jueves, 5 de diciembre de 2013

Romper en llanto


Francisco de Goya, "Visión Fantástica", (Boceto)


Soplan vientos fuertes que arrasan con los árboles de Buenos Aires. Se caen sobre los autos estacionados y en movimiento, cortan los cables que nos comunican con nuestros familiares, que nos proveen de la energía que escasea, pasa la tormenta, despertamos, limpiamos, y todo sigue igual que el día anterior. Vastas áreas sin luz y sin agua, y mucho calor.

Me levanto temprano para ir a tomar examen a una zona privilegiada de la ciudad. Paso por vidrieras que venden bañeras enormes, como las del siglo XIX, y me pregunto si no será obsceno comprarse una de esas en medio de esta situación. Es que en el camino, a bordo de un colectivo atestado de personas de pie, me prendo a los auriculares de mi celular para escuchar la radio que sintonizamos los que necesitamos la noticia suave. Justo engancho una entrevista con el Doctor Mercado, Jefe del Hospital San Roque de Córdoba, y caigo en la cuenta de que mientras dormía se desataron otros vientos en la provincia de Córdoba. Estos son vientos calientes que ya nos resultan conocidos a los argentinos en diciembre. Vientos de violencia social que sabemos cuando comienzan pero no hasta donde nos van a arrastrar.

El Doctor Mercado relata la noticia sin dar mayor información. No puede. Está todo en manos de la Justicia, dice. Pero a él lo que lo frena es la imagen de ese muchacho de veinte años a quien no pudo salvar. Un argentinito malogrado en medio de los incidentes causados por vándalos o criminales a sueldo. Cientos de heridos de bala en una guardia de madrugada. Familias trabajadoras desbordadas por el pánico al ser asaltadas. Gente mayor que pierde lo poco que tiene. El pibe de Ciudad Evita que andaba por Córdoba capital en moto con un amigo entró muerto en el hospital y fue a dar a las manos del Doctor Mercado, además de otros centenares de heridos de bala. Las radios de todos el país se estaban comunicando con un clínico y cardiólogo argentino y cordobés que se siente impotente y vencido frente a tanto desenfreno, frente a tanta desidia. Y cuando el periodista presiona por más detalles sobre lo que no necesita mayor descripción, se quiebra en un llanto mudo que lo paraliza, pide disculpas dos veces al aire, y me cambia el panorama del día desde temprano.

Tal vez el día anterior había festejado con unas ricas empanadas y un vinito el Día del Médico en nuestra tierra. Pasó el día sin mayores sobresaltos, en un clima festivo y algo distendido, y a la madrugada del día siguiente se enfrenta con el entramado destejido de una sociedad que no comprende. Su llanto, mudo en los auriculares clavados en mis orejas, es el llanto que compartimos tantos millones de argentinos que nos levantamos a trabajar todos los días para parar la olla, que hemos estudiado años y nos sentimos insatisfechos en nuestros puestos de trabajo, que hacemos malabares para pagar nuestros impuestos, para llenar el chango en el supermercado, para llevar a nuestros hijos al colegio.

Siete y cuarenta y cinco de un día miércoles, el llanto mudo de un médico me atraviesa como esa bala que mató al muchacho. Rompe en llanto un médico por la radio, como lo hacemos tantos, porque ha invertido años de su vida para vivir una realidad mejor. Soñó alguna vez con salvar personas enfermas, pero esta enfermedad social es un mal contra el que parece que no podemos. Los poderosos, entre tanto, se tiran la pelota unos a otros, como hacen siempre, y ninguno nos protege. Enciendo el televisor recién a la noche para apagarlo al rato, porque sólo se puede seguir llorando ante tal panorama de oscuridad. Me doy una vuelta por la terraza, y el viento sigue soplando fuerte sobre la ciudad silente.

Hay una tradición para el tiempo de Adviento que voy a celebrar este 2013 en particular. Se encienden varias velas en una corona circular de muérdago y se pide por cada vela una virtud o un don que se necesita reforzar. Pido al ángel de Belén, el mismo ángel del dolor que nos hace romper en llanto comunitario de tanto en tanto, que nos traiga fortaleza, templanza, sabiduría y esperanza.


