lunes, 31 de diciembre de 2012

¿Año nuevo, vida nueva?






   Se ponen muchas expectativas en general en los cambios de año, como si marcaran cambios de ciclos, de rachas, o como si la vida fuese algo así como una novela, y cada 31 de diciembre diéramos vuelta la página, cerráramos un capítulo y abriéramos mágicamente uno nuevo. Personalmente, tiendo a ver la vida como un continuo más fluido y creo que los ciclos no se delimitan tan prolijamente como hemos logrado hacer con los años. Pero el ritual que muchos observamos en este tiempo sirve justamente para notar lo cíclico. Más allá del aturdimiento, los reuniones, a veces sentidas y otras forzadas, las comilonas y los excesos, llega un punto en el que se apaga la música, se termina el ruido, se lavan y se guardan prolijamente las copas hasta la próxima vez y se da uno un rato para pensar en las implicancias más profundas del ritual del brindis, para observar en qué lugar de la vida estamos y cómo nos encuentra en este momento: si de pie, sentados viéndola pasar, andando, a los golpes con todos y todo, corriendo o tirados en la cama sin ganas de levantarnos a enfrentarla día a día.

  Para mí eso de “Año nuevo, vida nueva” suena espectacular, pero es una fantasía. La vida se puede hacer nueva de un día para el otro pero no porque cambiemos el almanaque: tiene que haber un sacudón existencial que nos espabile o una decisión férrea que venga de adentro que deviene en un abrir los ojos y ver como por vez primera la realidad en la que estamos inmersos y en una necesidad de tomar las riendas en algún aspecto o soltarlas en otro o rectificar el rumbo. Y eso no suele coincidir con el primero de año, porque es una fecha que nos encuentra muy ocupados con lo superfluo del festejo, lo anecdótico o la magia que deseamos, y los cambios nada tienen que ver con la magia, aunque haya tantos que necesitan recurrir a ella en sus diversas formas de presentación.
 
   Además sería una verdadera calamidad decidir que porque comienza un nuevo año hago borrón y cuenta nueva sin integrar eso que da el pasado al presente para lanzarme al futuro bien equipado. Por más penoso que haya sido, el pasado siempre es el propio, el que forjamos y el que nos tocó torear como mejor pudimos. Si somos lo suficientemente maduros, no deberíamos renegar de lo que pasó sino procurar honrarlo como cimiento y abono para la persona que somos hoy. Anselm Grün, monje benedictino de cabellera y barba blanca, autor de una numerosa colección de libros que atesoro y de los que siempre me nutro en este tiempo del año, emplea una imagen muy bella para ilustrar las heridas del pasado, que en algunos casos tardan más en cicatrizar que en otros y, en ocasiones, se vuelven a abrir de tanto en tanto. Él dice que, sanadas a través del trabajo desde y con el alma, son como perlas y así se transforman en un tesoro de energía vital.
  
 No creo que mañana me sienta muy diferente a lo que me siento hoy o a lo que me vengo sintiendo en este ciclo que estoy transitando. Seguiré en tránsito procurando siempre crecer como persona. Algunos también afirman que en este viaje llegar a buen puerto depende en gran medida de la actitud con la que se viaje. No importa qué nos depare el periplo, adoptando la actitud correcta, sabremos sortear los escollos. También en esto me hice más escéptica con cada fin y comienzo de año. Se intenta adoptar la mejor actitud, claro, pero mayormente aflora eso que viene en la matriz, lo que nos sale y que tiene que ver con  nuestra historia y nuestra personalidad ya moldeada por los genes y la experiencia. Aunque sí creo que siempre queda lugar para la sorpresa: hay veces en las que la actitud que brota de mí o de aquellos con quienes trato logra sorprenderme. Es entonces cuando descubro el motivo principal por el que brindamos cada fin de año: porque siempre quedan cosas por descubrir que pueden llegar a darnos una sorpresa que nos permite ver o llegar un poquito más lejos en el viaje de la vida. Brindo hoy con todos ustedes por ser partícipes de algunos de esos descubrimientos que suelen sorprenderme impensadamente.



A boca de jarro

sábado, 29 de diciembre de 2012

Despidos y ñoquis...





"Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la estupidez; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la Luz y de las Tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Teníamos todo por delante, pero no teníamos nada; caminábamos directo al cielo y nos íbamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto para bien como para mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.”

                                                                          Charles Dickens, Historia de dos ciudades.


  No puedo evitar recordar este aniversario cada año porque marcó un antes y un después en nuestras vidas como ningún otro acontecimiento desagradable antes y hasta ahora (toco madera). Hoy hace exactamente dos años que lo despidieron a mi esposo en lo que suele denominase como un despido masivo por reducción de personal muy característico en esta época del año. Con él se fueron otros ocho y algunos de ellos jamás lograron reponerse ni reinsertarse en el mundo del trabajo, con el costo vital, vincular y emocional que eso implica. 

