lunes, 14 de septiembre de 2015

Espléndida edad



Espléndida edad en la que me pierdo
y no sé muy bien ni qué edad tengo,
pero sí sé que estoy un paso más lejos
del mero detalle en mi documento.

Espléndida edad en la que decido 
colgar los tacones de zapatos viejos,
llevar uñas cortas, el pelo más corto,
mojarme si llueve sin secarme el rostro. 

Espléndida edad que me trajo anteojos
-me dicen que así se logra ver todo-
aunque, contra el saber de mi oftalmólogo,
mi vista es mejor aun sin anteojos.

Espléndida edad: escucho y no oigo,
escucho también los discos de ayer,
visito los sueños del no-pudo-ser,
canto y bailo sola con estilo propio.

Espléndida edad en la que no salgo a comprar,
en la que no paso un helado por no engordar;
las miradas ajenas más bien me resbalan
y el qué dirán: ¿qué? No me dice nada.

Espléndida edad en la que no se está en edad,
en la que se agradece por no estar arrumbada,
en la que, se cree, ya no me-reces nada,
en la que me niegan por lo muy calificada.

¡Espléndida edad!

Porque exijo lo justo, porque armo mi juego,
porque no me contento con ser jubilada,
un ama de casa, madre, esposa abnegada;
porque veo y no leo en revistas baratas

que fulana de tal espléndida está
con una carrera bien consolidada,
su silueta avispada, su panza achatada,
su novio de treinta, sus tetas infladas.

Ni siquiera la juzgo,
sólo siento lástima:
la vida es tan corta
pa' nomás flotarla...

Silenciosamente y de madrugada
celebro mi vientre,
mis pechos caídos,
mi frente marcada.

Celebro sobrinos, hijos florecidos,
celebro ese cielo de mis caminatas,
celebro los treinta que quiero cumplir de casada
con el mismo tipo que echó panza y canas,

el único tipo que adoro enojada,
el único que de veras me ama,
y con ese sencillo pase de magia
yo me siento espléndida hoy...

¿Qué importa mañana?


Sting - La belle dame sans regrets

martes, 8 de septiembre de 2015

Dolor de duelo



      Es un dolor punzante el de tu ausencia, un dolor espantoso que empezó tan pronto como ella se anunció. Un dolor como si me hubiesen metido una pinza o una tenaza a través de las venas, que me toma el cuello entero y el hombro izquierdo sin otra razón más que el estar sin vos. Un dolor de duelo que sólo me deja mirar hacia mi lado diestro, allí donde te veo por todas partes, allí donde está mi mano buena, que no para de escribirte mensajes que después reviso en tu celular y en tu correo, la mano que no cesa de revolver nuestras fotos viejas. Es un dolor justo del lado del que me tomabas de la mano cuando caminábamos juntos, del lado del que dormías vos en la cama y del que te sentabas en el sofá cuando mirábamos televisión, del lado por el que se asoma el sol por la ventana cada mañana y por el que espío las luces moribundas de la calle de enfrente cuando me acompaña el insomnio de este duelo eterno, mi amor.

Recorro la casa a tientas en la penumbra de la madrugada y te veo en cada rincón. Me detengo en esos detalles que quedaron congelados, ahí, en ese sitio, el día que te tuve que llevar al hospital. Intento recordar en un vano esfuerzo cómo llegaron ahí, donde yacen muertos, tan muertos como estás vos. ¿Quién los puso así, tan quietos y llenos de polvo, sobre la mesa, en el placard del dormitorio, en la heladera o dentro del aparador? Ojalá hayas sido vos y no yo.

No recuerdo bien los últimos días, la verdad, no sé si dormí en la cama o en el sillón del comedor, no sé si comí, si tomé pastillas o si me dí alguna ducha de madrugada. No me acuerdo de nada. Ni siquiera me puedo acordar de lo último que hablé con vos, las últimas palabras que pronunciaste, no, no las logro escuchar en tu voz. Ya ves, la falta de sueño causa estragos, no hay caso. Sólo recuerdo el último día, salir corriendo aquella madrugada en la que te despertaste con ese dolor tan grande en el pecho apenas dos horas después de la última inyección. Estabas tan pálido, casi sin aire, con la mirada fija en el techo, todo doblado, como si un puño enorme estuviera por arrebatarte el corazón, y te agarrabas fuerte, fuerte, el brazo izquierdo, pobrecito mi amor.

