sábado, 26 de septiembre de 2015

Se supo escritor

 

    Supo que era escritor aquel día de lluvia en el que, sentado en pijama frente a su ordenador, constató por primera vez que había logrado hacer de una ineludible mentira una bella y creíble verdad. Hasta entonces sólo había conseguido narrar prolijamente su puñado de verdades de perogrullo. Pero esto era diferente, era inaudito. Supo que era escritor y que ya no le importaba la verdad ni la mentira ni vestir más que su pijama. Supo que el despertarse de madrugada con las manos pesadas de ladrillos para construir castillos de palabras era algo que le iba a suceder con frecuencia, aunque no sabía a ciencia cierta con cuánta, y eso lo angustiaba más que la carga. Supo que el ir a todas partes armado de anotador y bolígrafos iba a ser su perpetua condena a la rareza. Supo, en lo más encendido de su ser, que esa vocación por vivir calzándose zapatos ajenos para hacer propias las historias que otros andaban era su camino, aunque el andarlo no lo conduciría a ninguna parte. Ese era su destino manifiesto, algo infinitamente menos importante que el inenarrable placer de escribir. Supo que aunque su nombre no quedara impreso en los anaqueles del tiempo siempre se imaginaría leído y acompañado cada vez que llegara a la mitad de ese cigarro con el que se premiaba en solitario luego de acabar de vaciarse del escritor. Se supo escritor y dueño absoluto de la locura necesaria para caminar en pijama por las cornisas resbaladizas en días de lluvia como aquel, clamando por el canto de las musas para hacer de su ineludible verdad una bella y creíble mentira.








A boca de jarro


miércoles, 23 de septiembre de 2015

Reunión de ex-alumnas




     Odio las reuniones de ex-alumnas, pero Andrea insistió, dijo que eran los 30 años, que no creía que iba a estar en condiciones de asistir conmigo al festejo de los próximos 30 y que entonces no quería perderse la ocasión. Me hizo ruido eso que dijo. A nuestra edad esos comentarios no se deben dejar pasar sin más. Me empilché bien, tratando de disimular todos los kilos ganados en esta década perdida, y fuimos en su autito. El colegio está casi igual: la pintura caída del frente, el patio con sus baldosas de ajedrez lustradas por las monjitas, las aulas de techos altos y ventanas grandes, y la capilla, resplandeciente. Sólo cambió la cancha donde hacíamos los quemados del recreo largo, que ahora es un gimnasio techado que no pudimos ver porque estaba cerrado, para variar, y cambiaron, eso sí, las monjitas. Las nuestras se fueron todas a la patria celestial, como decían ellas eufemísticamente.

Entrar en esa capilla es tomarse un tren a todos los fantasmas del pasado. Se me viene el día de mi primera comunión, la carita de sueño que tenía por no haber dormido bien, con miedo de tener "malos pensamientos", en palabras de la Hermana Leticia, y mis abuelos, almaceneros asturianos, parados en la puerta del frente, vestidos de lo que no eran para no desentonar. ¡Cuántos miedos me metieron esas monjitas bigotudas e ignorantes, cómo me cuesta perdonarles eso y lograr ver lo que me habrán dado de bueno! Ahí siguen parados en el altar los dos enormes ángeles de la guarda de color pastel que, según las monjas, custodian al Santísimo, y según Marguery, que un día se hizo pis encima durante una misa en uno de estos bancos porque no la dejaron ir al baño, mueven los ojos durante los recreos cortos cuando ella los va a espiar. Yo nunca los vi moverse, pero los soñé en movimiento después de aquella gris y destemplada mañana en que nos dijo la rectora, ni bien tocó el timbre y formamos, que estábamos en guerra con Inglaterra para recuperar las Malvinas. La reliquia del santo patrono de la congregación sigue tapadita con esa cortina bordada que da más impresión que el mismo hueso. Y la Virgen nos mira fijo desde allá arriba, igual que entonces, cuando le pedíamos perdón tal como nos enseñaban, con las dos manitos cruzadas sobre el regazo. Me pregunto mucho últimamente qué sería lo que habría que perdonar tanto, ¿no? Se me ha dado por pensar, como le comento siempre a Andrea, que deberíamos haber sido un poco malas, un poco traviesas, un poco desobedientes, menos sumisas y perfectitas, menos reprimidas de lo que nos obligaron a ser para nuestro mal.