  Es una crueldad que sucede muy a menudo para esta fecha. Primero se festeja la Navidad en la empresa, se hacen brindis entre jefes y empleados, obsequios y votos para el año que está por comenzar, y luego te dan la noticia o te llega el telegrama a los pocos días. La primera reacción es el absoluto descreimiento: uno inocentemente siente que se ha cometido algún error que se podrá subsanar. Después se siente como un baldazo de agua helada en el pecho, la desesperación y la angustia de lo que se presenta como un volver a empezar sin saber cómo ni por dónde, con una sensación espantosa de minusvalía difícil de remontar.

  Para nosotros han sido tiempos difíciles y creo que todavía no hemos dejado el hecho atrás, aunque sí logramos encaminar nuestra vida laboral con mucho esfuerzo sin sentirnos nunca más plenamente satisfechos con ella después de aquel golpe. Lo que queda es el temor de que vuelva a suceder y una extraña sensación de precariedad y fragilidad, como flotar con la corriente. Se pierde la confianza en el sistema ya que es uno quien no se permite volver a confiar en nada ni en nadie en cuestiones laborales y aprende que la única camiseta que hay que llevar puesta es la propia, aunque esté algo percudida.


  A pesar del trauma, rescato la enorme lección que nos dio a todos quienes lo conocemos y lo queremos bien mi compañero de ruta en este tiempo, no sin altibajos, claro, pero siempre luchando, siempre levantándose a enfrentar el día. Él nos enseñó a través del ejemplo el significado de la palabra resiliencia.


  Los 29 de cada mes es costumbre para los argentinos de las clases trabajadoras que la reman en nuestro país comer ñoquis,  porque  las pastas resultan un menú económico para los bolsillos enflaquecidos a fin de mes. Y es también tradición poner debajo del plato ya servido un billete, como deseo de que entre prontamente dinero al hogar. Nosotros no observamos la tradición de los ñoquis del 29, pero aprendimos su significado y este día, el 29 de diciembre, es un día marcado a fuego en nuestra memoria. Hoy brindamos por haberlo dejado atrás, por habernos puesto de pie y haber seguido andando, aunque aprendimos que no hay garantías de ningún tipo, y nos hermanamos con todos los que estén pasando por alguna situación semejante en esta fecha tan especial.


"... precariedad, inestabilidad, vulnerabilidad son las características más extendidas (y más dolorosas) de las condiciones de vida contemporáneas. (...) La precariedad es el signo de la condición que precede a todo lo demás: los medios de subsistencia (...) o sea, los que dependen del trabajo y del empleo (...) se han vuelto extremadamente frágiles, pero continúan haciéndose más quebradizos y menos confiables año tras año. El progreso tecnológico augura aún menos empleos, y no más. No existen tampoco habilidades ni experiencias que, una vez adquiridas, garanticen la obtención de un empleo, y en el caso de obtenerlo, éste no resulta duradero. Nadie puede presumir de tener una garantía razonable contra el próximo "achicamiento", "racionalización" o "reestructuración"... La "flexibilidad" es el slogan del momento."

                                                                                    Zygmunt Bauman, Modernidad Líquida
A boca de jarro 

miércoles, 26 de diciembre de 2012

El paso del tiempo




"El alma nace vieja pero se hace joven. Esa es la comedia de la vida.
          Y el cuerpo nace joven pero se hace viejo. Esa es la tragedia de la vida."
                                                                                                                                 
                                                                                                                             Oscar Wilde
  Mucha buena literatura fue escrita sobre el paso del tiempo y este año el efecto del tiempo fue un gran tema en mi vida. Me cayó la ficha por varios sucesos de que pasó y arrasó el viejo tiempo sobre mí. Y no termino de amigarme con lo que este verdugo hace conmigo. Se me vinieron a la memoria maravillosas letras que leí de joven y me dí cuenta de que ya no lo soy y de que recién ahora, gracias a eso precisamente, ironías de la vida, las entiendo cabalmente.

  Oscar Wilde es uno de los exponentes anglo de las letras que tuvo una relación tormentosa con el paso del tiempo y sus huellas sobre lo que para él era lo único que no necesita explicación: la belleza. No es el único. Otro grande que dejó plasmada su obsesión con los estragos que causa el avance de las agujas del reloj para detenerlo como pocos con sus atemporales letras es William Shakespeare, y tal vez la mejor parte de su obra para sumergirse en esa particular obsesión que lo vincula con Wilde sean sus Sonetos, aquellos justamente dedicados al tema de la juventud, la belleza y la importancia de dejar descendencia para hacer posible de algún modo el sueño de la eterna juventud, a diferencia de los versos que le dedicara a una misteriosa dama de tez morena, The Dark Lady, y los otros, los que más han dado que hablar, que escribió para un joven que arrasaba con su pasión, The Young Man, sobre cuya identidad varios nombres han sido barajados especulando en base a la controvertida dedicatoria:

"Para el único inspirador de los siguientes sonetos, el Sr. W.H. ..."

