lunes, 11 de enero de 2021

Va de Bautismo

Bautismo de Cristo, Mosaico del Baptisterio de Rávena. Siglo V d.C.


Para Pablo

    

     Ayer en la liturgia cristiana se celebró el Bautismo de Jesús en manos de su primo Juan El Bautista, un hippie, un loco lindo que andaba descalzo, cubierto en pieles y se alimentaba de langostas en el desierto esperando y anunciando a grito pelado que venía uno a quien él no era digno de atarle las correas de sus sandalias de pescador de hombres. 

En la lectura de ayer del Evangelio de San Marcos (1,7-11), Jesús se nos presenta como uno más en las filas de los ignotos que hasta hoy lo seguimos enardecidos por su testimonio y su palabra de vida, luego de 30 años de bajo perfil como asistente carpintero de un José ya entrado en años, para ingresar a una vida de exposición pública entre pescadores y pecadores, enfermos, chorros y prostitutas, gente de baja estofa, una vida que solo le dura 3 años y que termina en su crucifixión, pedida por la muchedumbre que lo había recibido con palmas en alto en su entrada triunfal a Jerusalén para luego dársele vuelta y elegir salvar al ladrón de Barrabás ante un Poncio Pilato que - como buen político romano - , se lava las manos y hace que otros se las manchen con la sangre de un inocente. 

¡Qué bien me cae este hombre, Jesús, “El Barba”, como lo apodan mis hijos bautizados y peleados con su identidad intachable - fanáticos de los influencers de Instagram y los youtubers que desearían encarnar... -, por culpa de una iglesia que peca por su humanidad y sobre la cual se generaliza bestialmente, pagando así justos por pecadores, una vez más. ¡Este Jesús me cae cada día mejor! ¡Y el Bautista me encanta! Terminaron uno peor que el otro... ¡Qué mundo  este, che!

Cabeza de san Juan Bautista. José de Ribera. 1644.


En este soberbio pasaje bíblico en pleno río Jordán, se nos pinta a un hombre adulto ya, fiel a sí mismo y seguro de su misión, ungido del Espíritu que lo enciende en medio del agua bajo el manto blanco de la paloma que lo cubre desde el aire y que le da alas para volar con los pies descalzos y firmes sobre la tierra, un Espíritu al que hoy en nuestra híbrida posmodernidad llamaríamos “intuición” o “inspiración”, un fuego que lo conduce sin ruta fija ni brújula a cada paso, hasta cuando - como nosotros tantas veces en nuestras vidas adultas -, se enfrenta a una tormenta en una barcaza llena de tipos que entran en pánico, o como cuando se adentra en el desierto y afronta por elección propia y vence a la tentación de lo fácil, de lo que brilla, de lo que nos hace mal porque se nos ofrece siempre a cambio de la propia dignidad, que es el precio más alto que pagamos por esas ofertas que tanto nos tientan a cada paso…

Jesús encarna los cuatro elementos: agua, aire, fuego y tierra. Y me quedo con la figura del primo, porque yo me reencontré con uno mío, profeta del árbol mío, que me pasa letra, que es fuego de inspiración, agua de consuelo, tierra de sueños a concretar juntos y aire donde echar a volar a donde nos lleve nuestra misión. Y me quedo, sobre todo, con las palabras centrales del texto de Marcos de la liturgia de ayer: “Tú eres mi hijo amado”: palabras que todos deseamos escuchar y vivenciar de nuestro propio padre y madre o figura paternante, aunque no a todos nos sucede. Por eso amo a este Padre en el cielo que me habla así a mí, a este Jesús que me limpia las heridas con su bautismo, que me enciende en fuego vital, que me da alas para andar por el aire de mi tierra y las aguas de mi jarro, y a este primo y hermano del alma mía que me ha venido a rescatar de otro de tantos de mis desiertos existenciales y que hoy me colma de gratitud.


