viernes, 7 de febrero de 2014

Acompañar desde el silencio

Se habla demasiado. Hay demasiado ruido que se confunde con comunicación. La verdadera comunicación es estar presente con los sentidos atentos a cada gesto y cada detalle para saber escuchar el ruido del silencio cuando los justos reclamos no son escuchados y para prestar la oreja atenta ante la queja, ante el dolor, ante el sufrimiento y ante la muerte de nuestros semejantes.

Cuando acontecen sucesos como los de estos últimos días, abundan en los medios personas que salen a dar explicaciones técnicas y a mostrarnos la cara más espantosa y siniestra del dolor. Se intenta dilucidar por qué pasó lo que pasó, o cómo podría haber sido evitado, cuando el hecho es un hecho consumado, y por el momento queda acompañar desde el silencio a quienes han sido víctimas y a sus familiares.

Se podrían hacer mil lecturas. Podría decirse que el incendio es la metáfora más cabal del fuego que nos está consumiendo y que no hay voluntad de apagar.

Los bomberos voluntarios que han dado sus jóvenes vidas para apagar un incendio en pleno barrio de Barracas son un ejemplo de lo que muchos ciudadanos ignotos hacemos cada día: levantarnos temprano cada mañana, ponerle el cuerpo al día, venga lo que venga, continuar trabajando, aun frente a una sensación de absoluta precarización. Ellos la expusieron y la perdieron.

Fuego y lluvia que no terminó de aplacar las llamas, imágenes dantescas que perturban el sueño y nos hunden en la angustia y la desesperanza. Me uno en un abrazo solidario a todos aquellos que seguimos adelante sin más palabras que las que nos dicta el silencio.



A boca de jarro

sábado, 1 de febrero de 2014

Sábado es...

Madonna en los ochenta

Allá por la década de los ochenta, en mis intensos años de adolescencia bolichera, había un jingle de Coca Cola en los medios locales que decía así:

"Sábado es,
sábado es, 
ya la ciudad, 
vibra otra vez.
Vení a bailar, 
 te vas a divertir.
 Coca Cola le da
 más vida a tu vivir..."

Llegó febrero. Es justo y necesario dejar este oscuro enero atrás. Cortes de luz, olas de calor, maroma económica... Encima estuvimos pintando en casa, y me tocó limpiar como una descosida. Así es que hoy me zambullo en el túnel del tiempo y me voy a bailar, como hacía en aquellos sábados de los ochenta. ¡Quién pudiera volver el tiempo atrás, para no amargarse, para sólo pensar en que "Las chicas sólo quieren divertirse"! Increíble cómo todavía suena esa canción.

Me causa algo de sorpresa y mucha nostalgia que mis hijos me hagan subir el volumen de la radio cada vez que pasan una de aquellas canciones que me aprendí de memoria en los ochenta. Ahora, muchos adolescentes la van de "ochentosos", pero lo cierto es que los verdaderos sobrevivientes de los ochenta somos nosotros.

Por entonces, no andábamos con celulares, no nos comunicábamos por Facebook, ni WhatssApp, y cuando quedábamos para encontrarnos el sábado por la noche, era para salir, no para una sesión de Skype o un juego interactivo online. Toda nuestra vida rodaba en torno del baile del sábado por la noche en la disco, para lo cuál arreglábamos personalmente y con la debida anticipación. No había mensaje de texto que nos salvara si, a último momento, no nos dejaban ir al boliche.

Nos pasábamos la semana practicando las coreografías de Madonna para abrir la noche en la pista, como en aquellas películas que nos marcaron a fuego, "Flashdance" y "Footloose". Los mejores bailarines se subían a bailar sobre los parlantes, y cuando se largaba, echaban una capa de humo espesa que me dejaba medio ciega y olía al talco de mi abuela. Bajo la luz blanca se cruzaban las primeras miradas, ya que en aquel tiempo, los varones te sacaban a bailar. Las damas entrábamos gratis porque éramos el gancho para los caballeros. Nada de pogo en la pista, ni de bailar entre amigos. La más fea planchaba, y la linda, o la que sabía cómo disimular, ligaba. Justicia poética a rajatabla.

El momento más esperado de la noche eran los lentos. Se apagaban las luces, cambiaba el ritmo, se hacía un expectante silencio y corría una especie de aire fresco sobre la pista. Era el momento más esperado y temido. Si no pintaba el levante, sólo te quedaba la barra y un trago largo con  las chicas para digerir el bajón. 


Y para que nos fuéramos a casa todos contentos llegaba la tanda de lo que dimos en llamar "rock nacional": Serú Girán, Los Abuelos de la Nada, Soda Estéreo, Los Twist, Raúl Porchetto... Pensar que nuestro himno, allá por el 85,  era aquel tema de Miguel Mateos, en el que todas las voces se unían como en un coro de cancha:


"Pero venga lo que venga, para bien o mal,
tirá, tirá para arriba, tirá.
Si no ves la salida, no importa mi amor,
no importa. Vos tirá. "

Seguiremos tirando para arriba por no aflojar.




Cyndi Lauper - Girls Just Want To Have Fun


A boca de jarro

viernes, 24 de enero de 2014

La hija menor de Sappia

Arte Figurativo Óleo, Pinturas de Mujeres

"Decidió que era así precisamente como estaba. Tenía delante el cuerpo fofo, añoso, de una mujer de cuarenta y seis años, los pechos caídos, el vientre dilatado, venas varicosas en las piernas y caderas a punto de derrumbarse. Su sonrisa se amplió hasta adquirir las proporciones de una mueca forzada mientras su mano derecha se cerraba en el aire, y entonces lo dijo bien claro, en voz alta, mañana vuelvo a comer."
                                     
Almudena Grandes, Modelos de mujer, "Malena, una vida hervida", (Relato parcialmente autobiográfico), Buenos Aires: Tusquets Editores, 2012.


Cuando me crucé a darle el pésame como corresponde a la señora de Sappia la encontré acompañada por su hija menor. La reconocí de inmediato. Habíamos sido compañeras de secundaria, aunque nunca habíamos llegado a ligar socialmente, y se encontraba tan cambiada que, en todos los años que llevo viviendo frente a su casa no me había dado cuenta de que se trataba de aquella chica regordeta, siempre ocultando sus bellos y tristes ojos diáfanos detrás de sus gruesos anteojos, una adolescente tímida, de cabello largo, invariablemente trenzado, que hasta se sonrojaba al verse obligada a pasar al frente a dar lección oral y que sólo ocupa un lugar en las fotos viejas que dan testimonio de nuestro paso por un colegio de monjas. Nunca había salido a bailar o acudido a ninguna reunión ni fiesta de quince, nunca una cita, jamás el nombre de un varón garabateado en la tapa de sus cuadernos. "La chica de los labios vírgenes"  como burlonamente la habíamos apodado.  Era obvio que su padre no le permitía ir más que de casa al colegio y del colegio a casa, a estudiar.