A boca de jarro

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Salve Regina




    Regina estaba en una habitación de dos con un enorme ventanal que da al jardín del hospital. Ella ocupaba la cama junto a la pared. La puerta estaba entornada y la habitación, en penumbras cuando entramos esa mañana de sol, porque nadie había levantado las persianas. No quería que se encendieran las luces. Yacía sobre la cama una mañana templada tapada con las frazadas viejas del hospital como si fuese pleno invierno, y se la percibía enojada y molesta. Su primer mirada fue de desdén. Pude leer su pensamiento: "¿A qué vienen estas beatas que no tienen otra cosa mejor que hacer con el Cristo, a darme la lata ahora que me estoy muriendo?"

Me acerqué tímidamente y le pregunté su nombre. En cuanto lo pronunció, supe que estaba hablando con un ser especial. Tenía un rostro fino, afilado y consumido por la enfermedad. Y su voz, áspera y gutural, era el resto de un terrible cáncer de garganta que confesó con ira a los dos segundos de charla. Fue un golpe duro para mí. Era mi primer contacto con una enferma terminal así. Otras veces me había acercado a ancianos entrados ya en edad, desahuciados por los médicos pero acompañados por familiares amorosos. Regina, en cambio, estaba absolutamente sola y no era tan mayor. Nadie la visitaba. Nadie la acompañaba en su agonía. Me pidió agua y comida. Miré la mesa de luz y vi que no había nada para darle de beber. Tenía una vía clavada en lo que quedaba de brazo para alimentarla. Le pregunté qué le apetecería comer. No me contestó. Estaba inquieta. Quería cambiar de posición, pedía que le subiera la cama y le bajara la baranda de contención. Le expliqué que no tenemos permitido hacer cosas por el estilo, que habría que esperar a la enfermera. Murmuró algún improperio contra mí por resultar tan inútil, y así me sentí, pero no claudiqué, confiando en que lo que más necesitaba era de alimento para el alma.

Comenzó a relatarme su historia de vida, de lucha y de dignidad. Se confesó una mujer deportista, nadadora, sana, alguien que nunca había probado alcohol ni fumado jamás.

-"Y sin embargo, mirame ahora. ¿Por qué me tuvo que pasar a mí, cuando hay otros que hasta parece que se la buscan y andan fumando por el jardín?"

Hay algo que se repetía en su discurso, que se desprendía de su enojo contra el destino que le había tocado vivir. Hablaba de tener la canasta llena de huevos, tantos, que hasta ya resultaba pesada de cargar. 

Hice silencio un rato, la tomé de la mano, le acaricié la frente suavemente y la cabeza, totalmente pelada y hermosa, y logré que dejara de mirar fijamente a la pared y me mirara a los ojos. Le dije que yo no tenía ninguna respuesta para ofrecerle, ninguna receta prefabricada para darle esperanza, que tan sólo estaba allí para visitarla, hacerle un rato de compañía e intentar apaciguar su ira. Agradeció el calor de mi mano y me susurró que todo su cuerpo estaba helado y cansado.

Entonces el azul de sus ojos se fundió con la enorme compasión que llenó los míos de lágrimas. No puede evitar decirle que tenía unos ojos soberbios del color del mar más bello y por fin logré arrancarle una tímida sonrisa. Caí en el lugar común de esas frases hechas que se escuchan por ahí, como que los ojos son el espejo del alma. Eso me lo perdono porque era justo ahí a donde quería llegar.

Le hablé con sinceridad, le dije que creía que sólo podía ayudarla a prepararse para partir porque me parecía una mujer sensata, y que todos merecíamos morir en paz. Volví sobre el magno manto de su nombre.

-"Sos una reina, Regina. Y podés irte como lo que sos."