Raúl, gato de mi primo Pablo.


A boca de jarro

lunes, 4 de enero de 2021

Padre Nuestro 2021

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Padre nuestro:

¿Estás en el cielo? 

¡Escuchame entonces, por favor!

Mirá que si no te lo pido a gritos, ¿estamos?

   Santificá Vos mi nombre en el Tuyo 
porque a mí nombre 
lo han andado difamando injustamente 
últimamente, 
    y eso 
me jode soberanamente...

  ¡Yo no quiero un reino, Padre!
Vos ya sabés lo que quiero, 
es mucho menos que eso...
¡Dámelo de una vez 
   para poder servirte 
encarnando eso que quiero 
para mí y para los míos! 
Contá con eso, Padre:
Vos me conocés bien, 
Vos me regalaste estos dones:
estás manos, esta voz,
estas palabras, este corazón,
estos pies,
y yo solo quiero darme.

       Hágase alguna vez mi voluntad,   
Padre, ¡dale!
Así en Tu tierra como en mi cielo.

 Dame hoy 
mas 
que el pan de cada día, 
por un día, 
  para ver cómo me sabe 
y cómo lo puedo partir y repartir 
como enseñó tu Hijo,
porque estoy 
con hambre de mas    
para mí y para los demás: 
¿Vos pensás que eso está mal?

    Ya no te puedo pedir perdón
por las ofensas 
porque perdí la cuenta,
          e intentaré perdonar 
      a quienes me ofenden
y lo seguirán haciendo
en nombre de un amor
que nunca es como el Tuyo, 
por algo te elegí 
a Vos como Padre.

   Pero, por favor,
Padrecito, piedad,
que  mucho me cuesta perdonar,          
es que las ofensas duelen
como la madre que me parió, 
y Vos sabés
cómo ella 
me dolió
y me duele todavía.

 ¡Dejame caer
 en la tentación, Padre! 
¡Dale!
Yo estoy segura de que a Vos 
   te va a divertir tanto como a mí: 
¡tanto la reprimí!

 ¡Resulta tan tentadora
 la tentación 
que los hombres inventaron 
por temerle a Tu alegría, 
      sobre todo a estas alturas 
de mi efímera existencia,
y aunque solo Vos 
sabés el cuándo,
hace rato se fue el tiempo
al que los poetas
le escriben 
sus versos mas encantados...

     Y librame solamente del mal 
         que por bien no venga, Padre,
    porque, como te darás cuenta,
yo ya dejé hace tiempo
           de creer en los milagros.

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A boca de jarro

sábado, 2 de enero de 2021

Blanca Dapenna




"No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía."

Julio Cortázar, "Conducta en los velorios"



    El hecho de que, de todos los nombres que podrían haberle puesto, la fueran a llamar así, Blanca Dapenna, aquel día, el día de su muerte, parecía profecía, aunque solo aquel día, y sirvió para alimentar la conversación en medio de la desazón de un velatorio sin colores por falta de flores. Ya había escuchado yo varias teorías acerca de la importancia y el significado de los nombres que se nos dan al nacer, pero nunca había tantas como en esta muerte.

La pusimos verde por aquellos días en  los que la nombraron manager en la oficina - y ya pasó toda una vida-, siendo, como era, que se trataba de la digna hija de su madre, la anterior jefa máxima. Chica de familia bien, con conexiones y de buen inglés, pero sin título, tenía apenas unos años más que nosotras, y, sin embargo, subió de un zaque al piso más alto para instalarse en la alfombra roja. Probablemente ella sabía que de ese piso no la iba a mover nadie: solo la muerte. Lo que me intriga y me corroe por estos días es si el temor de su final, lento, cruento y anunciado, el espantoso final que al final le tocó en suerte, la habrá acompañado casi tan largo como mi envidia. El caso es que su sentencia  la mantuvo en secreto por un tiempo, aunque no llegó a ser tan largo ni tan negro como los celos que yo silenciosamente le había profesado.

