miércoles, 25 de marzo de 2015

Soy una mujer


Salvador Dalí, "Mi mujer desnuda contemplando su propio cuerpo convirtiéndose en escalera, tres vértebras de una columna, cielo y arquitectura", 1945.


Los días en los que no se me ocurre nada para escribir, leo. Estoy revisando papeles viejos, hojas amarillas arrancadas de vaya a saber una dónde, en las que hay textos inspiradores que me hubiese gustado crear a mí. Este es uno que aplica para este día en el que me toca otra entrevista laboral más. Desconozco su autoría.

Soy una mujer

Soy una mujer que en ocasiones se pierde
en preguntas sin respuesta
aceptando su propia realidad 
y se resiste 
a la desesperación
 de la incomprensión del mundo.

Sólo soy así, una mujer,
cuya pasión incontrolada me lleva
a lugares invisibles para las mentes comunes,
que, segura de su alma,
se lanza al vacío de una vida
que le atrapa con la intensidad
de sus contadas horas.

Sólo soy así,
una mujer creadora de sueños,
pues imagino mundos diferentes
en los que soy y en los que no soy.

Sé que soy una mujer imperfecta,
cuya fe es su fuerza
para entender el mundo ausente,
aquella que conociéndose a sí misma,
comprende su esencia.

Sólo soy así, una mujer que ama con entrega,
con fuerza incontrolable,
sin la reserva de la duda
y con el alma desnuda;
aquella que siente la magia de los deseos,
la que se alimenta del sueño de Dios,
que halla inspiración en todo momento
y que cuando siente dolor,
indiferente, se cierra en su caparazón.

Soy así,
una mujer que cae,
que se levanta con coraje,
que no teme al mundo,
que desconoce, que ansía, que sufre,
que se apasiona, que se avergüenza,
que reconoce, que huye, que se aleja,
que no tiene nada,
que sólo se tiene a sí misma.

Tan sólo soy una mujer...

A boca de jarro

martes, 24 de marzo de 2015

El empleado público

Mafalda, Quino

“Los que trabajan para delincuentes… ¿qué son? 
¿Son delincuentes?”

Bombita Rodriguez, "Relatos salvajes"

     Es como entrar al zoológico, un bestiario del asfalto infectado de burócratas. En la puerta están los perros que te gruñen y te muestran los dientes ni bien traspasás el umbral. En el escritorio de recepción, los linces; en el escritorio de atención, las tortugas, las gatas o los cuervos, depende de cuál te toque. Incluso me pareció verle el hocico puntiagudo a alguna rata por ahí. En el piso de arriba se deslizan por el piso las víboras, y, si subís a los pisos más altos del elefante blanco que alberga al nefasto edificio, seguro te la dan en la yugular. Subas o no, salís de ahí envenenado con ganas de tener de amigo a Simón Fischer, alias Bombita Rodríguez, para que vuele el edificio sin lastimar a ningún animal, pero que lo vuele de una, eso sí, y entonces, de una puta vez, nos dejen de chupar la sangre a quienes tenemos que pagarle al fisco el impuesto al mono. Los monos venimos a ser nosotros, los que dejamos una buena parte de nuestros magros ingresos por hacer tantos malabares para poder trabajar


      En la  puerta hacés cola indefectiblemente aunque llegues con la primera orina de la mañana. Vienen los burros de carga del bar de la esquina a traerles a las bestias burócratas su café con leche con medialunas de manteca o grasa para que consuman antes de las diez de la mañana, que es la hora bacana a la que empiezan a trabajar. Bah, trabajar es una forma de decir: hacen como que trabajan, montan todo el show, y te hacen envidiar tener un laburito así, de diez a cuatro, en una oficina con aire acondicionado, numeración digitalizada y computadoras a carro a las que siempre parece colgárseles el sistema cuando llega por fin tu turno.


   Vos te sentís poco menos que un delincuente, siendo simplemente un trabajador que pretende ganar unos pesos y estar en regla. Te toman las huellas dactilares, registran tu firma, te piden fotocopia de tu documento, te dan formularios nomenclados por letra y número para llenar y te despachan rapidito a casa para que hagas todo lo importante online porque ellos ni se mosquean. Yo me la juego que si le ofrezco unos mangos como cuando le tirás lechuga fresca a una tortuga, viene a comer de tu mano antes de lo que canta un gallo, pero a mí para coimear así no me da. No soy tan rata como las que se pasean por las noches sobre el cablerío de la ciudad ni como las que anidan acá. Admito que soy muy mal pensada, como buena porteña de raza y argentina de ley.