Yo, como siempre, fui una cobarde. Para estas cosas sólo servías vos. Salí corriendo al patio en vez de llamar enseguida a la ambulancia, y eché un grito enorme, una puteada tremebunda como nunca antes me había oído hacerlo. Un grito de bronca, de impotencia, de horror. Y caí de rodillas llorando junto a tu malvón. ¿Por qué no me tocó a mí, Dios, por qué? Yo no sirvo para vivir sola, no voy a poder vivir así, voy a perder la poca razón que me queda.

Extendí los brazos al cielo, que estaba oscuro y sin estrellas y, tal como lo había deseado, se apoderó de mí tu dolor. Ahora acá estoy, vida, acá estoy: casi sin poder moverme, pero preparándote panqueques para el desayuno, uno salado y otro dulce, como te gustan a vos.

A boca de jarro

viernes, 4 de septiembre de 2015

Te regalo una rosa



A gardener at midnight: The sick rose by Kristin Headlam

   

Era un desgraciado, uno de esos buenos tipos que tienen la mala suerte de conseguir todo lo que se proponen. Había experimentado en sus propios huesos la fatalidad de alcanzar su sueño, de tocar la gloria, de hacer carne su rosa. La vida, en su primer floración plena de la existencia, la más intensa, la más carnosa, la más roja, le había dado todo un jardín. Ya no podía echarle la peste a nada ni nadie por esa maldita insatisfacción repentina que te golpea cada mañana cuando extendés tus pétalos al sol, por esos ratos de melancolía los domingos a la tarde, cuando parece que el mundo muere sin llegar al otro sol, por los momentos de inquietud, de ansiedad y de avidez por más, sin saber bien qué.


Corría 1995 y Juan Luis Guerra tenía una carrera musical exitosa, una mujer que era la de su vida, un hijo al que adoraba, dinero más que suficiente para no tener que preocuparse por el dinero, el reconocimiento masivo de un público internacional, varios premios en su haber, buenas críticas, pero no se sentía pleno. Seguía por inercia con las giras interminables, los conciertos, las grabaciones, hasta que su cuerpo dijo basta. Una peste infectó su rosa. Y comenzó a perder la vista. ¡Bendita alegoría! No poder ver el bosque por los árboles.


Dejar los ansiolíticos. Mirar de frente al miedo y sacarle la lengua. Tocar fondo en lo más profundo de la oscuridad del abismo íntimo, hacer votos de silencio por un largo tiempo y descubrir la propia y verdadera luz. Pincharse con las espinas de la rosa y sangrar vida y savia: ¡sabia vida! Volver a creer a Dios, que no es lo mismo que creer en Dios, y reírse de la vida simplemente porque en el cielo no hay hospital...

Te regalo esta rosa y me regalo esta historia de sanación del alma.



Te regalo una rosa,
la encontré en el camino,
no sé si está desnuda
o tiene un solo vestido,
no, no lo sé.

Si la riega el verano
o se embriaga de olvido,
si alguna vez fue amada
o tiene amores escondidos.

Ay, ayayay, amor,
eres la rosa que me da calor,
eres el sueño de mi soledad,
un letargo de azul,
un eclipse de mar, pero,
ay, ayayay, amor,
yo soy satélite y tú eres mi sol,
un universo de agua mineral,
un espacio de luz
que sólo llenas tú, ay amor,
ayayayay.

Te regalo mis manos,
mis párpados caídos,
el beso más profundo,
el que se ahoga en un gemido.

Te regalo un otoño,
un día entre abril y junio,
un rayo de ilusiones,
un corazón al desnudo.

Ay, ayayay, amor,
eres la rosa que me da calor,
eres el sueño de mi soledad,
un letargo de azul,
un eclipse de mar, vida...

Ay, ayayay, amor,
yo soy satélite y tú eres mi sol,
un universo de agua mineral,
un espacio de luz
que sólo llenas tú, ay amor.








A boca de jarro




Buscar este blog

A boca de jarro

A boca de jarro
Escritura terapéutica por alma en reparación.

Vasija de barro

Vasija de barro

Archivo del Blog

Archivos del blog por mes de publicación


¡Abriéndole las ventanas a la realidad!

"La verdad espera que los ojos
no estén nublados por el anhelo."

Global site tag

Powered By Blogger