lunes, 21 de noviembre de 2011

Tiempo de evaluaciones finales

   

 Fin de ciclo: tiempo de evaluaciones finales. Así, con rojo. Siempre buscando con la lupa el error, mirando el lado vacío del vaso, así evaluamos a los niños del siglo XXI. Siempre demandando cantidad por sobre calidad. Siempre la burocracia del examen escrito.

 Mi hija menor está por terminar su tercer grado del primario. Su propia evaluación del año es sumamente positiva. El otro día, mientras caminábamos, me comentó que este año se le pasó rapidísimo, que es el primer año que verdaderamente disfrutó desde que dejó el jardín de infantes, y que no podía creer ya estar terminándolo. Mi propia evaluación de su cierre del primer ciclo de la primaria es por fin positiva: se la ve contenta, confiada y capaz, como se sospechó desde un principio, a pesar de los malos pronósticos de su mala maestra de primer grado. Superó una serie de desaguisados metodológicos impensados para esta etapa, además de un cambio de colegio para pasar de jornada completa a simple a fin de primer grado, cosa que resultó positiva en términos generales, y sobre todo, logró sobrevivir a varias maestras poco cariñosas, poco maternales, que ven con malos ojos que estos niños sean niños, siempre insistiendo con que ya son grandes. Por fin este año le tocó una guía que le dio exactamente lo que todo chico necesita en esta etapa de debut en la escolaridad formal, y sigue necesitando a lo largo de todo su paso por la escuela: afecto y confianza.
La importancia de las manos que guían

 Ya escribí varias veces acerca de los problemas de ansiedad escolar que padeció mi hija, los cuales perturbaron su sueño y el nuestro, y que nos llevaron de consulta en consulta con especialistas en distintos momentos de este año y el pasado para afortunadamente no encontrar nada fuera de lo común en ella. Todo eso parece haber quedado atrás, y lo celebramos. Es sin dudas la ansiedad de muchos adultos al frente de estos niveles lo que genera ansiedad en los chicos, la idea errónea que muchos de estos docentes tienen de que los chicos dejan de ser pequeños cuando ingresan al primario, lo que puede llegar a causar estragos en su desempeño escolar y su bienestar general. Es la exigencia académica mal entendida, que no genera mejor calidad educativa, pero que conforma a muchos padres siglo XXI.

 Son esos padres que celebran el fin del preescolar con bombos y platillos, que hacen distintivos de "Egresaditos", y uno se pregunta de qué egresan esos pichoncitos con caritas asustadas y embargados por la nostalgia de ya no poder volar al área de juegos del cole. Luego se los viste de señoritos grandes, se los sienta en un pupitre con cartuchera y armados con una veintena de cuadernos y mochilas que pesan más que sus propios cuerpos, cuerpos movedizos que añoran correr, saltar y abrir la puerta para ir a jugar. Se les pide estarse ahí, quietitos y calladitos, forzados a emprender tareas en las que raramente se les muestra una utilidad práctica y relevante para sus vidas o un sentido lúdico para sus mentes y almas infantiles.


 Mi hija está ahora justo en el momento en el  que sería esperable que hubiese perdido una buena parte del potencial creativo característico de la infancia. Sin embargo, ha resistido. Todavía sigue vibrando en ella el pulso del artista que late en todo niño, cosa que me colma de alegría:

Gigantografía dedicada a su maestra Andrea
                                      
 Pero ya ha sido "domesticada" en la escolaridad. Ya sabe que las amenazas de que "Si ésto no se sabe no se pasa de grado", son sólo eso: amenazas. Ya se ha resignado a que lo único divertido es el recreo y tal vez sus escasos 80 minutos de "Educación Física" semanales o el taller de teatro. Y ha aprendido, después de haber sido sometida a cientos de ellas, a enfrentar las evaluaciones sin desvelos, pruebas siempre escritas, ya que todo parece ser escrito en el primario. A veces me parece que los docentes de este nivel suponen que la expresividad oral se da por generación espontánea. Quizás temen el ruido y la alegría que genera una clase trabajada desde el entusiasmo en forma oral. O  sienten que si el trabajo que se hace en el aula no queda registrado por escrito en cuaderno o carpeta, es como que no se ha hecho nada. Y luego los docentes de secundaria nos quejamos de la pobreza de la oralidad de nuestros alumnos: ¿pues qué se puede esperar?


 En las últimas tres semanas, mi hija de ocho años, que ha superado la ansiedad que le generaba la falta de confianza que le inspiraron varias maestras, y que ha logrado dejar atrás sus episodios de insomnio ante las evaluaciones escritas, ha hecho más de seis pruebas, cambiando juego y plaza por horas de culo en la silla con mamá y papá de profes, y me temo que aún nos quedan las integradoras finales, larguísimos compendios de todo lo que ha sido "enseñado" durante el año (no sé si "aprendido", tampoco me preocupa...), tanto en lengua como en  matemáticas.

  En la última obtuvo la siguiente calificación:

¿Sobresaliente menos?