  Hasta el propio Wilde se dedicó a escribir un cuento, "The Portrait of Mr. W. H.", en el que apunta a una serie de juegos de palabras típicos del estilo Shakesperiano que podrían sugerir que los sonetos están escritos para un joven actor llamado William Hughes; sin embargo, el cuento de Wilde reconoce que no hay evidencias de la existencia de tal persona y al cabo que ni importa. En el caso de Wilde, los nombres de hombres prominentes asociados con él lo hundieron al más amargo de los abismos frente a la sociedad hipócritamente moralista de la que se alimentó su ingeniosa ironía y su filoso cinismo al punto de llevarlo a la cárcel. Dos grandes exponentes de las letras en inglés unidos por su rebeldía en cuestiones morales, por su profundo conocimiento de la naturaleza humana y por esta veneración por la belleza física de la juventud y la honda desesperación ante lo que el tiempo hace al arrasar con ella, a pesar de que ninguno de los dos se destacó por su belleza física. A Shakespeare se le atribuye su sociabilidad, su bonhomía y reputación juerguista, así como un oído privilegiado para rimar y jugar con las palabras, mientras que de Wilde se impone su esteticismo, su estampa de dandy, su esmero en un pulido estilo al vestir y su febril genialidad verbal, especialmente en la interacción social: un gran conversador o diletante.


 Pero no quisiera dedicarle más tiempo a mi admiración por estos grandes y perder el rumbo de lo que hizo que me embarcara en esta reflexión. Cuando leí El Retrato de Dorian Gray tenía ya treinta años. Y sin embargo no logré comprender el horror ante los cambios que acarrea el paso del tiempo en el bello rostro de este joven aristocrático a quien un hombre mayor, Lord Henry Wotton, el personaje autobiográfico por excelencia en la obra de Wilde, convence de la necesidad de perpetuar esa belleza efímera eternizándola en un retrato que, a modo de Pacto Faustiano, se lleva el alma y la mortalidad del ser que termina detestando la monstruosidad de lo antinatural de su impensado deseo.

  Era diez años más joven aún cuando me enamoré de los sonetos Shakesperianos venciendo la barrera de la enorme dificultad que implica decodificarlos en inglés de la mano de una buena maestra. A pesar de derribar el obstáculo lingüístico, estuve lejos de comprender entonces al Bardo en su obstinación por personificar al Tiempo y calificarlo de enemigo con quien estamos en perpetua guerra, un malvado y devorador tirano, "Devouring Time", siempre asociado con la infertilidad gris del invierno, con la decrepitud y el robo del exuberante esplendor y la belleza del verano de la juventud que amaba así como odiaba a la Muerte y su escalofriante e implacable guadaña. No preveía, no entendía tanta insistencia, no la creía: 

                                         "....toda belleza declina de su estado,
                                           por causas naturales o causas imprevistas..."


                                                                          William Shakespeare, Soneto 18.


    No hay caso. No se aprende acerca de la vida de la literatura. Es la vida hoy la que me enseña que todo eso que leí tiene sentido, y siento la necesidad de releer porque el efecto del paso del tiempo hace extraño lo que descubro hasta en el reflejo de mi propia sombra. No pensaba entonces que el espejo se convertiría a veces en un temido objeto, ni comprendía el por qué de la actitud de la propia madre de Wilde, fuente de inspiración para la obra, tan atormentada por su ancianidad que en ocasiones se rehusaba a correr las cortinas para dejar que la luz del sol iluminara su rostro por la mañana.

  Pensaba entonces cuando no había en mí huellas tan claras del paso del tiempo y de las demandas de la vida adulta que tomaría mi propio proceso de envejecimiento con más naturalidad. Pero debo admitir que este año que está por concluir marca una fuerte conciencia que se despertó y que estaba dormida, latente pero asintomática, de que mi juventud me abandonó. Y me da tristeza. Observo mucho a mujeres jóvenes y noto hasta con cierta envidia, para qué negarlo, las diferencias: 
  
                                                " ¿A un día de verano compararte?
                                                  Tú eres más bella y más templada..."


                                                                  William Shakespeare,  Soneto 18.

   La lozanía de la piel, la abundancia y el esplendor de sus cabellos, la frescura de la mirada y sobre todo esa despreocupación y desparpajo de poseer lo que otras hemos tenido, perdemos y viviremos añorando. A tal punto que ahora, cuando alguno de esos piropos que los porteños maduros suelen proferir graciosamente viene en mi dirección, miro alrededor para cerciorarme de que todavía es para mí antes de agradecerlo de corazón. Hasta hace no mucho, fruncía el seño y me parecía pura lujuria barata. Entonces entiendo a Wilde cuando decía que "Experiencia es simplemente el nombre que le damos a nuestras equivocaciones".