Acá, en el banquete aniversario de la promoción 85, están sentadas a la mesa todas las caras que conozco de memoria, como conozco cada baldosa de este patio que fue mi territorio en la niñez, mi piedra angular, y que me vieron convertirme en una mujercita. Caras que están cambiadas, como la mía, supongo, y, sin embargo, en esas pupilas que se topan con las mías con un dejo de extrañeza después de tantos años encuentro los mismos ingredientes de ayer: Susana, con su dosis de lujuria y de vanidad, Virginia, con sus gotas de envidia y de maldad, Gaby, con su medida de nada hastiada de todo, Alejandra, con su ración de mediocridad y sus aires de feme fatal, los mismos aires que me soplaron a más de uno durante todo el secundario por sobre mi insípida inseguridad, que se evaporó cuando el primer hervor, para el cual no convidé a ninguna de ellas. 

Pero todo eso también lo tengo que dejar atrás porque Andrea está acá y es la que me trajo por algo. Ella me quiere bien, me conoce, me banca, sabe de mis escasos éxitos y mis estrepitosos fracasos, celebra los cumpleaños de mis hijos y les hace regalos. Ella, como yo, es consciente de que nuestro envase tiene fecha de vencimiento y de que hay que exprimirlo al mango. Ella no me mide por mis títulos, mis calificaciones, el número de hombres que pasaron por mi cama, la cantidad de años que llevo de casada, cuántos kilos engordé en cada embarazo o cuántos hijos tuve el coraje de traer a este mundo. No. A ella le van mis bromas, mis sueños, mis lamentos y quejas, mis sensatos razonamientos en forma de consejos trasnochados vía mail cuando se trata de su familia ensamblada, de sus viejos y sus achaques o de la perra de su cuñada y la conchuda de su suegra. Y aunque la quiero bien y la sé valorar, esto se me hace denso cuando se pone espeso. Que estás igual, boluda, que si al final te recibiste de profesora de inglés, que si al fin tu viejo aprobó tu elección de carrera, que cómo están él, tu hermana y tu mamá, que si te casaste, que a qué edad y con quién, o contra quién, que cuántos hijos tuviste y que si trajiste las consabidas fotos de billetera de tus hijos porque yo, mirá, acá te voy a mostrar a los míos, rostros de pibes que no me dicen nada porque ni conozco al papá, aunque me lo puedo imaginar porque sé qué clase de tipo te va, y ahora, acá sentada a la mesa apoyada sobre los caballetes de siempre, las tengo que mirar y poner cara de feliz cumpleaños ante esas caras vacías, y tengo que decirle qué lindos son y toda esa sarta de pelotudeces que se dicen en estos bodrios. Preferiría que nos acordáramos de nuestras travesuras, cuando nos macheteábamos en historia y la vieja no nos pescaba, cuando fumábamos en el sótano del salón de actos, nos rateábamos de geografía con la excusa de que nos teníamos que confesar con el perverso del capellán, o cuando le poníamos papelitos bañados en plasticola sobre la silla del escritorio a la de biología para que se le quedaran pegados al culo, ¿te acordás? 

Me cuentan de hazañas de las cuales, según ellas, fui yo la protagonista, pero yo ni me acuerdo ya. Les cuento de cosas de ellas que quedaron prendidas a mi memoria, pero las niegan entre risotadas, convencidas de que ellas jamás hicieron eso. Pasan de largo los sándwiches de miga porque siguen todas a dieta, pelan sus celulares y me preguntan si yo estoy en Facebook o si tengo WhatsApp para seguir "en contacto". ¿Quiénes seremos todas estas a estas alturas de este viaje sin pasaje de vuelta, me pregunto? Cierro los ojos, bajo la cabeza, miro el reloj: es tarde ya, y se viene la torta, el brindis y las selfies. Hasta para hacerme tantas preguntas es tarde ya.