Siempre había deseado ser médica. Eso es casi todo lo que llegué a saber de ella en cinco años de adolescencia compartida. Supongo que finalmente lo consiguió. Ahora que me percaté de su identidad la veo pasar temprano por la vereda de enfrente, a paso ligero, delgada en sus jeans ajustados, con un delantal blanco colgando del brazo y una cartera abultada. Cruza prolijamente por la esquina, esperando que el semáforo le de permiso para hacerlo debidamente, igual de sumisa y prolija que en aquellos años de estudio. Hay gestos que delatan más de lo que quisiéramos revelar acerca de quienes fuimos y quienes somos, porque, en general, los años no vienen para cambiarnos. A menudo llegan para acentuar aun más nuestro resignado destino.

Al terminarse los festejos de fin de año, volvíamos en el auto a casa de madrugada y encontramos un coche plateado estacionado justo frente a nuestra entrada de garaje. Mi marido, como siempre, se enfureció. No soporta que se ignore el signo de "Prohibido Estacionar" que se empecina en volver a colgar de la puerta, aunque lo arranquen o lo roben sólo por jorobar. Le hizo luces rabiosas al conductor para que se adelantara. La ventanilla del auto estaba medio alzada, y se adivinaba una cabellera platinada, más blanca y brillante que el color del automóvil. El tipo la bajó entera desde su comando eléctrico en la penumbra solitaria de mi calle, sacó la mano para pedir disculpas, dio arranque y movió el auto sin chistar. Al erguirme luego de trabar el portón y antes de terminar de cerrar, vi emerger del coche la figura de la hija del difunto Sappia, y su sombra, esquiva e inconfundible ya, se desvaneció rápidamente en la oscuridad del jardín de su casa.


Desde aquella noche ya no se volvió a esconder. El fulano viene a visitarla con ramos de flores en las tórridas tardes de verano, mientras su mamá pasa unos días en la costa junto al resto de la familia. Madre e hija, cómplices silentes de una liberación largamente esperada. La hija menor, a quien se le había asignado el pesado rol de acompañar a sus padres en su vejez, de ser la tía soltera y juguetona para sus sobrinos, ahora tiene vida propia en esa casona que parecía muerta hace poco más de un mes.


Dicen que para muchas mujeres la vida comienza después de los cuarenta. Para esta niña-mujer, que vivió bajo la sombra de un padre autoritario, el adagio parece estar hecho a su medida. Quién sabe por qué motivo el difunto padre la quería soltera y en casa. Tal vez para llenar el vacío que como marido él mismo creó en la vida de su mujer. Lo cierto es que hoy la hija menor de Sappia se ve feliz porque aprendió que los príncipes no tienen melenas rubias, ni son azules, ni llegan justo en el momento en que necesitamos que nos rescaten de las garras de padres que se yerguen como reyes déspotas y egoístas. Llegó el hombre que la festejaba a escondidas para por fin rescatarla a plena luz del día de su propia infelicidad asumida como derrotero medieval en pleno siglo XXI.


A boca de jarro

jueves, 16 de enero de 2014

La viuda de Sappia

Mary Wllstonecraft, óleo sobre tela realizado por John Opie hacia 1797

La señora de Sappia vivía para su marido. Siempre fue "la señora de"; no conozco su nombre, a pesar de que hace años que me la cruzo cada dos por tres en el barrio. Aún quedan muchas mujeres que entienden su vida así. Todos los días salía a hacer las compras para cocinarle al fornido Sappia lo que más le gustaba: radicheta para comerla en ensalada con ajo, tomates blandos para hacerle la salsa para su pasta, y unos bifecitos anchos que hacían su almuerzo, vuelta y vuelta, a la plancha. Él era el proveedor, el que hacía dinero, el que mantenía contacto directo con el masculino mundo exterior y el que tomaba todas las decisiones. Ella, en cambio, era el alma de su hogar. Limpiaba la amplia casona familiar desde bien temprano. Barría la vereda a primera hora para que el barrendero se llevara todas las hojas que ella prolijamente apilaba cerca del cordón. Luego salía con dos de sus tres hijas rumbo a algún gimnasio donde hacían una hora de ejercicio suave dos o tres veces por semana. Al caer el sol, regaba el jardín del frente de la casa y volvía a barrer las hojas caídas y la basura que se juntaba alrededor del cerco de hierro y que le abría y cerraba a su marido ágilmente cada vez que él llegaba en su automóvil, del que sólo se bajaba una vez dentro del garaje.

Nunca los vi salir juntos a caminar tomados de la mano, como otras parejas mayores de por acá. Los fines de semana solían venir los nietos a almorzar, sobre todo los domingos. Seguro que comían la pasta amasada por la abuela, como buena familia tana. Y a la hora de la siesta, el yerno de la señora Sappia sacaba baldes y manguera a la vereda para lavar su taxi con la ayuda de sus hijos varones. Las tareas estaban bien repartidas de acuerdo al sexo: los hombres se ocupaban de los fierros  las armas para parar la olla, y las mujeres, de llenarles bien la panza. La única excepción era el cuidado del jardín del frente. En eso, varones y mujeres metían mano por igual para cortar el pasto y atender las plantas.

Una mañana tibia del otoño del 2012, estaba yo aseando las habitaciones de la planta alta cuando, de repente, se escuchó un grito perturbador y el rugir del motor de una motocicleta que dejó las llantas marcadas sobre la vereda limpia de la familia Sappia. Vi todo desde mi ventana y salí corriendo con el corazón congelado en la garganta. Observé como el señor llegaba en su automóvil, y mientras esperaba que su mujer le abriera el portón para entrarlo, un motochorro le dio un tremendo codazo en la nariz, que inmediatamente explotó en sangre, y manoteó algo que el señor Sappia se rehusaba a soltar. El tipo, con gorrita y anteojos negros, se dio intempestivamente a la fuga pegando un salto sobre una rueda, como los motoqueros que hacen malabares con sus maquinones para exhibición los viernes a la noche en plena Avenida Figueroa Alcorta.

Largué todo lo que tenía en la mano, revolee la aspiradora, y salí así como estaba para preguntar si necesitaban que llamara a la ambulancia o les saliera de testigo ante la policía. Pero cuando llegué al portón del garaje subterráneo, el señor y la señora Sappia ya se habían guardado detrás de las rejas, y me dieron tímidamente las gracias excusándose por no querer dar parte del hecho ante las autoridades. Le habían hecho una salidera al sacar una importante suma de dinero del banco de la avenida, y estaban seguros de que no se iba a recuperar ni un centavo.

Después de aquel nefasto día, dejé de verlo. Sólo salía su mujer, siempre escoltada por alguna hija. Empezaron a dejar cerrada hasta la persiana del ventanal del frente y, al anochecer, encendían todas las luces, que quedaban prendidas hasta la madrugada. Fue como si después del robo la vida de la familia se achicara: se encerraron tras las rejas de su casa  una cárcel auto-impuesta para tantos ciudadanos decentes que han ahorrado unos dineros a fuerza de trabajo para pasar su vejez dignamente.

La señora Sappia perdió su sonrisa y se la notaba encorvada. Concurría diurnamente al supermercado y la verdulería, pero su mirada estaba como perdida. También perdió algunos kilos, y su aspecto general desmejoró un tanto. Su cabello estaba largo, y era evidente que no pasaba ni por la peluquería. Las hijas y los nietos empezaron a visitar la casa a diario y entraban con una llave que se les había hecho a cada uno, cerciorándose de que nadie estuviera merodeando antes de abrir. Esa casa se había convertido en el reino del miedo.