  
  Hoy en Dichos y contradichos, entrada 394., el autor publica unos versos muy interesantes, "iluminados", según él, de un poeta brasileño recientemente fallecido, Lêdo Ivo, que dicen:


"Cambio y soy siempre el mismo,
igual que un disparo al azar."

  Yo realmente me pregunto cuánto de lo mismo que había en mí a los veinte o a los treinta queda. Todo cuanto cambia alrededor mío y en mí hace que lo interior, quien soy, también cambie, porque después de todo el cambio es lo único permanente. Aún entendiéndolo me resisto a dejar ir a aquella "plenitud candente" que sé ya no será mía nunca más, y la sigo buscando en los versos atemporales de un bello cisne porque siento que en ella está la yo que mejor conozco y más quiero.


"¡Oh viejo tiempo!, haz lo peor en tu maldad,
pero, joven, en mis versos, mi amor vivirá."

                                 William Shakespeare, Soneto 19.



A boca de jarro

jueves, 20 de diciembre de 2012

El fin de los tiempos...



  
  No entiendo bien por qué razón en nuestro mundo occidental judeo-cristiano está mal visto hablar del Libro del Apocalipsis, el último de La Biblia, el best seller más rotundo de todos los tiempos por alguna razón, a pesar de la mala prensa que ha tenido por siglos, mientras todo el mundo se tragó el sapo de las predicciones Mayas, con todo el respeto que este pueblo aborigen mesoamericano me merece. Mis hijos este año han aprendido más acerca de los Mayas y han visto más videos aparentemente serios y cientificistas que dan prueba del fin del mundo según lo vaticinaron ellos de lo que han leído La Biblia, siendo que ambos asisten a un colegio parroquial. Paradojas del posmodernismo que me superan.



   21 del 12 del 2012. Las profecías Mayas son 7, la Bestia es el 66, los jinetes del Apocalipsis son 4. Digo, para los que quieran jugarle a algunos numeritos, tienen para entretenerse. ¿Quiénes, cuántos y por cuánto son los que estudiaron las profecías Mayas, a qué credo, dogma o secta responden, y cómo llegan a la conclusión de que aquella alta cultura americana se vio venir el fin de mundo justo ahora? Hablan de tormentas solares cataclísmicas, debido a que el sol está que arde en este ciclo, que nos dejarán sin electricidad y por ende sin agua y sin combustible en poco tiempo a los malos que vivimos en la civilización y le dimos la espalda a la naturaleza, como si se tratara de una decisión personal. Por lo tanto, los únicos capaces de sobrevivir a este fin mentiroso, ya que daría paso a un nuevo comienzo, serían aquellos que viven en aldeas o comunidades alejadas de la perversas urbes, prescindiendo de la electricidad y en armonía con la naturaleza que, según esta gente, los citadinos irresponsables y ávidos de poder y dinero hemos desbaratado, metiéndonos a todos en la misma bolsa de gatos para  que nos quememos en el infierno a partir de mañana. Somos los responsables de los desastres que tenemos, los cambios climáticos, los altos niveles de basura y polución, la violencia y la maldad descarnada en la que subsistimos, etc. En fin, somos los malos de Sodoma y Gomorra remixados versión siglo XXI.



   Según ellos, con esa casta impoluta que vive alejada de la urbe se producirá un nuevo amanecer que sincronizará a todos los seres vivos y les permitirá acceder voluntariamente a una transformación interna que produce nuevas realidades, en las cuales el cambio será la clave. En lugar de internet nos comunicaremos a través del pensamiento, encontraremos paz interior sin necesidad de ansiolíticos ni psicólogos, elevaremos nuestra energía vital prescindiendo del Viagra y de los antidepresivos, llevaremos nuestra frecuencia de vibración interior del miedo hacia el amor sin usar ningún botón ni tecla, ni iPad, ni iPod, ni iPhone, ni Smart o Touch screen, ni mp3, 4 y 5 y lo mejor de todo será que podremos captar y expresar mensajes a través del pensamiento en vez de usar el mail, Messenger, Facebook, SMS, WhatsApp y What the Fuck... Lástima que parece que toda la gilada que está leyendo esto y quien suscribe no entremos en el número selecto de seres responsables que han vivido en el lugar correcto para salvarse de la catástrofe de la que ya sabían los Mayas unos siete siglos atrás. Nótese la importancia del siete en todo esto: hay que jugarle al siete...
 

  La energía de "un fogonazo desde el centro de nuestra galaxia, la vía láctea, activará el código genético de origen divino en los hombres que estén en una frecuencia de vibración alta" (¿?), y esto traerá la paz a los hombres y ampliará la conciencia de todos acerca de lo que La Biblia viene diciendo hace más de dos milenios: que hemos sido hechos a imagen y semejanza de un ser supremo que nos ama y que espera que amemos a nuestro mundo y a nuestro prójimo tanto como a nosotros mismos. ¡Chocolate por la noticia Maya, entonces!