   Justo de toda esta fauna variopinta me vino a tocar la tortuga a mí, que me carcome la ansiedad. Tenía cierto aire a Steven Hawkings a pesar de que su cerebro era claramente del tamaño de un mosquito. Le planteo escuetamente cuál es mi cuestión, siendo la segunda vez que voy en menos de un mes sin poder resolver el tema y habiendo saldado todas las deudas de intereses acumulados por pagos atrasados, y el tipo ni siquiera establece contacto visual conmigo. Con la mirada fija en la pantalla de su ordenador y relamiéndose el labio superior por algunos minutos y, por otros, que se hacen tan largos como el chicle de menta que rumiaba el lince de admisión, hurgando los restos de medialuna entre sus dientes con la lengua, me tiene frente a él en absoluto silencio indiferente durante siete minutos contados por reloj. Perpleja, miro para los costados y observo que en las otras jaulas fluye la cosa un poco más. Tamborileó los dedos sobre el escritorio, revuelvo todos los papeles que llevé prolijamente en una carpetita plástica azul, y nada, sigue colgado a la máquina dándole a la lengua sin parar. Le digo tímidamente que el lince de admisión, que mascaba su chicle alevosamente de costalete mientras me hablaba, me había derivado a él para obtener un instructivo y terminar el trámite por mi cuenta. Cuando ya no quedaba ningún resto de migas hojaldradas por limpiar dentro de su cuadrada boca de tortuga terrestre, mete la lengua adentro, tira la mandíbula para atrás y me dice, tan lentamente como ha venido procediendo, que no existe ningún instructivo para lo que requiero. Le explico que mi felina contadora me envió a solicitarlo y que el lince de la entrada me mandó a encontrarlo acá, y entonces frunce todo lo arrugado y gris de quelonio que lleva por rostro, mete el índice derecho que levanta del ratón bajo sus garras sucias y largas en la oreja, se rasca bien adentro e insiste en su tesitura exasperante de reptil urbano, vago e inútil, me manda a casa a entrar a la laberíntica página de la AFIP, accediendo por enésima vez con mi número de CUIT y mi nueva clave fiscal que tramité hace dos semanas en el mismo sector, y, una vez allí, habiendo comprobado que todos mis datos hayan sido debidamente cargados al sistema, me dirija a la sección de "Preguntas Frecuentes" para encontrar la respuesta a esta duda que me carcome el bocho hace más de un mes ya. Yo, como tantos, me pregunto frecuentemente si haber nacido en este país nos ahorrará algunos años de purgatorio, y, como soy muy mal pensada, como buena porteña y argentina de ley, me la juego que sí. Otro consuelo no hay.




                     Relatos Salvajes- fragmento de "bombita"


A boca de jarro

lunes, 16 de marzo de 2015

La entrevista

Antonio Seguí, El Dueño de la Ciudad, 1995


  A las apuradas me vestí de profesional urbana luego de haber estado fregando toda la mañana. Era un manojo de nervios empapado de sudor. Me duché, manoteé el último frasco de perfume importado que me queda, me rocié debajo de las orejas y sobre las muñecas, me puse la mejor ropa que tengo, los tacones que jamás uso y salí a la calle a cazar un taxi y así no llegar tarde con la cartera de cuero al hombro, la que reservo para ocasiones especiales. Últimamente estoy llegando tarde a todas partes, no sé por qué será, y para la entrevista hay que dar una buena primera impresión. Sí, ya sé, soy tan anticuada que aún creo que la puntualidad ayuda.

El auto estaba sucio pero fresco en su interior y en un soplo me llevó por la avenida sobre el asfalto líquido derretido por el implacable sol de febrero. A esa hora de la tarde a fines del verano en Buenos Aires el tránsito suele fluir bastante. Le pedí al taxista que me dejara en la esquina para poder darme vuelta la remera, oculta en en el hall de alguno de los edificios de la zona, ya que, en el apuro, me la había puesto al revés, y para poder peinarme otro poco porque el pelo estaba todavía algo húmedo de la ducha. Mientras me ponía a tono, me acordé de mi digna abuela asturiana que me decía que cuando te ponés algo al revés es porque vas a recibir algún regalo. Con el tiempo se aprende que en este mundo nadie te regala nada, pobre asturiana, ella también lo aprendió bien y lo digirió a fuerza de mucho mate siendo una inmigrante almacenera aporteñada.