Un día del mes de noviembre del año pasado me encontré con la señora acompañada de su hija mayor a la vuelta de casa. Iban del brazo, y el rostro de la señora se veía desencajado y ojeroso. Me detuve a saludarlas y a felicitar a la hija mayor por su nuevo corte de pelo, pero ni bien empecé a hablar, me di cuenta de que algo andaba mal.

 Vamos para la Chacarita. Mi papá falleció la semana pasada. Por suerte no sufrió casi nada, pero hacía rato que no andaba bien me dijo la chica, un poco mayor que yo, entre lágrimas.

No hace falta decir que lo que enfermó al señor Sappia fue aquel hecho que jamás llegó a comprender. A esa edad, un golpe de esos es como un golpe de gracia: te empezás a extrañar de la realidad que creías conocer, todas las certezas y las seguridades de una vida se desvanecen, y comenzás a hundirte hasta que la enfermedad del alma te mata.

Hubo un tiempo en que la casa parecía no tener restos de vida. Ya nadie hacía jardinería, ni había reuniones como antes. Las persianas ahora estaban bajas todo el día, y la casa entera desprendía un halo de oscuridad que provenía del duelo que se estaba viviendo puertas adentro. Difícil imaginar cómo esa pobre mujer pasaría las largas noches y los eternos días sin aquella compañía que le había dado sentido a su propia existencia.

Poco a poco, la señora Sappia fue asumiendo dignamente su papel de viuda. Se puso un pantalón deportivo negro, remera negra o violeta y zapatillas en pleno verano. Pasó por la misma peluquería a la que acudió su hija, se cortó el pelo bien corto y se tiñó de castaño. Volvió a ir diariamente a los negocios del barrio y empezó a levantar las persianas. Una tarde fresquita de principios de diciembre tomó la cortadora de césped y repasó enérgicamente el pastizal en el que se había convertido el jardín de la bella casona de piedra. Sus hijas la pasaban a buscar temprano para dar alguna caminata, y sus nietos venían a la hora de la merienda a hacerle un poco de compañía. El día de fin de año, no había árbol de navidad con lucecitas de colores ni risas, como pasaba otros años en el amplio comedor de la casa. En un momento emergió el yerno, ya pasadas las doce, cuando los vecinos salieron a tirar cañitas voladoras a la vereda con una copa en la mano, pero se volvió adentro enseguida, a velar ese lugar que queda vacío en las mesas familiares en esas fechas de celebración obligada.

La semana pasada, me la crucé caminando por el centro comercial del barrio. Me saludó atentamente. Llevaba una falda floreada, una remera blanca sin mangas y unas sandalias frescas y juveniles. Me dijo alegremente que andaba buscando un traje de baño nuevo para ir a pasar unos días al mar con los nietos. Hacía años que no iba al mar, aunque siempre le encantó. Pero el marido, cuando la llevaba, iba a la playa sólo unas horas por la mañana en pantalones largos, camisa y alpargatas a leer el diario bien lejos del mar y siempre en la misma playa céntrica. Esta vez estaba decidida a disfrutar de esas vacaciones como no lo hacía desde que había empezado a ser la señora de Sappia.

A boca de jarro

jueves, 9 de enero de 2014

Infla...

Toda semejanza con la realidad es mera coincidencia...


Todo parece resolverse con no mencionar la palabra que perfora nuestros bolsillos y nos quita el sueño desde hace meses. Se habla de "dificultades", de "ciertos problemas", de la necesidad de "generar ganancias" y de "atacar a la crisis". Se llaman por teléfono cuando las papas queman, pero no se atienden. Cuando acá nos cortan la luz, nos falta el agua, y la gente que logra bajar por escaleras todos los pisos de las torres en las que vive sale a cortar las calles para protestar, nadie les soluciona nada. Ellos están de paseo por el exterior gastando fortunas con los amigos lo más tranquilos - amigos poderosos y convenientes a quienes dicen tan sólo conocer socialmente -, o descansando fresquitos en el sur para cargar las pilas. Nosotros tenemos un tope de cien dólares para gastar por día en el exterior, y andá a gastarlos, porque hay que tenerlos... Pero ellos van y vienen como quieren mientras el dólar bate récords de suba. Uno sale a decir una cosa, y el otro, al rato, la contradice. Todo parece ser una tramoya mediática para dejarlos en falta. Sin embargo, hasta los periodistas terminaron boxeados o despedidos por denunciarlos.


Los medios sacaron a relucir el término "electro-dependiente", para referirse a personas con discapacidades graves que dependen de aparatos eléctricos para su supervivencia. Uno se pregunta - con todo el debido respeto que esa gente enferma merece, y con la cual de corazón me solidarizo, porque además los he visitado en un hospital de PAMI en medio de la ola de calor, para encontrarme a todos medio desnudos en habitaciones para seis y casi deshidratados bajo un ventilador de techo -, si acaso no somos todos electro-dependientes a estas alturas del siglo XXI y viviendo en una megaurbe de asfalto y cables que se prenden fuego de viejos. 

Ellos hablan con ella y nos cuentan qué les dijo. Mientras que a nosotros ella no nos habla, ni nos saludó para la Navidad, ni para el Año Nuevo, ni para Reyes, aunque parecía que iba a salir de su hermetismo para dar uno de sus discursos ayer, pero ese globo también se pinchó. Dicen que el rumbo no cambia y nosotros seguimos sin rumbo. Somos como el Titanic que está por chocar contra el iceberg, pero el capitán del barco nos dejó de a pie. No quedan ni Leo ni Kate en cubierta: ya se tiraron ambos y se fueron a brindar por el Año Nuevo a un hotel de súper lujo en Río. ¡Pobre gente! Comieron en la calle, vestidos de blanco, mezclados con el sudor del pueblo carioca, con manteles de papel, y hasta tomaron cerveza en vasos descartables. Incluso dicen que el champagne para acompañar las albondiguitas de bacalao estaba un tanto ácido. Y después se fueron a dormir a la suite de lujo del hotelcito de cinco estrellas estilo francés, de 100 metros cuadrados de superficie, con aire acondicionado hasta en el bidet y un sauna para la partuza. Entretanto, nosotros acá no teníamos ni cubitos de hielo en la heladera para enfriar el agua de la canilla, y eso, si salía una que otra gotita. En este barco sólo quedamos nosotros, y sin salvavidas.

Idas y venidas, dimes y diretes, evaluación de modificaciones... Todo sigue igual, excepto los precios, claro, porque esos no paran de aumentar. Nuestros salarios han quedado rezagados, pero de devaluación, ni hablar, y muchísimo menos de esa palabra que infla esta situación.



A boca de jarro

lunes, 6 de enero de 2014

Epifanía


"La Adoración de los Reyes Magos", Alberto Durero

«...esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales 
y acostado en un pesebre.» 

                                                                                          San Lucas, 2, 12-13

La historia de los Reyes Magos ha sido tergiversada a lo largo de los siglos, a punto tal de hacernos creer desde chicos que, si nos portamos bien, una noche de enero tres hombres con fastuosos y brillantes atavíos entrarán a nuestro hogar a depositar los obsequios que les hemos pedido por carta anticipada a cambio de un poco de agua y pasto para ellos y sus camellos. Son para nosotros como los primos lejanos de Papá Noel, sólo que vienen desde el Oriente y pertenecen a etnias diferentes.