   La verdad es que todo esto me resulta una receta New Age bastante indigesta con una pizca de la Era de Acuario, unas cucharadas de índigos y cristales y el golpe de horno de los oportunistas de siempre, que necesitan de estas creencias para depositar su fe en algo o para lucrar con la incredulidad de muchos de diversas maneras: desde libros hasta remeras y fiestas temáticas. El cuento del nuevo amanecer con una humanidad unida telepáticamente y capaz de prodigar amor y volver a un estado de equilibrio paradisíaco perdido por nuestra culpa, esa culpa que resulta tan odiosa cuando se machaca sobre ella desde lo que muchos llaman "el dogma", suena muy lindo, muy onda Edén, ya lo leí en varios cuentos y lo vi en unas cuantas pelis, pero no creo que pase. 
    
  Por si acaso, volví al Libro del Apocalipsis, el más rico en símbolos y profecías del Nuevo Testamento, y tal vez el más difícil de interpretar para legos y expertos. Llamativamente, el Apocalipsis está basado en una estructura septenaria (las cartas a las siete iglesias, los siete candelabros, las siete estrellas, los siete sellos, las siete trompetas, las siete copas, las siete visiones del fin, etc.), y las profecías Mayas son, casualmente, siete. En el Apocalipsis se habla de la destrucción de Babilonia y de una Nueva Jerusalén, y según esta gente, cuya procedencia desconocemos pero que hasta en Obama se amparan para validar sus presagios, después del desastre habrá un nuevo amanecer. Si hay algo que quienes me enseñaron a acercarme a La Biblia sin temor ni prejuicios me transmitieron acerca de este último libro es que su estilo críptico es todo un género literario, comparable a lo que vemos hoy en películas como justamente "El día de mañana", "Independence Day" o "Soy leyenda", y que nadie conoce ni el día ni la hora de lo que se interpreta como el fin de los tiempos. 
  
  Así que yo propongo dormir tranquilos como angelitos, levantarnos a ver el sol, tomarnos unos mates o una rica taza de café, hacer una caminata, y definitivamente pasar por el puesto de lotería más cercano a ver si nos ganamos el Gordo de Fin de Año con tanto número que especula sobre el fin de los tiempos y nos distrae de los otros números, los que no cierran.


A boca de jarro

domingo, 16 de diciembre de 2012

Querer la cosa y no ser la cosa




"Quiero la cosa, pero no ser la cosa."  Fernando Savater



  "Lista de motivos para festejar", "Un regalo para cada uno",  "Tiempo de compras", "El arbolito espera llenarse de regalos", "... un sinfín de opciones para agasajar a chicos y grandes", "... recetas y otras claves para una gran Nochebuena"...  Así nos venden la Navidad por estos días en esta tierra. 



  Más allá de la situación económica en la que cada uno se encuentre y lo agradable que puede llegar a resultar agasajar y hacer regalos a quienes amamos, este tiempo de Navidad nada tiene que ver con todo eso. Los motivos para festejar, o no, tendrá que encontrarlos cada uno. Elegir qué hacer y cómo pasar este tiempo debería ser una decisión personal, aunque, como Fernando Savater explica en su ensayo Ética para Amador, son las circunstancias las que nos fuerzan a elegir y la decisión que tomamos puede deberse a diversos criterios, generalmente vinculados con nuestros principios y nuestra cultura. Es necesario ante todo estar bien con uno mismo para estar bien con los demás y para los demás, y esto no sucede de acuerdo al calendario.



  Me parece sumamente interesante en este tiempo examinar cuidadosamente qué relación existe entre nosotros mismos y las cosas, cuando todo lo que se nos ofrece como opción de festejo son justamente bienes materiales. Al tener cosas, las cosas nos tienen a nosotros, se adueñan de nuestro ser, nos poseen. Lo acabo de observar en un supermercado abarrotado al que fui incidentalmente a buscar una cosa que nada tiene que ver con las compras navideñas, que me resultan una carga. Salta a la vista que somos poseídos por los objetos que adquirimos o deseamos tener y sin embargo parece que ni siquiera lo notamos. De lo material sólo puede obtenerse lo material, y nada está más alejado del verdadero espíritu navideño, absolutamente despojado, sencillo y pobre materialmente, aunque riquísimo en compromiso con los demás, presencia y templanza ante las pruebas de nuestra humanidad. Éste es el tiempo en el que más que nunca en el año se me hace claro y tal vez este año mucho más que otros. Lo material puede darnos la impresión de tener una buena vida, como solemos decir, "un buen pasar", pero sin vínculos profundos, sin interactuar con los demás más allá de la materialidad que también somos, no encontraremos más que vacío y sinsentido en estas fechas.