No olvidaré aquella reunión pringosa en la que nos la presentaron. Vestía trajecito sastre rojo, camisa de seda blanca inmaculada, al mejor estilo de la nobleza inglesa, y unos zapatos de taco cómodo y elegante que eran el centro de todas las miradas femeninas presentes. En nuestro ambiente, a una mujer se la juzga más por su apariencia que por su sapiencia, y su cabello rubio, piel trigueña y ojos verdes, con un centenar de pecas asomadas a los balcones de sus rosadas mejillas, que de vez en cuando se ponían coloradas como manzanas, y siempre cuando se enojaba, le concedían el aire perfecto para ser nuestra superior a su muy temprana edad. Eligió coronarse el cuello abierto con un collar de perlas que yo sólo usé el día que me casé, y tampoco podré olvidar que por el coraje de llevar perlas aquel día también la envidié: yo intuía ya para entonces que la vida nunca me concedería una reunión con unción para volver a usar las mías.

Me la encontré de sopetón una mañana helada y gris entrando al ascensor de la oficina hace cosa de dos años. Yo andaba de cacería de papeles por el centro, y recuerdo que había salido de casa apurada, despeinada y enfundada en mi gastado tapado gris de paño, arriba de todo lo que tenia, y deseando no ser vista. Cuando salió del ascensor, la noté distinta: más delgada, más etérea, como iluminada y rejuvenecida. Llevaba un tapado azul de ensueño, ese azul que no se consigue en la grisura de Buenos Aires, con detalles de cuero en las mangas y solapas, y un sombrerito haciendo juego que delataba el país de procedencia de la prenda. Ya me habían puesto al tanto de que se había pasado unas semanas en Estados Unidos, pero nunca imaginé la razón de aquel viaje - o la del sombrero -, tan extemporáneos ambos a mi austero y monocromático calendario de trabajo.

Otra vuelta que pasé por la oficina por más papeles grises y amarillos, la vi parada en la puerta de su despacho, al que los empleados llamábamos "el oval". Me encandiló su nuevo corte de pelo, bien cortito, tal y como siempre lo había querido usar yo, sin jamás juntar coraje para animarme al cambio. Y una vez más me puse verde por sus agallas para cambiar y rehacerse. Fue recién meses después que las chicas me contaron que el cambio en su apariencia era producto de sus repetidos tratamientos oncológicos, tanto acá como en el exterior.

Así y todo, imaginaba que de esta ella saldría. Una mujer de esos colores se me hacía casi tan eterna como invencible. Fueron varias las veces en estos últimos meses de vacíos y de esperas en las que, mirándome al espejo, la pensé: -"Si ella pudo, ¿por qué no habré podido yo también?"

El día que recibimos la noticia de su muerte, las chicas guardaron silencio. Yo, en cambio, sentí que todo adentro mío hacía un ruido oscuro. Eche mano a mi vestido negro y me fui al velatorio sin pensarlo demasiado. Era consciente de que a su familia ni la conocía, que mi presencia no agregaría ni quitaría nada, y aunque odio todo el sordo ruido de los velorios, sentí que debía despedirme y enmendarme de algún modo. Me abrí paso por las caras conocidas y las otras y me fui derecho a verla. Ni una flor, ni una cruz, ni una vela. Lo tomé descaradamente como un  ejercicio de afrontamiento que hice yo solita y mi alma negra: ¡nunca antes había visto un muerto de tan cerca! Había perdido mi mejor amistad de adolescencia por no poder acompañar a mi mejor amiga en el velorio de su mamá, que murió de cáncer a los 44 años. Nunca supo entender ni perdonar mi aprehensión. Siempre quiso cambiarme... Y fue la primera y única vez que miré a Blanca Dapenna con pena, sin poder ver ningún otro color mas que el de la despiadada blancura de la muerte.


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