Estos Reyes no eran reyes en el sentido en el cual hoy concebimos la realeza. Eran hombres estudiosos de la astronomía, que pasaron noches en vela observando los astros y las estrellas en espera de una señal. Viajaron para encontrarla en un establo pobre del pueblo de Belén, como la habían encontrado antes los pastores del campo que fueron guiados por una estrella también. Pastores y sabios estaban conectados con los signos de la naturaleza y lo que pasaba inadvertido para el resto de los mortales, sobre todo para los poderosos de aquella época, con aquello que resultaba significativo y al menos intrigante para sus mentes abiertas. Lejos estaban aquellos reyes de lo que algunos reyes que se convirtieron en leyenda han sido para el imaginario colectivo: héroes a caballo que lideraban sus ejércitos a riesgo de dejar la vida en el campo de batalla para conquistar más tierras para sus dominios. Más lejos aún estaban de ser unos libidinosos capaces de matar a todos los primogénitos, no fuera cosa que alguno de ellos viniese a quitarles el trono; y ni remotamente eran como los reyes de hoy, figuras decorativas que lucen las mejores pilchas para la foto y andan haciendo ostentación de lo buena gente que son, viajando en primera clase por todo el mundo a costa del erario público y metiéndole los cuernos a sus consortes.

Los tres Reyes de Oriente eran simplemente sabios que luego de un largo viaje incierto se encontraron con un bebé pobre sin cuna con accesorios, sin pañales descartables, sin calefactor y sin lata de leche maternizada para apañárselas en las primeras arduas noches de crianza. La señal con la que se encontraron sería desconcertante para cualquiera de nosotros. Se encontraron con una familia fugitiva y desprovista, lejos de su hogar, que andaban escondiéndose para que el miserable de Herodes no matara al niño ante el cual se arrodillaron en adoración, y que ni por las tapas daba la impresión de venir a destronar a nadie. El bebé zafó de que se la dieran y, siendo un recién nacido judío, rápidamente se convirtió en un refugiado político - nada más ni nada menos que en Egipto -, creció en un pueblo chato, tuvo que aprender a comer, a hablar, a caminar, a colaborar con las tareas de carpintería de su papá - un poco entrado en años ya-, y cuentan que, como todo niño sano, era algo travieso. Le dio más de un buen susto a su pobre madre, que no terminaba de entender bien qué clase de rey sería, y un día se le perdió para ir a discutir con los grandes del templo. Se lo envió a estudiar las Escrituras, como a todo joven judío de aquel tiempo, y de poco le sirvieron el oro, el incienso y la mirra que aquellos tres extraños le habían obsequiado a poco de su nacimiento.

Este niño se hizo hombre, nunca logró ser profeta en su tierra, se juntó con una banda de pescadores malolientes y con los desvalidos y marginados de su era, y para coronar sus buenas obras, hizo una entrada triunfal en Jerusalén, sabiendo que quienes lo festejaban ahora se le iban a dar vuelta más tarde. Pasó una noche de terror en Getsemaní, mientras todos sus amigos dormían plácidamente bajo los olivos, y uno de ellos finalmente lo entregó por unas monedas de oro a quienes lo buscaban. Todo pasó por miedo: por creer que se trataba de un rey guerrero y liberador del oprimido pueblo que presentaba una amenaza para los romanos o para los señores poderosos quienes se creían, tal como lo hacen hoy, impunes, piadosos y sabiondos.

Hoy seguimos alentando a los niños a pedir cosas superfluas como resultaron los regalos de aquellos Reyes Magos de Oriente para el propio Jesús, aunque revestían el reconocimiento de su dignidad como Rey de otra clase de Reino que hasta ahora no comprendemos, donde importa la dignidad humana y donde la ley principal es el amor por los demás. Continuamos incitando a nuestros propios hijos a escribir sus pedidos de objetos caros por carta y a pensar que tres tipos desconocidos que no trabajan más que un sólo día al año y que viajan en camello, aunque existan muchos medios de transporte más ágiles y convenientes, van a meterse en casa a dejarles esos regalos a los pies de sus zapatos por pura ley de merecimiento. Tipos que entran en los hogares pobres y ricos y andan haciendo diferencia en lo que dejan en cada caso, y que además no se roban nada de lo que encuentran. Al contrario, solamente dejan regalos que los niños se ganaron por hacer lo que todo niño bien criado medianamente tiene que hacer para terminar siendo el rey mago que provea de juguetes a su cría, si es que puede o quiere llegar a tenerla. Y así seguimos perdiéndonos el sentido más profundo y más sublime de la celebración de la Epifanía.

A boca de jarro

jueves, 12 de diciembre de 2013

Un paréntesis en mi ruta...




Esta imagen la tomé desde la ventana de mi habitación hace apenas unos días. Creo que ilustra claramente lo que se está viviendo en mi ciudad. Una vecina llevaba una pequeña fábrica de cierres en su domicilio y fue a la quiebra. El sábado pasado, temprano por la mañana, nos despertamos sobresaltados por unos ruidos extraños. Estaban vaciando el galpón, y los restos del mismo fueron a dar a un contenedor en la vereda. Días después, los vecinos de mi barrio, gente de clase media, trabajadora y bien puesta, comenzaron a venir a hurgar entre los remanentes, y se iban con retazos de tela y cierres. Es una imagen que se me hace lo más parecido al árbol de Navidad que tenemos por estos días para ilustrar lo que nos sucede como sociedad.

Hago aquí un paréntesis en mi ruta. Muchas veces lo anuncié antes, pero nunca lo cumplí. Al poco tiempo volví, porque escribir me resulta casi indispensable. Este año perdí imágenes del blog por distintos motivos, y me he tomado el trabajo de reponerlas como mejor salió. No cuento con demasiados conocimientos sobre los tecnicismos necesarios para estos menesteres, ni tampoco con demasiado tiempo para ocuparme de ellos. Noches enteras me ocupé de solucionar estos problemas, pero no se debe vivir sin dormir. Lo que más me interesa es vivir en plenitud, acatando los dictados de mi corazón, aprender a escribir, nutrirme de diversas fuentes que me hacen pensar y sentir, incorporar cosas buenas y nuevas y crecer como persona.

Al ir repasando entradas antiguas, hubo algunas que directamente eliminé, y podría eliminar más de la mitad del blog sin que se perdiera nada de demasiado valor, excepto los comentarios de aquellos que tienen a bien acompañarme. Son los comentarios los que le otorgan valor comunicacional a un blog, y siempre me obligan a repensar lo expuesto, dándole una vuelta de tuerca al tema que hace que me lo replantee a mí misma. He usado este espacio como una especie de diario personal y me he enredado con las etiquetas. Voy saltando de tema en tema, de acuerdo a la inspiración o a la urgencia del momento, y tal vez el producto final sea algo bastante caótico. Lo que rescato es que siempre he sido libre y auténtica.

Se viene el tiempo de Navidad, y no logro abstraerme de la realidad que me rodea. Los saqueos, las protestas de diferentes sectores y la tensión social siguen haciéndose sentir. Por lo tanto, seguimos sumidos en la incertidumbre, buscando la mejor manera de festejar en paz.