  Intento transmitirles ésto a mis hijos aunque aún sean muy inmaduros y por lo tanto vulnerables a las órdenes de los medios masivos y el enorme poder que ejercen sus mensajes y órdenes sobre ellos. Además, como explica Savater en su prólogo, no es mi intención proporcionarles aún "más motivos para el parricidio de los ya usuales en familias bien avenidas". Quiero darles ese regalo que desean, pero no ser simplemente la mano que les dio lo que esperaban recibir materialmente en la vida. Quiero ante todo ser todo ojos para ellos, para que nada de lo que les suceda me pase inadvertido, una enorme oreja para cuando necesiten escucha, un buen abrazo que los cobije y los conforte cuando así lo sientan, un corazón que se alegre y sufra al compás de sus experiencias, una voz que les de ánimos y confianza cuando deban enfrentarse a sus más horrendas pesadillas, tal como ilustra Savater. Y lo mismo espero de ellos y de todos mis seres queridos para conmigo. Tal vez sea demasiado esperar, lo sé. Estamos demasiado "cosificados" como para ser capaces de dar y recibir tan inmaterialmente a estas alturas, para sostener este tipo de ética. Pero éste es mi más profundo deseo cada Navidad, que no es más que un día que se pierde en el correr de los días que le siguen y la preceden cada año en nuestras breves y cambiantes vidas si no lo aprovechamos para nacer a una vida donde aprendamos a discernir entre querer la cosa y ser la cosa.



A boca de jarro

domingo, 9 de diciembre de 2012

La lentitud en la escuela


 
Leonardo Da Vinci, "La Virgen de las rocas", (Detalle)

  Pocos hacen un elogio de la lentitud en el ámbito escolar. Muy por el contrario. Desde que tengo memoria, y sobre todo en las huellas de mi memoria afectiva, que quedó marcada por mi paso por allí, en la escuela siempre se premió la velocidad de pensamiento, de respuesta, de concreción, de resolución y hasta de movimiento, y se la privilegió como una aptitud que se propone para la competencia entre alumnos, galardonando al más rápido y estigmatizando al más lento como inepto, inseguro, torpe, disperso y toda una serie de etiquetas indeseables y corrosivas, siempre fieles a los principios que introdujera la Revolución Industrial hace ya más de dos siglos y a la idea de la eficiencia como sinónimo de rapidez que llegó de la mano con la deshumanizante producción en serie.

  En ocasiones, los docentes parecen no haber aprendido siquiera las nociones básicas de psicopedagogía y sus conocimientos académicos parecen no ir de la mano del sentido común, y victimizan de manera explícita y hasta cruel al que no funciona a ese ritmo y a quien resulta lento en relación a una media caprichosamente arbitraria, sin pensar en las consecuencias psicoafectivas que acarrea para el alumno el cargar con ese prejuicio que se esparce como reguero de pólvora en sala de maestros y que luego resulta casi imposible de desterrar, a tal punto que es su portador quien termina creyéndolo más que ninguna otra persona en el mundo.

  Lo que me impulsó a escribir sucedió recientemente con mi hija, de naturaleza analítica, quien se muestra insegura al ser confrontada con el desafío de lograr calidad de resultados en cierta cantidad mezquina de tiempo, especialmente en matemáticas. Se la somete a evaluaciones extensas con cantidad de contenidos para los que no se le muestra una aplicación concreta, que van más allá del tiempo de atención que un niño de su edad puede sostener y que parecen propiciar el error contra reloj más que permitir la medición fidedigna de lo aprendido. En los escasos 40 minutos de una hora de clase, se le asignan entre ocho a diez ítems para resolver sin ayuda, ya que si la solicita, la docente a cargo deja constancia escrita de que la asistió y baja su calificación por eso.


  Y suele pasar que su maestra de matemáticas elige días en los que sólo dispone de una hora de clase frente al curso, por lo que pide prestados unos minutos de otras materias a sus colegas para que los rezagados puedan terminar su prueba escrita, como si los números fuesen más importantes que la lengua o la educación artística. Pasó entonces que mi hija estaba luchando por concluir con su prueba mientras su maestra de matemáticas comentó al alcance de su oído con su par de Lengua, quien le cedió amablemente algunos minutos de su clase, que se trataba de una alumna "muy lenta e insegura a pesar de ser capaz". Afortunadamente, su colega no contestó y había compartido conmigo un concepto diferente sobre el rendimiento y la persona de mi hija de nueve años que pude emplear para darle ánimos al relatarme entre lágrimas el episodio de vuelta en casa.


 Además de llanto, hubo malhumor y desconsuelo ante lo que asumió como desconfianza de parte de su maestra en sus capacidades, ya que también la interrogó repetidamente para constatar si había estado estudiando para la evaluación durante el fin de semana anterior. Papá y mamá nos habíamos pasado el fin de semana largo haciéndola practicar fracciones propias, aparentes, impropias, números mixtos y demás yerbas, por lo que decidimos que el comentario merecía una observación, ya que después de un fin de semana y un día de perros padecimos una noche de terror: cuando su ansiedad escolar se eleva, suele pasar mal la noche y termina durmiendo mal y poco en nuestra cama.