A boca de jarro

viernes, 18 de septiembre de 2015

Clavado en el bar



      Se llega a una de estas reuniones necesitando imperiosamente desensillar. Después de haberle estado dando vueltas al asunto por días y días desde que llegó el folleto a mis manos en algún bar, y de haberle pegado dos vueltas a la manzana antes de entrar - a pesar de que siempre me creí muy resuelta y extrovertida - recién entonces tomé aire, exhalé, bufando casi, y me mandé por el largo pasillo hasta el salón del fondo. Esto es como los baños de los restaurantes, pensé: siempre al fondo a la derecha. Y me sonreí al tomar asiento, con un cartelito con mi nombre clavado por una alfiler de gancho a mi remera, más por esa complicidad con ese núcleo divertido mío que tanto adoro - lo único que me mantiene a flote hace meses - que por caer simpática antes de ver de qué va esto de un grupo de auto-ayuda en un bar. Lo que pasa, como le expliqué al coordinador ni bien me hizo presentar ante un aquelarre compuesto de tres minas más viejas y más piradas que yo, sentadas en semicírculo bajo una luz mortecina, lo que pasa es que vengo de un tiempo largo de haber estado digiriendo el estofado de que necesito ayuda, aunque para serles franca, yo no sé a ciencia cierta si esto se trata de una enfermedad de la cual me voy a curar o si voy a tener que acostumbrarme, o más bien, resignarme, a vivir así. En algún lado leí, entre todo lo que se lee por ahí sobre el tema, que la ansiedad es la epidemia silenciosa de estos tiempos, pero mi problema, en realidad, es que siempre estoy ansiosa por hablar, y en mi casa ya nadie me quiere escuchar. 

Y ahí nomás, cuando me estaba embalando para largarle al tipo todo mi rollo existencial, me cortó, el muy maleducado. Se disculpó torpemente, arguyendo que sólo se trataba de una presentación informal y que nos iba a dar una dinámica más tarde para que nos conociéramos un poco más y ahondáramos en nuestra problemática individual. Cazó un marcador azul y se puso a dibujar sobre una pizarra blanca unos circulitos todos torcidos que - según él - representaban las áreas del ser humano: el área física, el área cognitiva, el área valórica, el área emocional, el área social, el área espiritual... No paraba de hablar, repitiendo como un loro una teoría bastante pedorra que yo ya había leído en un libro re-pedorro que me compré una vez saliendo del supermercado, esa vuelta que no podía dormir más de cuatro o cinco horas corridas por noche y no daba más. Tiré la guita: ni leyendo el libro mejoraron mis insomnios.

Hasta ahora yo miraba todo el show entretenida con un rico cafecito y me acordaba de mis clases de geometría en el secundario, cuando Sordetti nos daba conjuntos. Sordetti, ¡qué personaje! Me decía que yo era como una escalera: un diez al principio del trimestre, un cuatro a la mitad y un siete rasposo al final que me salvaba cuando me llamaba a su escritorio por arriba de sus anteojitos maléficos y su sonrisita displicente para cerrar el promedio y firmarme la libreta. Me quedé ahí, colgada del techo del bar, como en el 85 me había colgado del techo del aula de quinto bachiller, aquella vez que la vieja me preguntó no sé qué cosa de un teorema un lunes a primera hora y yo no tenía ni puta idea de qué contestar porque había dormido escasas horas por ir a bailar a la matiné del domingo. Se me vino patente a la memoria emocional la vergüenza que sentí aquella vuelta bajo la mirada punzante de las tragas del curso sobre mi perfil malo, y en eso caigo que el tipo me está apuntando con el dedo y me está hablando a mí, directo a la yugular.

¿Vos creés en Dios? ¿Vos tenés fe?  me increpa, totalmente sacado. 

Yo con mi fe en Dios tengo mi arreglo particular  le escupo, ansiosa pero triunfal. ¿Por qué? ¿Acá hay algún derecho de admisión, acaso? 

Listo. Dios lo hizo pisar el palito a media hora de haber empezado. Se le inflaron las venas del cuello, se le encendió la pelada y empezó a citar a los profetas, desde los del Antiguo Testamento, pasando por el papa Francisco, hasta los del Apocalipsis - si es que los hay - espetando las eses por entre sus incisivos al nombrar lo que a estos fundamentalistas posmo disfrazados de corderos les encanta alimentar: el demonio. Decía cosas como que era el demonio el que nos atormentaba con nuestras emociones negativas, y que era a ese a quien teníamos que vencer retornando al amparo de la luz de Dios que sólo brinda la fe que tenemos que tener. El abuso del imperativo a esas alturas me hizo carraspear.


Basta para mí, me dije, sin perder la compostura y sin siquiera retrucar. Le tiré una sonrisa al mejor estilo Sordetti, me puse de pie y lo dejé clavado en el bar como la mejor. Todo esto sin dudar y sin temblar, lo cual ya es todo un logro para una ansiosa asumida y crónica, convengamos. Y cuando llegué a la esquina de ese bar de morondanga entendí aquello otro, que también leí en alguna parte: un razonamiento puede estar equivocado pero una emoción, jamás. Me di media vuelta, miré a los ojos a aquella adolescente pizpireta que supe ser en aquel glorioso 85 y la invité a desensillar conmigo en algún otro bar. 





Maná - Clavado en un bar 




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