Este ha sido el Año de la Fe. Siento que debemos hacer un gran salto de fe para salir adelante, como individuos y como sociedades, en un mundo donde la pobreza material y moral espanta. Hay un hombre suelto en el Vaticano, a quien lo desvela la pobreza y por eso ha elegido llevar el nombre de Francisco, que es quien alimenta mis esperanzas de que es posible un cambio porque su testimonio y su accionar me han cambiado. Su breve respuesta a mi misiva está colgada cerca del escritorio desde donde siempre leo y escribo. Y junto a ella puse en agua, dentro de un precioso jarro, una simple caña de bambú. Les he contado que las plantas de mi casa representan a cada miembro de mi familia, presente o ida. Esta caña en agua sumergida en un jarro de cristal es la que escogí para representarme a mí. Me habían dicho que daría flor. Pero algo diferente sucedió...




Habrá que cuidar mucho de este pequeño brote de vida nueva, darle buena dirección y cambiarle el agua fresca un poco más a menudo con el calor. Es la fe en uno mismo la que es preciso alimentar a diario. Esa es la fe que no debemos dejar que nadie nos arrebate.

Desde este espacio hago votos para que todos tengamos una feliz Navidad y un comienzo de año mejor. Los saludo con el cariño de siempre, y me tomo unas vacaciones de la virtualidad para encontrar tiempo para leer y para pensar cómo seguir adelante con este nuevo brote verde al que habrá que encontrarle un jarro un poco más apropiado para que siga creciendo.

A boca de jarro

jueves, 5 de diciembre de 2013

Romper en llanto


Francisco de Goya, "Visión Fantástica", (Boceto)


Soplan vientos fuertes que arrasan con los árboles de Buenos Aires. Se caen sobre los autos estacionados y en movimiento, cortan los cables que nos comunican con nuestros familiares, que nos proveen de la energía que escasea, pasa la tormenta, despertamos, limpiamos, y todo sigue igual que el día anterior. Vastas áreas sin luz y sin agua, y mucho calor.

Me levanto temprano para ir a tomar examen a una zona privilegiada de la ciudad. Paso por vidrieras que venden bañeras enormes, como las del siglo XIX, y me pregunto si no será obsceno comprarse una de esas en medio de esta situación. Es que en el camino, a bordo de un colectivo atestado de personas de pie, me prendo a los auriculares de mi celular para escuchar la radio que sintonizamos los que necesitamos la noticia suave. Justo engancho una entrevista con el Doctor Mercado, Jefe del Hospital San Roque de Córdoba, y caigo en la cuenta de que mientras dormía se desataron otros vientos en la provincia de Córdoba. Estos son vientos calientes que ya nos resultan conocidos a los argentinos en diciembre. Vientos de violencia social que sabemos cuando comienzan pero no hasta donde nos van a arrastrar.

El Doctor Mercado relata la noticia sin dar mayor información. No puede. Está todo en manos de la Justicia, dice. Pero a él lo que lo frena es la imagen de ese muchacho de veinte años a quien no pudo salvar. Un argentinito malogrado en medio de los incidentes causados por vándalos o criminales a sueldo. Cientos de heridos de bala en una guardia de madrugada. Familias trabajadoras desbordadas por el pánico al ser asaltadas. Gente mayor que pierde lo poco que tiene. El pibe de Ciudad Evita que andaba por Córdoba capital en moto con un amigo entró muerto en el hospital y fue a dar a las manos del Doctor Mercado, además de otros centenares de heridos de bala. Las radios de todos el país se estaban comunicando con un clínico y cardiólogo argentino y cordobés que se siente impotente y vencido frente a tanto desenfreno, frente a tanta desidia. Y cuando el periodista presiona por más detalles sobre lo que no necesita mayor descripción, se quiebra en un llanto mudo que lo paraliza, pide disculpas dos veces al aire, y me cambia el panorama del día desde temprano.

Tal vez el día anterior había festejado con unas ricas empanadas y un vinito el Día del Médico en nuestra tierra. Pasó el día sin mayores sobresaltos, en un clima festivo y algo distendido, y a la madrugada del día siguiente se enfrenta con el entramado destejido de una sociedad que no comprende. Su llanto, mudo en los auriculares clavados en mis orejas, es el llanto que compartimos tantos millones de argentinos que nos levantamos a trabajar todos los días para parar la olla, que hemos estudiado años y nos sentimos insatisfechos en nuestros puestos de trabajo, que hacemos malabares para pagar nuestros impuestos, para llenar el chango en el supermercado, para llevar a nuestros hijos al colegio.

Siete y cuarenta y cinco de un día miércoles, el llanto mudo de un médico me atraviesa como esa bala que mató al muchacho. Rompe en llanto un médico por la radio, como lo hacemos tantos, porque ha invertido años de su vida para vivir una realidad mejor. Soñó alguna vez con salvar personas enfermas, pero esta enfermedad social es un mal contra el que parece que no podemos. Los poderosos, entre tanto, se tiran la pelota unos a otros, como hacen siempre, y ninguno nos protege. Enciendo el televisor recién a la noche para apagarlo al rato, porque sólo se puede seguir llorando ante tal panorama de oscuridad. Me doy una vuelta por la terraza, y el viento sigue soplando fuerte sobre la ciudad silente.

Hay una tradición para el tiempo de Adviento que voy a celebrar este 2013 en particular. Se encienden varias velas en una corona circular de muérdago y se pide por cada vela una virtud o un don que se necesita reforzar. Pido al ángel de Belén, el mismo ángel del dolor que nos hace romper en llanto comunitario de tanto en tanto, que nos traiga fortaleza, templanza, sabiduría y esperanza.


A boca de jarro

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Salve Regina




    Regina estaba en una habitación de dos con un enorme ventanal que da al jardín del hospital. Ella ocupaba la cama junto a la pared. La puerta estaba entornada y la habitación, en penumbras cuando entramos esa mañana de sol, porque nadie había levantado las persianas. No quería que se encendieran las luces. Yacía sobre la cama una mañana templada tapada con las frazadas viejas del hospital como si fuese pleno invierno, y se la percibía enojada y molesta. Su primer mirada fue de desdén. Pude leer su pensamiento: "¿A qué vienen estas beatas que no tienen otra cosa mejor que hacer con el Cristo, a darme la lata ahora que me estoy muriendo?"

Me acerqué tímidamente y le pregunté su nombre. En cuanto lo pronunció, supe que estaba hablando con un ser especial. Tenía un rostro fino, afilado y consumido por la enfermedad. Y su voz, áspera y gutural, era el resto de un terrible cáncer de garganta que confesó con ira a los dos segundos de charla. Fue un golpe duro para mí. Era mi primer contacto con una enferma terminal así. Otras veces me había acercado a ancianos entrados ya en edad, desahuciados por los médicos pero acompañados por familiares amorosos. Regina, en cambio, estaba absolutamente sola y no era tan mayor. Nadie la visitaba. Nadie la acompañaba en su agonía. Me pidió agua y comida. Miré la mesa de luz y vi que no había nada para darle de beber. Tenía una vía clavada en lo que quedaba de brazo para alimentarla. Le pregunté qué le apetecería comer. No me contestó. Estaba inquieta. Quería cambiar de posición, pedía que le subiera la cama y le bajara la baranda de contención. Le expliqué que no tenemos permitido hacer cosas por el estilo, que habría que esperar a la enfermera. Murmuró algún improperio contra mí por resultar tan inútil, y así me sentí, pero no claudiqué, confiando en que lo que más necesitaba era de alimento para el alma.