  Al hablar en buenos términos con la maestra, simplemente para evitar que situaciones similares se repitan y para que se entere del efecto nefasto que un desliz así tiene sobre nuestra hija, la señora aseguró que su comentario no se había referido a ella, sino a otra alumna de otra división,  excusa que, de ser cierta, no la exime de su mal proceder, y aseguró que hablaría con mi hija para aclararlo. Así lo hizo. La llamó fuera del aula y la reprendió por dedicarse a escuchar conversaciones adultas en lugar de concentrarse en terminar sus cosas a tiempo.


  No me quiero extender más porque sé que nuestro mundo es así, intrépidamente veloz, y pocos tienen paciencia para con quienes solemos extendernos. Si fuese por lo que se propicia en la escuela, más de las diez piezas inconclusas de Leonardo da Vinci no serían consideradas obras maestras por no estar terminadas debido a su dispersión, y ningún amante de la música disfrutaría de las delicias sonoras de un Stradivarius, que depende de la lentitud que se toma la naturaleza misma y el artesano que se deleita en ella para secar las maderas de arce y abeto con las que está construido. Estos son sólo dos ejemplos que se me vienen rápidamente a la cabeza, no para insinuar una genialidad de mi hija como alumna que no existe ni deseo, sino para cuestionar una vez más desde este espacio los falsos y dañinos valores que se ponderan en la escuela aún en pleno siglo XXI, avasallando la singularidad de cada persona y destruyendo el castillo de naipes que muchos padres apuntalamos día a día en la noble y vital tarea que cada ser debe afrontar al intentar construir lo más sagrado y valioso que necesita aprender en este tiempo lento de su vida: el amor y el respeto por su singularidad.



A boca de jarro

lunes, 3 de diciembre de 2012

La enfermedad del tiempo




En los años ochenta comenzó a gestarse un movimiento conocido como "The Slow Movement" o "El movimiento slow" ("slow" en inglés significa "lento"). Sus seguidores promueven una vida a ritmo más parsimonioso, y protestan contra todo aquello que se ha impuesto con vigor desde los ochenta en adelante como "fast", por ejemplo, las cadenas de comidas rápidas, la comida precocida y lista para el microondas y demás cosas a las que ya estamos acostumbrados y hemos incorporado a nuestras vidas como algo positivo, ya que nos permiten "ahorrar tiempo". Aunque tal vez, si nos detenemos a pensarlo, nos maten más rápido, inclusive el pensar sobre la vida en exceso podría llegar a matarnos más velozmente que el hecho de no detenernos a pensarla sino más bien torearla como se nos presenta. 

El movimiento creció y se extendió para abarcar otros aspectos de nuestra existencia, tales como la crianza con lentitud, la educación que lleva tiempo, la jardinería, el arte y el diseño lentos, la vida en la ciudad a ritmo más apacible, llamada "Cittaslow", y hasta el viajar más lentamente. ¿Me siguen o estoy yendo muy rápido?






Geir Berthelsen fundó The World Institute of Slowness en 1999, y postuló toda una visión sobre un "Planeta Lento" o un "Slow Planet", para comenzar así a enseñar los principios que posibilitan una vida más relajada, con tiempos más pausados. El profesor Guttorm Fløistad resume esto que finalmente evolucionó para erigirse en una filosofía de vida del siguiente modo:


"Lo único seguro es que todo cambia. El ritmo del cambio se acelera. Si quieres  sobrevivir, mejor apresúrate. Ese es el mensaje de nuestro tiempo. Sin embargo, sería útil recordar que nuestras necesidades básicas jamás cambian: nuestra necesidad de proximidad y cuidado y de un poco de amor. Estas cosas sólo pueden brindarse a través de la lentitud en las relaciones humanas. Es allí donde estamos en control del cambio. Debemos recuperar la lentitud, la reflexión y el estar juntos. Así lograremos una renovación."




                                 
El Movimiento Slow no está regido ni tampoco controlado por una única organización, sino que en rigor constituye una corriente global que surgió a partir del hondo desencanto con los efectos colaterales de la Revolución Industrial. Hoy tiene sus epicentros en Europa, Australia y Japón, tal vez los lugares de nuestra aldea global donde se vive a mayor velocidad y donde el cambio es moneda corriente, infectado por un frenesí que inevitablemente deja a muchos desconcertados y hasta excluídos de ámbitos vitales cruciales para  su subsistencia.