Entonces así, por pura intuición, toqué la fibra más tierna que tenía sana todavía. Me confió, con la voz ya cansada, que cada noche antes de que se apagaran las luces de su mísera habitación de hospital, clavaba sus ojos celestiales en el techo y le parecía que se abría. Veía como en una visión a una señora vestida de negro que llevaba una corona y que le sonreía dulcemente. Y ella creía que esa señora era la que pronto vendría a buscarla para aliviar su dolor. Creó que notó que me desmoronaba espiritualmente yo, y me tomó fuertemente de la mano ella esta vez, suplicándome que volviera a visitarla. Y así me lo propuse. Al mirarla por última vez desde la puerta de la habitación era el perfil de la muerte lo que asomaba por entre las mantas sobre su lecho.

Salí al pasillo y me quebré en un llanto que tuve que ahogar. Mis compañeras me acompañaron a componerme al jardín, pero había sido todo muy fuerte por primera vez en los meses que llevaba haciendo esto de visitar enfermos. Callé lo que le tendría que haber dicho: que yo también había sentido alguna vez, en esas horas oscuras, la presencia de esa señora de manto negro a los pies de mi propia cama. Pero era cosa de loca mística, y no quería hablar de mí.

Llegué a casa hundida en un silencio cavilante. ¿Qué podría llevarle en mi próxima visita que le sirviera de alivio y preparación? ¿Cómo transformar su enojo en aceptación? ¿Cuánto podía demorarme? No mucho. Era viernes. El hospital se llena de gente que visita a sus enfermos los fines de semana y necesitábamos un clima más sosegado. Esperaría hasta el lunes para volver.

No tardé mucho en encontrar lo que deseaba compartir con ella. Es una oración que tengo en un libro pequeño que me enseñó a rezar mi abuela paterna. Le marqué con un post-it rosa y preparé otra que me enseñó un sacerdote que dedica su vida a esta tarea. Todo ese fin de semana veía los ojos de Regina en el ojo de mi mente y oraba de corazón por ella.

El lunes a la tardecita, entre que terminé las tareas de casa y llevé a mi hija a su clase de inglés, me hice un huequito para ir a verla, armada con las oraciones. Entré sin mirar al interior de las demás habitaciones para que ningún otro paciente me viera. Sólo quería estar con ella. Otra vez me encontré con la puerta entreabierta y la habitación en penumbras. Me asomé sin golpear, pero en la cama de Regina había otra señora acompañada de su hija. Pedí disculpas por haber irrumpido así y me puse a buscarla por todo el piso. Me fui al office de las enfermeras pero era la hora de la higienización y no di con quien me orientara.

No hacía falta preguntar nada ni seguir buscándola allí. Regina se había ido para no volver, y yo no había cumplido con su pedido. Bajaba por las escaleras hacia la salida ya cuando, de pronto, pasó una señora que acompañaba a la paciente de la habitación que compartía Regina.

-"Falleció el domingo a la madrugada. Estaba muy débil ya. Lo último que hizo antes de morir fue rezar una oración conmigo que me acordaba del catecismo: "Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra: Dios te salve... " ¿La conocés?"


Dominic Miller – Water (from the album Silent Light) | ECM Records



A boca de jarro

sábado, 16 de noviembre de 2013

Ceguera voluntaria



Gayla Benefield. Fuente: http://www.nbcnews.com/id/37217275/


Los porteños lo describiríamos como "el que levanta la perdiz", "el que bate" "el que sopla", "el botón", "el que te manda al frente", "el buchón". Tenemos muchas expresiones idiomáticas de alta connotación negativa para describir la actitud valiente de quien, frente a una situación crítica y peligrosa, investiga, alerta, informa, y, sin embargo, se encuentra con el repudio general, con el rechazo colectivo de la masa que prefiere seguir viviendo en la ignorancia de algún mal que puede perjudicarla. Es una actitud bastante arraigada entre nosotros esa del "No te metás", o la del "Yo, argentino", aún si el asunto te incumbe e incumbe a todos los que te rodean. De eso habla esta mujer, Margaret Hefferman, a quien escuché por primera vez hace un par de meses entre el listado de charlas de Ted, Ted Talks, de donde recibo notificaciones periódicas. Y gracias a ella también aprendí la expresión idiomática equivalente en inglés a todas las que enumero al comienzo: "to be a whistle blower", algo así como "ser el que da la voz de alerta", ya que el silbato ("whistle"), hace referencia a lo que hace un árbitro en plena cancha de fútbol cuando algún jugador comete una falta, o a un policía que hace sonar el pito para alertar a algún ciudadano que está cometiendo alguna infracción y dejarlo expuesto ante las miradas ajenas.