Comenzó a relatarme su historia de vida, de lucha y de dignidad. Se confesó una mujer deportista, nadadora, sana, alguien que nunca había probado alcohol ni fumado jamás.

-"Y sin embargo, mirame ahora. ¿Por qué me tuvo que pasar a mí, cuando hay otros que hasta parece que se la buscan y andan fumando por el jardín?"

Hay algo que se repetía en su discurso, que se desprendía de su enojo contra el destino que le había tocado vivir. Hablaba de tener la canasta llena de huevos, tantos, que hasta ya resultaba pesada de cargar. 

Hice silencio un rato, la tomé de la mano, le acaricié la frente suavemente y la cabeza, totalmente pelada y hermosa, y logré que dejara de mirar fijamente a la pared y me mirara a los ojos. Le dije que yo no tenía ninguna respuesta para ofrecerle, ninguna receta prefabricada para darle esperanza, que tan sólo estaba allí para visitarla, hacerle un rato de compañía e intentar apaciguar su ira. Agradeció el calor de mi mano y me susurró que todo su cuerpo estaba helado y cansado.

Entonces el azul de sus ojos se fundió con la enorme compasión que llenó los míos de lágrimas. No puede evitar decirle que tenía unos ojos soberbios del color del mar más bello y por fin logré arrancarle una tímida sonrisa. Caí en el lugar común de esas frases hechas que se escuchan por ahí, como que los ojos son el espejo del alma. Eso me lo perdono porque era justo ahí a donde quería llegar.

Le hablé con sinceridad, le dije que creía que sólo podía ayudarla a prepararse para partir porque me parecía una mujer sensata, y que todos merecíamos morir en paz. Volví sobre el magno manto de su nombre.

-"Sos una reina, Regina. Y podés irte como lo que sos."

Entonces así, por pura intuición, toqué la fibra más tierna que tenía sana todavía. Me confió, con la voz ya cansada, que cada noche antes de que se apagaran las luces de su mísera habitación de hospital, clavaba sus ojos celestiales en el techo y le parecía que se abría. Veía como en una visión a una señora vestida de negro que llevaba una corona y que le sonreía dulcemente. Y ella creía que esa señora era la que pronto vendría a buscarla para aliviar su dolor. Creó que notó que me desmoronaba espiritualmente yo, y me tomó fuertemente de la mano ella esta vez, suplicándome que volviera a visitarla. Y así me lo propuse. Al mirarla por última vez desde la puerta de la habitación era el perfil de la muerte lo que asomaba por entre las mantas sobre su lecho.

Salí al pasillo y me quebré en un llanto que tuve que ahogar. Mis compañeras me acompañaron a componerme al jardín, pero había sido todo muy fuerte por primera vez en los meses que llevaba haciendo esto de visitar enfermos. Callé lo que le tendría que haber dicho: que yo también había sentido alguna vez, en esas horas oscuras, la presencia de esa señora de manto negro a los pies de mi propia cama. Pero era cosa de loca mística, y no quería hablar de mí.

Llegué a casa hundida en un silencio cavilante. ¿Qué podría llevarle en mi próxima visita que le sirviera de alivio y preparación? ¿Cómo transformar su enojo en aceptación? ¿Cuánto podía demorarme? No mucho. Era viernes. El hospital se llena de gente que visita a sus enfermos los fines de semana y necesitábamos un clima más sosegado. Esperaría hasta el lunes para volver.

No tardé mucho en encontrar lo que deseaba compartir con ella. Es una oración que tengo en un libro pequeño que me enseñó a rezar mi abuela paterna. Le marqué con un post-it rosa y preparé otra que me enseñó un sacerdote que dedica su vida a esta tarea. Todo ese fin de semana veía los ojos de Regina en el ojo de mi mente y oraba de corazón por ella.

El lunes a la tardecita, entre que terminé las tareas de casa y llevé a mi hija a su clase de inglés, me hice un huequito para ir a verla, armada con las oraciones. Entré sin mirar al interior de las demás habitaciones para que ningún otro paciente me viera. Sólo quería estar con ella. Otra vez me encontré con la puerta entreabierta y la habitación en penumbras. Me asomé sin golpear, pero en la cama de Regina había otra señora acompañada de su hija. Pedí disculpas por haber irrumpido así y me puse a buscarla por todo el piso. Me fui al office de las enfermeras pero era la hora de la higienización y no di con quien me orientara.

No hacía falta preguntar nada ni seguir buscándola allí. Regina se había ido para no volver, y yo no había cumplido con su pedido. Bajaba por las escaleras hacia la salida ya cuando, de pronto, pasó una señora que acompañaba a la paciente de la habitación que compartía Regina.

-"Falleció el domingo a la madrugada. Estaba muy débil ya. Lo último que hizo antes de morir fue rezar una oración conmigo que me acordaba del catecismo: "Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra: Dios te salve... " ¿La conocés?"


Dominic Miller – Water (from the album Silent Light) | ECM Records



A boca de jarro

sábado, 16 de noviembre de 2013

Ceguera voluntaria



Gayla Benefield. Fuente: http://www.nbcnews.com/id/37217275/


Los porteños lo describiríamos como "el que levanta la perdiz", "el que bate" "el que sopla", "el botón", "el que te manda al frente", "el buchón". Tenemos muchas expresiones idiomáticas de alta connotación negativa para describir la actitud valiente de quien, frente a una situación crítica y peligrosa, investiga, alerta, informa, y, sin embargo, se encuentra con el repudio general, con el rechazo colectivo de la masa que prefiere seguir viviendo en la ignorancia de algún mal que puede perjudicarla. Es una actitud bastante arraigada entre nosotros esa del "No te metás", o la del "Yo, argentino", aún si el asunto te incumbe e incumbe a todos los que te rodean. De eso habla esta mujer, Margaret Hefferman, a quien escuché por primera vez hace un par de meses entre el listado de charlas de Ted, Ted Talks, de donde recibo notificaciones periódicas. Y gracias a ella también aprendí la expresión idiomática equivalente en inglés a todas las que enumero al comienzo: "to be a whistle blower", algo así como "ser el que da la voz de alerta", ya que el silbato ("whistle"), hace referencia a lo que hace un árbitro en plena cancha de fútbol cuando algún jugador comete una falta, o a un policía que hace sonar el pito para alertar a algún ciudadano que está cometiendo alguna infracción y dejarlo expuesto ante las miradas ajenas.