En el año 2005 el periodista canadiense Carl Honoré escribió un libro que se convirtió en un bestseller internacional, y cuya lectura resulta paradójicamente rápida, titulado "Elogio de la lentitud". La premisa fundamental de este fanático de lo lento se resume en una cita conocida de su obra:


“Creo que vivir de prisa no es vivir, es sobrevivir. Nuestra cultura nos inculca el miedo a perder el tiempo, pero la paradoja es que la aceleración nos hace desperdiciar la vida.” 



                                      


La idea central de este libro es que vivimos una vida obsesivamente acelerada, que nos hace esclavos del tiempo en aras de una efectividad que en efecto no es posible lograr de prisa. Este gurú anti-prisa nos alerta sobre "la enfermedad del tiempo", en sus envases harto conocidos de estrés, ansiedad y falta de concentración y atención, con la consiguiente perdida de capacidad de goce y disfrute que el trabajar a toda máquina y querer hacer mucho en el menor tiempo posible conllevan, y la superficialidad de los vínculos humanos que se entablan en medio de la vorágine del apuro cotidiano. Honoré nos confronta con paradojas interesantes, como ser:

"La lentitud nos permite ser más creativos en el trabajo, tener más salud y poder conectarnos con el placer y los otros. A menudo, trabajar menos significa trabajar mejor." 

Y además nos interpela con las mismas preguntas esenciales que se hacían los filósofos griegos, cuestiones de orden existencial que no nos damos tiempo para reflexionar, tales como: 

"¿Para qué es la vida? Hay que plantearse muy seriamente a qué dedicamos nuestro tiempo. Nadie en su lecho de muerte piensa: “Ojalá hubiera pasado más tiempo en la oficina o viendo la tele”, y, sin embargo, son las cosas que más tiempo consumen en la vida de la gente.”

                              
  

Ciertamente, es cada vez más frecuente que me detenga a pensar para qué corremos tanto como individuos, tanto los chicos como los grandes, a dónde querremos llegar antes y cuáles son nuestras prioridades al comenzar con la carrera cotidiana. Serán los 44, lo que llaman la crisis de mitad de la vida, el hecho de que se aproxima el 21 del 12 del 2012, día en el que mis hijos están absolutamente convencidos de que se acabará el mundo, pero la verdad es que cada día me siento más insatisfecha con la velocidad a la que me veo forzada a vivir por habitar esta urbe, por tener que mantener un hogar, por querer realizarme como mujer, esposa, madre y profesional, entre tantos otros roles que se me enredan y para los que parece que no queda tiempo.

Encuentro cada vez más justificaciones para seguir a todo vapor, pero noto que voy quedando sin energías, agotada, quemada. Y la cosa se acelera aún más hacia fin de año. A menudo siento que con la idea de hacer más dinero o de alcanzar ese bienestar que se nos induce a asociar con el éxito como algo puramente material, trabajamos tanto que no nos damos tiempo de "dis-frutar" de los "frutos" del trabajo: más dinero, menos tiempo para gozarlo; más "éxito", mayor aislamiento y alienación. ¿Cuál es el precio? ¿Cuál es la ganancia en esta ecuación? ¿Y qué sucedería conmigo si alcanzara ésto que imagino sería suficiente? Sospecho que no está en la naturaleza humana decir "Con ésto me basta". Siempre desearía más. Ese es el motor que nos mantiene vivos. Si cambiara el foco, tal vez más sería equivalente a mayor calidad de vida con mis recursos, más tiempo para estar con quienes me importan y conmigo misma, mayor claridad a la hora de determinar qué quiero de la vida y cuáles son mis prioridades. Y éxito sería la medida de mi disfrute de cada pequeño gran ritual cotidiano, y mi nivel de estabilidad emocional y capacidad de goce.





Leo casi todos los años con mi grupo de alumnos más avanzados de inglés una maravillosa historia de Graham Greene tiulada "A Day Saved" (algo así como "Un día ahorrado o ganado o salvado"), en la cual un hombre común y corriente está encantado de ahorrarse un día en su viaje de trabajo para poder regresar antes a su casa y estar con sus seres queridos. Este hombre, un tanto chato pero afable, es constantemente perseguido por un misterioso personaje cuyo nombre varía de acuerdo a quien sea su presa: la muerte. Y la muerte lo acompaña en su viaje esperando el momento adecuado para arrebatarle eso que él anhela pero no tiene, aunque no sepa bien qué es: la vida. ¡Maravillosa alegoría! 




Como pregunta el personaje funesto del  genial Greene, que nos asedia a todos:

"Yo te pregunto, ¿qué importa un día ganado para él o para tí? ¿Un día ahorrado de qué? ¿Para qué? (...) ¿Salvándolo de qué, para qué? (...) No podrás morir un día antes". 

Esta es una entrada que escribí para un blog chileno con el cual colaboré algún tiempo. Ahora la edito y la publico aquí por falta de tiempo para mayor originalidad. Posiblemente me tome mi tiempo en contestar los comentarios que tengan a bien tomarse el tiempo de dejarme.

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