Gayla Benefield, la mujer que levantó la perdiz en su ciudad natal, Libby, en Montana, cercana a la frontera con Canadá, para pasar a ser el blanco de críticas y agravios, estaba haciendo su trabajo habitual cuando descubrió un secreto acerca de su lugar de origen: "su tasa de mortalidad era ochenta veces más alta que en cualquier otro lugar en los EE.UU." Una anomalía llamativa que nunca antes alguien había notado. No obstante, cuando advirtió a sus vecinos sobre la verdad de lo que sucedía en su pueblo, se encontró con otra dura realidad aún más impactante que su propio descubrimiento: nadie quería saber nada del asunto. A esta reacción de la masa, que elige seguir viviendo en un mal antes que enfrentar la verdad y hacer algo para mejorarlo, Hefferman la denomina "ceguera voluntaria", y sobre ella se basa su charla. Existe, en efecto, cierta coincidencia lingüística, ya que en español tenemos el viejo dicho que reza: "No hay peor ciego que el que no quiere ver".


No deseo extenderme demasiado ni adelantar nada más sobre la experiencia de Gayla, ya que la charla de Hefferman merece ser escuchada. Simplemente, considero relevante observar y reflexionar sobre este fenómeno de conducta a la vez tan humano y perjudicial, y, sobre todo, tan argentino. ¡Cuánto nos cuesta salirnos de esa zona de confort en la cual sentimos que vivimos para hacer cambios para mejor, aún si en ello nos va la propia salud o la vida! Y cuán fácil nos resulta desconfiar de quien es capaz de mirar un poco más allá, de llegar a denostarlo, a condenarlo al aislamiento como si fuese "un bicho raro" - incluso cuando el cambio que nos propone es para nuestro propio bienestar. Ese que es capaz de jugársela por los demás, de proponer modificaciones necesarias que hacen a la calidad de vida de todos es "el que paga el pato", "el que levanta el muerto", "el que canta las cuarenta" que nos viene a importunar. "¿Para qué nos vamos a complicar la vida?" "¡Lo atamos con alambre!" "Que lo arregle el que venga atrás." Es más fácil y más cómodo "hacerse el oso", "mirar para otro lado", "seguir como si nada, total, a mí no me va a pasar", "acá no pasó nada"... 

Algo que creía tan propio de la idiosincrasia de mi gente resulta ser un fenómeno universal. Esta ceguera que se elige a voluntad empieza por las pequeñas cosas de todos los días, como cuando ese señor mayor o la embarazada se suben al transporte público y nos hacemos los dormidos para no cederles el asiento, el mero hecho de no responder a un mail que recibimos, el no encargarnos de limpiar los excrementos de nuestro perro cuando lo sacamos a pasear por la vía pública, el no cuidar la limpieza y la integridad de aquellos lugares que llamamos "públicos" porque son de todos, el conducir sin respetar las normas de tránsito y de dar prioridad al peatón, el no comentar aquello que se podría mejorar en nuestro trabajo para no comprometernos o exponernos... Tenemos una lista tan larga de ejemplos de ceguera voluntaria o selectiva como expresiones idiomáticas que usamos para nombrarla eufemísticamente. La más temible es la que sucede cuando resulta provocada por aquellos que deberían generar el cambio, la que elegimos cada vez que nos evadimos con el partido de fútbol o el crimen del día, el programa de cultura chatarra en televisión abierta, para no mirar lo que está sucediendo a través de la ventana de nuestra propia casa o de la realidad, lo que afecta a un vecino o a un desconocido que habita nuestro mismo territorio u otro, un poco más lejano, pero igualmente castigado. Luego de escuchar el testimonio que da Hefferman sobre Gayla, la ceguera voluntaria como estatregia para evitar conflictos se me hace una pandemia. Tal como apunta Hefferman vehementemente, "La libertad no existe si no se usa, y lo que hacen los denunciantes, y lo que la gente como Gayla Benefield hacen, es usar la libertad que tienen." 




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