Gayla Benefield, la mujer que levantó la perdiz en su ciudad natal, Libby, en Montana, cercana a la frontera con Canadá, para pasar a ser el blanco de críticas y agravios, estaba haciendo su trabajo habitual cuando descubrió un secreto acerca de su lugar de origen: "su tasa de mortalidad era ochenta veces más alta que en cualquier otro lugar en los EE.UU." Una anomalía llamativa que nunca antes alguien había notado. No obstante, cuando advirtió a sus vecinos sobre la verdad de lo que sucedía en su pueblo, se encontró con otra dura realidad aún más impactante que su propio descubrimiento: nadie quería saber nada del asunto. A esta reacción de la masa, que elige seguir viviendo en un mal antes que enfrentar la verdad y hacer algo para mejorarlo, Hefferman la denomina "ceguera voluntaria", y sobre ella se basa su charla. Existe, en efecto, cierta coincidencia lingüística, ya que en español tenemos el viejo dicho que reza: "No hay peor ciego que el que no quiere ver".


No deseo extenderme demasiado ni adelantar nada más sobre la experiencia de Gayla, ya que la charla de Hefferman merece ser escuchada. Simplemente, considero relevante observar y reflexionar sobre este fenómeno de conducta a la vez tan humano y perjudicial, y, sobre todo, tan argentino. ¡Cuánto nos cuesta salirnos de esa zona de confort en la cual sentimos que vivimos para hacer cambios para mejor, aún si en ello nos va la propia salud o la vida! Y cuán fácil nos resulta desconfiar de quien es capaz de mirar un poco más allá, de llegar a denostarlo, a condenarlo al aislamiento como si fuese "un bicho raro" - incluso cuando el cambio que nos propone es para nuestro propio bienestar. Ese que es capaz de jugársela por los demás, de proponer modificaciones necesarias que hacen a la calidad de vida de todos es "el que paga el pato", "el que levanta el muerto", "el que canta las cuarenta" que nos viene a importunar. "¿Para qué nos vamos a complicar la vida?" "¡Lo atamos con alambre!" "Que lo arregle el que venga atrás." Es más fácil y más cómodo "hacerse el oso", "mirar para otro lado", "seguir como si nada, total, a mí no me va a pasar", "acá no pasó nada"... 

Algo que creía tan propio de la idiosincrasia de mi gente resulta ser un fenómeno universal. Esta ceguera que se elige a voluntad empieza por las pequeñas cosas de todos los días, como cuando ese señor mayor o la embarazada se suben al transporte público y nos hacemos los dormidos para no cederles el asiento, el mero hecho de no responder a un mail que recibimos, el no encargarnos de limpiar los excrementos de nuestro perro cuando lo sacamos a pasear por la vía pública, el no cuidar la limpieza y la integridad de aquellos lugares que llamamos "públicos" porque son de todos, el conducir sin respetar las normas de tránsito y de dar prioridad al peatón, el no comentar aquello que se podría mejorar en nuestro trabajo para no comprometernos o exponernos... Tenemos una lista tan larga de ejemplos de ceguera voluntaria o selectiva como expresiones idiomáticas que usamos para nombrarla eufemísticamente. La más temible es la que sucede cuando resulta provocada por aquellos que deberían generar el cambio, la que elegimos cada vez que nos evadimos con el partido de fútbol o el crimen del día, el programa de cultura chatarra en televisión abierta, para no mirar lo que está sucediendo a través de la ventana de nuestra propia casa o de la realidad, lo que afecta a un vecino o a un desconocido que habita nuestro mismo territorio u otro, un poco más lejano, pero igualmente castigado. Luego de escuchar el testimonio que da Hefferman sobre Gayla, la ceguera voluntaria como estatregia para evitar conflictos se me hace una pandemia. Tal como apunta Hefferman vehementemente, "La libertad no existe si no se usa, y lo que hacen los denunciantes, y lo que la gente como Gayla Benefield hacen, es usar la libertad que tienen." 




lunes, 11 de noviembre de 2013

A boca de jarro




Voy a hablar a boca de jarro como bloguera una vez más y a salir de las spring blues. Lo he hecho un par de veces antes, pero ahora ya he perdido la inocencia y el candor que acompañan al blogger novato. Vamos a decir la verdad de la milanesa, señoras y señores, y así empezamos la semana más livianitos, que de España me traje cuatro kilos de más que tengo que bajar urgentemente para el verano, porque no entro en ningún pantalón...

El jueves casi me caigo de culo cuando vi las estadísticas del jarro - cosa que todos, incluida yo misma, decimos que no miramos, que no hacen al meollo de la cuestión, pero cuando se disparan como lo hicieron el jueves, en mi caso, a un pico de 700 visitas, descorchamos y nos creemos Gardel. Terrible perplejidad la mía cuando al consultar en la opción "Público", me encontré con que el tráfico venía de Malasia. ¿Qué diablos hacen tantos malayos leyendo este blog? ¿Quién me los trajo al jarro? No sé, no tengo la menor idea, ni me interesa, pero les pediría por favor, si no es mucha molestia, que vuelvan, que se apunten como seguidores y que comenten copiosamente, porque no hay nada mejor para el ego blogger que contar con muchos seguidores nuevos y más comentarios para responder.

En esto de ponernos y quitarnos como seguidores de blogs, muchos bloggers somos de temer. Yo, la primera, y algunos de Ustedes ya se habrán dado cuenta. Sea porque entramos a una página y nos sale alguna encuesta o alguna advertencia de Software Malicioso - que alguna vez le han achacado al jarro también -, sea porque nos vemos abrumados de publicaciones de ese blog al que nos hemos apuntado, o sea porque el blogger en cuestión nos ha defraudado de alguna manera u otra y estamos medio cabreados, en el mundo de los blogs se aplica la misma ley que en todos los demás, y ante la menor sospecha de peligro, desborde, doblez o deslealtad, nos borramos, amén de que tenemos una vida que atender. No veo que sea reprobable, ya que se trata de algo muy humano que sucede en todo grupo o comunidad, sobre todo entre mujeres, no me pregunten por qué, o, mejor aún, anímense a responder los hombres, que encuentro bastante más cerebrales y medidos en este menester.



Lo cierto es que como blogger, me gusta leer las publicaciones de los blogs que sigo y comentar. Así como también me gusta que me lean y me comenten. ¿Qué digo "me gusta"? Eso dejémoselo a Facebook: a mi me encanta abrir el escritorio blogger y encontrarme con mucho eco del trabajo que le meto a esto, y me parece normal. Me pasé años remando, publicando entradas que pasaban desapercibidas para el resto de los mortales, salvo un grupete de entre 20 y 40 seguidoras locales, idas ya, hasta que un buen día, curioseando por ahí, me encontré con un ramillete de blogs españoles y se me abrieron las puertas del paraíso. Ellos saben lo agradecida que les estoy por haberme dado cabida, porque en España se bloguea en serio. Acá llamás a un técnico de computación para que te dé una mano para resolver tus problemas y te dice de antemano que de blogs no entiende nada.

La única persona que me ha echado una mano de manera absolutamente gratuita, desinteresada y anónima cuando estuve en aprietos en este jarro ha sido Miguel García Sánchez Colomer, a quien conocí a través de Google+, y a quien he dado en llamar "mi arcángel en las redes". Gracias a Google+, además, encontré personas valiosas que me han orientado en momentos en que necesitaba saber cómo obrar con ciertos personajes que sacaron lo peor de mí: vaya mi reconocimiento en esto al cordobés radicado en Barcelona José Facchin, cuyo sector principal es el turismo, y al  señor Angel Campos Rufián, a quien además tengo que agradecerle públicamente el mantenerme informada mejor que los medios locales de lo que sucede en España a través de sus blogs. Facchin me banca en todas, me quiere enseñar de SEO, de posicionamiento, de la necesidad de mi omnipresencia en todas las redes, y yo me resisto, no porque no me interese posicionarme mejor, sino porque no entiendo ni jota de cómo hacerlo, como me pasa cuando leo las entradas con tutoriales que los expertos publican y que me proponen andar tocando cosas en el blog que me da pánico tocar por no meter más la pata.