 Lo dejamos ahí: sin comentarios. Como docente de alumnos de nivel medio, me encuentro con colegas que hacen lo mismo: 10 es para Dios, si existe, 9 para el profesor, y de ocho para abajo está el alumno. Nadie se toma el trabajo que evaluar necesariamente implica: medir, ponderar y premiar el progreso que uno como adulto guió y acompañó, y, por ende, conoce, y que cada alumno desde su unicidad ha hecho, a partir de que comenzó el ciclo y hasta el momento del continuo que se evalúa. Para ésto no hace falta diseñar mucha prueba ni mezquinar la calificación: basta con haber seguido al alumno, haber estado atento a lo que trajo, y tener la grandeza de valorar con qué se va, que seguirá incrementándose con su propia maduración y esfuerzo el año que viene si todo va bien en su mundo.  Y estimo que no hace falta abstraerse de la norma, de lo esperable y cuantificable para su nivel, aunque es imprescindible ser capaz de ver la singularidad, la condición diferencial y única de cada ser, y aplicar el menos común de los sentidos: el sentido común.

  A propósito del examen, dice el psiquiatra y filósofo francés Michel Foucault (1926-1984):

"... es un control normativo, una vigilancia que permite calificar, clasificar y castigar. Establece sobre los individuos una visibilidad a través de la cual son diferenciados y sancionados. Es por eso que en todos los dispositivos de disciplina, el examen está altamente ritualizado."

 De acuerdo a este brillante pensador, el surgimiento de la infancia como fenómeno observable es la construcción del niño que responde a una necesidad y a una voluntad del poder ("biopoder" y "biopolítica"): se los conoce para gobernarlos. Se hace necesario describir al niño, jerarquizarlo, medirlo, compararlo y etiquetarlo para poder inducir efectos de poder desde la más tierna infancia, haciendo que los medios de coerción se hagan claramente visibles a los sujetos sobre quienes se los aplican.


  Al respecto, Nietzsche acota:

"El propio hombre tiene que haberse convertido antes en calculable, regular, necesario, inclusive en la propia imagen de sí mismo (...) La tarea de educar (regular) (...) abarca y presupone, necesariamente, como tarea preparatoria, volver primero a los hombres necesarios hasta cierto punto, uniformes, iguales entre iguales, regulares, y, consecuentemente, calculables (...)"


(Foucault y Nietzsche según citas tomadas de "Infancias que se nos escapan, Del niño de la calle al cyber-niño", Leni Vieira Dornelles, Palabras Ediciones, 2009.)

 De ahí tal vez que las escuelas se sientan a menudo como fábricas o cárceles, con sus métodos de producción en masa, su corte correccional y de adiestramiento con horarios rígidos, timbres, uniformes, etc.


 Para que la evaluación no fuese algo tan traumático en la infancia, debería enfrentarnos con lo que nosotros hemos hecho como guías del proceso, desde casa como padres, y en la escuela como docentes a cargo. Se suele decir: "Tema dado, tema enseñado", pero sabemos que esta postura no garantiza ni favorece el aprendizaje. Enseñar y aprender son procesos complejos, sujetos a numerosas variables a considerar, y no siempre se encuentran tan simbióticamente sincronizados. Y no tenemos por qué frustrarnos ante lo que resulta la realidad más natural del aprendizaje.


Isaac Asimov

 Hace poco leímos con uno de mis cursos un cuento de Isaac Asimov titulado "The Fun They Had". Es una historia de ciencia ficción en un futuro posible. En el año 2155 una parejita de hermanos que viven en algún lugar de habla inglesa se encuentra con un libro en el ático. Registran el hallazgo en un diario que llevan, escrito a mano, y descubren que en un pasado que no conocen, los niños usaban libros y asistían a la escuela. Para ellos, la escuela es meterse en su habitación y hacer las tareas que les impone una computadora que a veces se descompone y va muy rápido, por lo que es necesario llamar al inspector del condado para que haga los necesarios ajustes: así de simple es evaluar en un futuro imaginario aunque posible. La computadora debe ajustarse al nivel de rendimiento del niño que la emplea. Y mide sus logros y sus falencias, las cuales encara volviendo sobre ellas con el fin de la adquisición.



 Al descubrir un libro, los personajes del cuento se sienten extrañados: piensan en la inutilidad de tal cosa ahora que ellos leen de sus pantallas y no ocupan espacio acumulando semejantes objetos en casa. Todo se guarda dentro de sus "telebooks". Pero también fantasean con lo que no conocen: lo divertido de estar en un espacio compartido con adultos que son maestros humanos, y con otros niños que juegan, vibran, temen y fantasean como ellos, desde su ser niños.


 Tal vez lleguemos a eso. De hecho el "home schooling" y la "escuela virtual" son una realidad en ciertos círculos o circunstancias. Nos perderíamos la dimensión socializadora de la escuela. Deberíamos pensar en cómo reunir a los niños con sus pares en nuevos ámbitos. Mientras tanto, seguiremos resignándonos a rendir demasiadas pruebas para seguir procurándonos amistades y algo de diversión, de a ratos, durante el recreo escolar, siempre a riesgo de desarrollar trastornos de pánico en la adolescencia o la juventud debido a la sobredemanda académica y el miedo al fracaso, en un mundo que no garantiza una mejor inserción laboral a quienes se han aplicado y destacado en sus estudios. Y para aprender a fuego que, en la vida, nunca dejamos de rendir examen.
  
 

A boca de jarro.

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