducir, ese gordo hijo de una buena madre le dijo a bocajarro que mejor se dedicara a otra cosa, que se buscara un trabajito en algún negocio, porque además de tener pésima pronunciación y paladar ojival, era muy petisa para ser profesora. Mis piernas, que no alcanzaban el piso por mi modesta estatura de un metro con cincuenta y seis centímetros, se alargaron de repente y empezaron a taladrarlo en un espasmo nervioso irrefrenable. Me llegó el turno, escondí las manos debajo del pupitre que temblaban descontroladas como mis pies, y leí en voz alta, pero a mí me perdonó la vida y me dijo que tenía "cierto" potencial, muy inglés en su "understatement", la implicancia que se lee entre líneas tan paspada, socarrona e inglesa. Me terminó poniendo un 9 en el final el muy turro, un  23 de diciembre sofocante, que consistió en repetir como un loro, pero bien sonada y explotada, teoría de un libro espantosamente técnico del que había que aprenderse inútilmente cómo había que poner la lengua dentro de la cavidad bucal para pronunciar la "dark l",  la "schwa", el "glottal stop" y otras delicadezas. Mi fuerte en el inglés es sin dudas lo fonológico gracias a ese hijo de mil putas y los que vinieron después, que me la hicieron parir pero me sacaron buena, y gracias, sobre todo, a los genes de mi abuelo paterno español, mi abuelo Jesús, que vivió varios años en Nueva York después de haber pasado otros tantos en Cuba, un Habanero, como le llamaban en Viveiro cuando volvió hecho un dandy, que laburó de camarero, barman y finalmente maître en buenos restaurantes, bares y hoteles, según me cuenta mi viejo. Un tipo de mundo que fue autodidacta en su adquisición del inglés americano, hablado y escrito, y de quien creo haber heredado la facilidad y el gusto por el idioma.

 Ese abuelo, a quien le llamaban Johnny en New York, por Walker, y porque Jesús no les sale ni a gancho a los yanquis, los cagaba a puteadas a mi viejo y a mis tíos en inglés, así es que a putear aprendí desde chiquita en las tres lenguas, galego, español rioplatense e inglés. Parece que era bastante más correcto que yo mi abuelo Jesús, porque no les decía "Son of a bitch" cuando se mandaban alguna cagada mayúscula, sino su versión eufemística "Son of a gun". Y aquí llegamos a las malas palabras, todo un deleite para mí.

 Confieso que soy de la puteada fácil, como tantos porteños, pero la puteada justificada, enfática y bien colocada, la que suma al mensaje semánticamente y le da pleno sentido, expresividad y color. No como los adolescentes que abandonaron su nombre de pila y se llaman todos "boludo": 

-Che, bludo, qué assé, bludo

 No, así no. Para mí un boludo es un tipo que me tira el auto encima cuando estoy cruzando la calle por la esquina, como se debe, a la vuelta del cole con mi hija de un brazo y su mochila, que pesa más que ella, del otro. A ese le profiero un fuerte y claro -"¡BBOOLÚDO!", cuando en verdad es un reverendo pelotudo, porque "pelottúdo", como decía el Negro Fontanarrosa, tiene más fuerza por la "t", o bien se trata de un reverendo hijo de puta, porque puede matarnos mientras dobla con el celular en una mano, el volante en la otra y el pucho en la boca a toda velocidad, aunque la madre que lo parió no tiene ninguna culpa de que maneje para el carajo..


 Coger, lo que para los españoles que me leen es follar, no me parece ninguna mala palabra en el contexto apropiado, la intimidad amorosa, pero sí lo es cuando lo hacen los bancos o nuestros políticos con nosotros. Para nosotros los porteños, el "¡Kéeiiijo de puuta!" puede ser un insulto o un gran cumplido, como en el doble caso de mi primer profe de Phonetics. Es como decir "¡Qué genio, qué maestro!", por su impecable pronunciación, o bien ¡Qué mal parido!, por cortarle las alas a un ser que sólo quería volar bajito a fuerza de mucho aleteo. Lo decimos cuando Messi hace alguna de sus genialidades para el Barça o vistiendo la albiceleste y cada vez que vemos o revivimos el gol que Maradona le metió a los ingleses con la mano, revirtiendo en el imaginario colectivo el penoso resultado de una guerra absurda y el descarado afano de las Malvinas del imperialismo inglés que condeno pero del que además vivo, al menos del lingüístico, dado que enseño inglés, la lingua franca que aún hoy predomina en el mundo. También se le corea a los réferis en la cancha de fúlbo cuando cobran un penal que sólo vieron ellos en contra de nuestro equipo.

 Las verdaderas malas palabras son, en mi opinión y la de otros que saben mucho más que yo, las que parecen elegantes y correctas. "Son of a gun" es mucho peor que "Son of a bitch". Ser un hijo de puta es un accidente de la naturaleza, pero ser hijo de un arma de fuego (¿?) es un terrible agravio. Lo dijo el "troesma", genio, ídolo de Fontanarrosa, que se nos fue ya, pero está y estará siempre en nosotros, un gran humorista rosarino y argentino, colaborador de Les Luthiers, que jamás usan una de esas mal llamadas malas palabras para hacernos reír. Malas palabras son "arma de fuego", "guerra", "hambre", "pobreza", "corrupción", "vilolencia", y el sucio "lavado de dinero", aunque suene limpio hasta en quienes no son considerados "boca sucia", y muchas más por el estilo. Pero los dejo con el genio de Fontanarrosa para que dicte cátedra sobre el buen uso de las mal llamadas malas palabras, porque esto se hizo laargo como puteada de tarrtamudo, qué lo parió...


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