Una se va dando cuenta quién es quién en este mundillo blogueril: quién te sigue como mejor puede por real interés, quién te instruye, quién te enseña, quién te deleita, quién está para la vidriera, quién te comenta por conveniencia, por cortesía o para que piques y se arme polémica y quién te acompaña ya más por el ser humano que se proyecta que por tus publicaciones. Y además creo que todos como bloggers caemos en estas cosas, así es la historia, y hoy tenía ganas de contarla tal como la vivo, como es costumbre de la casa, porque además prepara el camino para otra entrada que tengo en borrador y que deseo de corazón que los malayos vuelvan a leer. Si a alguien he molestado u ofendido en este recorrido, hoy aprovecho la ocasión para pedirle perdón. El arte de bloguear, sobre todo cuando se hace de manera transparente y a boca de jarro, resulta sumamente aleccionador como experiencia de vida, además de ser divertido y reconfortante. Vaya en esto a la vez mi más profundo agradecimiento a todos los que leen y hacen posible esta ventana abierta al mundo que abrí allá por febrero del 2011 y que, sin demasiada originalidad, se me ocurrió llamar...

A boca de jarro

martes, 5 de noviembre de 2013

Primavera poco florida



"Los cambios en la vida de las personas vienen, en ocasiones, por caminos
 tortuosos e imprevistos. No se les reconoce en primer momento y su 
conmoción sobre el espíritu es considerada como un cataclismo emocional."


        Isabel Martínez Barquero, Aroma de vainilla, II.3, Edición Kindle, Amazon.es

 Esta primavera ha llegado poco florida. No es casual. Ha habido cambios profundos, de raíz, y creo que, tal como refiere esta cita de una autora que se me hace exquisita como el aroma de su novela, que no logro terminar por el inmenso cansancio que me embarga y una marcada falta de energía vital, los estados del alma no coinciden siempre con el calendario y parece que nada quiere florar en mi vida.

Me encuentro en un estado de conmoción e introspección ante el abandono de aquello que se me hacía familiar y seguro, aunque infructuoso en los últimos tiempos, y al mismo tiempo se adueña de mí una perplejidad y un grado de agotamiento paralizante ante una realidad de la cual no puedo siquiera hablar porque tengo miedo y me han ganado por cansancio, esa es la verdad. La tarea de recuperar imágenes que se perdieron por haber sido atacada al abrir esta boca de jarro se me hace pesada, aburrida y dolorosa. Ya nada parece ser lo mismo que antes, ni tan siquiera la esperanza de que la tierra donde abrí mi jarro y donde planté mi árbol alguna vez cambie. Será por eso que ni siquiera le encuentro sentido a la crítica. No hay oídos dispuestos a escuchar, manos limpias para enmendar, rostros confiables capaces de dar la cara por los males perpetrados, aunque siempre hay cuerpos enteros empeñados en seguir revolviendo el pasado para encontrar muertos que demonizar, un pasado que se me hace tan oscuro como el hoy en muchos aspectos.

Tampoco me siento acompañada en mi sentir por mis propios compatriotas: cualquier cortina de humo que se nos ponga por delante, como un velo para no ver más allá, vale para encontrar tema interesante del cual ocuparse: el fútbol, los crímenes del momento y demás yerbas. Nuestros noticieros se han pintado de amarillo. Pero el amarillo es un color que no me va: yo sigo soñando con la transparencia del agua pura, y eso sé bien a estas alturas que no abundará mientras viva. Es posible que en el fondo de las formas siga siendo una empedernida idealista.

Me aparto entonces de la humana compañía, de las últimas noticias, y me refugio en mi jardín. Allí  hallo un reflejo de la conmoción doliente de este cataclismo emocional que ha dejado arrasado a mi espíritu. Mis plantas con su árbol padre ido ya tampoco son las mismas. Parece que ellas lo extrañan como yo y están florando lentamente en esta primavera fría. Algunas, las enredaderas, trepan hacia las alturas sin tutor, desbordando sus macetas, como en busca de la protección que les concedía el árbol. Pronto tendré que plantearme qué hacer con todas ellas sin su cobijo de sombra, porque cuando pega el implacable sol del verano sobre mi jardín, no queda planta ilesa. Antes al menos encontraban cierto alivio bajo el follaje del ficus. Le doy vueltas al diagrama del jardín, cambio macetas de lugar, pero todo es en vano: soy yo la que no encuentra su lugar en este paradigma y así no logro volver a poner mi jardín en forma.

Bajé de la terraza una preciosa camelia y se apestó, perdiendo lastimosamente por todo el suelo pedregoso del jardín la promesa de capullos tiernos que no habían siquiera abierto. Le hice caso al experto de dedos verdes nuevamente y la fumigué, a ella y al jardín entero, con un líquido pestilente, vestida como un cirujano en pleno quirófano, pero parece que fue peor, para ella y para todas las demás. Se quedó flaca la pobre camelia y se le cayeron todas las hojas viejas y muchas nuevas, cosa que suele presentarse como un patrón de conducta en las mujeres que duelamos en mi familia: nos consumimos en pocos días y se nos cae el poco pelo que tenemos.

Los otros días volví al vivero del barrio en busca de más pensamientos para alegrar todo un poco, ya que hasta la pintura de la pared se está descascarando con tanta humedad acumulada. El experto me aseguró que no son plantas de estación, y sin embargo son los pensamientos los que siguen floreciendo en mi jardín urbano. Lo mismo pasa con el ciclamen. Se supone que ya no es tiempo de que dé flor. No obstante, quedó uno en pie, que sobrevivió mi ausencia por el viaje, y está cargado de pimpollos a punto de nacer. Por suerte frondó el ombú bonsái que le obsequié a mi padre cuando le rogué que viajara conmigo a España. Desde su sabiduría de anciano se negó rotundamente, respeté su decisión y su árbol está mejor que cuando se lo regalé. Lo mismo sucedió con unas orquídeas salvajes que vinieron del jardín de la casa de mis suegros, y que al dar flores brillantes por sobre la sequedad que las une al tronco donde llegaron a casa contrastan con la negrura del hollín detrás de la parrilla, como indicando que es tiempo de escuchar a los ancianos que han habitado este jardín argentino toda su vida y, a pesar de todo, siguen siendo fecundos.

Las porteñas jóvenes y sensuales visten shorts y musculosa para salir a la calle. Yo he dado vuelta al placard y a mis bibliotecas pero sigo llevando las mismas prendas y los libros reservados para este tiempo de cambio me siguen esperando en los estantes nuevos. No hay caso, es tal como dice siempre mi compañero de vida: no es cuestión de vestirse por calendario sino por lo que indica el termómetro. Y el termómetro del alma me dice que esta es una primavera destemplada y poco florida.



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