Pasé por la puerta dos veces antes de entrar y estudié bien el lugar. No me gustaba como lugar de trabajo, en Internet se mostraba algo distinto, pero no tenía opción, había que entrar y ver de qué se trataba. Me hizo esperar debidamente mientras despachaba a dos veinteañeras mal entrazadas y me sentí horrible. Yo, en su lugar, no dejaría que los entrevistados se cruzaran pero, de nuevo, en eso también debo ser antigua. Las despidió y me hizo pasar a su oficina, sobria y sombría. Enseguida pasó al inglés, un inglés rasposo plagado de errores gramaticales que me daban ganas de corregirle aunque podía llegar a ser mi empleador. Me hizo preguntas que parecían sacadas de un libro de esos que enseñan a conducir entrevistas de trabajo exitosas y que poco tienen que ver con lo verdaderamente relevante en la profesión docente. Quedaba claro que el tipo había vivido unos años en el exterior y que había hecho algunos cursos pero que de profesor no tenía nada. Lo que llamaríamos un verdadero chanta y caradura, que es lo que hay y abunda. Me lo confirmó a medio tramo de la charla: había pasado once años viviendo en Nueva York, igual que mi abuelo vivariense que toda la vida laburó de camarero en la Argentina y nunca tuvo el tupé de ponerse a enseñar inglés. De esa estirpe honrada, trabajadora y pasada de moda vengo yo. Ahora cualquier ignoto con guita se monta un instituto y pretende contratarte a vos, que te rompiste el alma estudiando para tener un título habilitante, por dos mangos con cincuenta la hora y en negro. Ahí fue donde pisé el palito, cuando me preguntó cuánto pretendía ganar por hora de trabajo. Se le estiraron los ojos, se le dibujó una sonrisa burlona, y me dijo, sin ningún desparpajo, que si yo lograba que alguien me pagara eso en la Argentina de hoy, se venía a trabajar conmigo. Como una chiquilina recién recibida me puse toda colorada. No pedí ninguna exorbitancia, más o menos lo que alcanza para llenar un carro de supermercado en la compra grande del mes por tardes enteras de trabajo, corrección y planificación no incluida como siempre en este país, con más de veinte años de experiencia sobre el lomo y buenas referencias. Así y todo, le parecí cara, y me dijo que cualquier cosa me llamaba, me abrió la puerta y ni siquiera se quedó con el curriculum que prolijamente había imprimido, enfoliado y llevado en un sobre de cuero precioso.  

Emergí a la luz y los bocinazos de la avenida sintiéndome más perdida que cuando empecé la búsqueda y, encima, humillada y de nuevo empapada en transpiración. Pasé por una peluquería que hace belleza de pies y manos, permanente de pestañas y botox capilar. Estaba abarrotada de mujeres de mi edad. Pensé que podría hacer un curso de peluquería en algún momento del año: seguro que me va mejor que como profesora de inglés, aunque las empleadas también son todas jovencitas tatuadas y teñidas de colores raros o con las puntas del cabello largo y grueso desgastadas, y a mí ya no me da el cuero para hacerme todo eso. Ya que estaba con el curriculum bajo el brazo, me fui caminando hasta otro instituto de la zona que pinta mucho mejor, aunque nunca me llamaron, y esta vez, en lugar de mandarlo por mail como es la moda, se lo entregué en mano al secretario que me abrió la reja con un timbrazo de portero eléctrico. 

Soy profesora de inglés. Acá te dejo mi curriculum por si necesitan una profesora con experiencia en exámenes internacionales.

Me volví a casa en colectivo. Para otro taxi ya no daba. Y ahí sentada en el último asiento, junto a la ventanilla, miré al cielo límpido de aquella tarde de otro febrero de entrevistas y supe que ya no volvería a enseñar nada a nadie nunca más. Entonces, apreté los ojos, fruncí los labios, escondí mis ojos tras mis manos y me descocí en un puchero de esos que son más para adentro que para afuera cosa que casi nadie lo llegue a notar.

Antonio Seguí, Mujer Urbana, 1999, Córdoba, Argentina


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