En los años ochenta comenzó a gestarse un movimiento conocido como "The Slow Movement" o "El movimiento slow" ("slow" en inglés significa "lento").
Sus seguidores promueven una vida a ritmo más parsimonioso, y protestan
contra todo aquello que se ha impuesto con vigor desde los ochenta en
adelante como "fast",
por ejemplo, las cadenas de comidas rápidas, la comida precocida y
lista para el microondas y demás cosas a las que ya estamos
acostumbrados y hemos incorporado a nuestras vidas como algo positivo,
ya que nos permiten "ahorrar tiempo". Aunque tal vez, si nos detenemos a
pensarlo, nos maten más rápido, inclusive el pensar sobre la vida en exceso podría llegar a matarnos más velozmente que el hecho de no detenernos a pensarla sino más bien torearla como se nos presenta.
El movimiento creció y
se extendió para abarcar otros aspectos de nuestra existencia, tales
como la crianza con lentitud, la educación que lleva tiempo, la jardinería, el arte y el
diseño lentos, la vida en la ciudad a ritmo más apacible, llamada "Cittaslow", y hasta el viajar más lentamente. ¿Me siguen o estoy yendo muy rápido?
Geir Berthelsen fundó The World Institute of Slowness en
1999, y postuló toda una visión sobre un "Planeta Lento" o un "Slow
Planet", para comenzar así a enseñar los principios que posibilitan una
vida más relajada, con tiempos más pausados. El profesor Guttorm Fløistad
resume esto que finalmente evolucionó para erigirse en una filosofía de
vida del siguiente modo:
"Lo único seguro es
que todo cambia. El ritmo del cambio se acelera. Si quieres sobrevivir,
mejor apresúrate. Ese es el mensaje de nuestro tiempo. Sin embargo,
sería útil recordar que nuestras necesidades básicas jamás cambian:
nuestra necesidad de proximidad y cuidado y de un poco de amor. Estas
cosas sólo pueden brindarse a través de la lentitud en las relaciones
humanas. Es allí donde estamos en control del cambio. Debemos recuperar
la lentitud, la reflexión y el estar juntos. Así lograremos una
renovación."
El Movimiento Slow no
está regido ni tampoco controlado por una única organización, sino que
en rigor constituye una corriente global que surgió a partir del hondo
desencanto con los efectos colaterales de la Revolución Industrial. Hoy
tiene sus epicentros en Europa, Australia y Japón, tal vez los lugares
de nuestra aldea global donde se vive a mayor velocidad y donde el
cambio es moneda corriente, infectado por un frenesí que inevitablemente
deja a muchos desconcertados y hasta excluídos de ámbitos vitales
cruciales para su subsistencia.
En el año 2005 el periodista canadiense Carl Honoré escribió un libro que se convirtió en un bestseller internacional, y cuya lectura resulta paradójicamente rápida, titulado "Elogio de la lentitud". La premisa fundamental de este fanático de lo lento se resume en una cita conocida de su obra:
“Creo que vivir de prisa no es vivir, es sobrevivir. Nuestra cultura nos inculca el miedo a perder el tiempo, pero la paradoja es que la aceleración nos hace desperdiciar la vida.”
La
idea central de este libro es que vivimos una vida obsesivamente
acelerada, que nos hace esclavos del tiempo en aras de una efectividad
que en efecto no es posible lograr de prisa. Este gurú anti-prisa nos
alerta sobre "la enfermedad del tiempo", en sus envases harto
conocidos de estrés, ansiedad y falta de concentración y atención, con
la consiguiente perdida de capacidad de goce y disfrute que el trabajar a
toda máquina y querer hacer mucho en el menor tiempo posible conllevan,
y la superficialidad de los vínculos humanos que se entablan en medio
de la vorágine del apuro cotidiano. Honoré nos confronta con paradojas
interesantes, como ser:
"La lentitud nos permite ser más creativos en el trabajo, tener más salud y poder conectarnos con el placer y los otros. A menudo, trabajar menos significa trabajar mejor."
Y además nos interpela con las mismas preguntas esenciales que se hacían los filósofos griegos, cuestiones de orden existencial que no nos damos tiempo para reflexionar, tales como:
"¿Para qué es la vida? Hay que plantearse muy seriamente a qué dedicamos nuestro tiempo. Nadie en su lecho de muerte piensa: “Ojalá hubiera pasado más tiempo en la oficina o viendo la tele”, y, sin embargo, son las cosas que más tiempo consumen en la vida de la gente.”
Ciertamente, es cada vez más frecuente que me detenga a pensar para qué corremos tanto como individuos, tanto los chicos como los grandes, a dónde querremos llegar
antes y cuáles son nuestras prioridades
al comenzar con la carrera cotidiana. Serán los 44, lo que llaman la crisis de mitad de la vida, el hecho de que se aproxima el 21 del 12 del 2012, día en el que mis hijos están absolutamente convencidos de que se acabará el mundo, pero la verdad es que cada día me siento más insatisfecha con la velocidad a la que me veo forzada a vivir por habitar esta urbe, por tener que mantener un hogar, por querer realizarme como mujer, esposa, madre y profesional, entre tantos otros roles que se me enredan y para los que parece que no queda tiempo.
Encuentro cada vez más justificaciones para seguir a todo vapor, pero noto que voy quedando sin energías, agotada, quemada.
Y la cosa se acelera aún más hacia fin de año. A menudo siento que con la idea de hacer más dinero o de alcanzar ese bienestar que se nos induce a asociar con el éxito como
algo puramente material, trabajamos tanto que no nos damos tiempo de "dis-frutar" de los "frutos" del trabajo: más dinero, menos tiempo para gozarlo; más "éxito", mayor
aislamiento y alienación. ¿Cuál es el precio? ¿Cuál es la ganancia en
esta ecuación? ¿Y qué sucedería conmigo si alcanzara ésto que imagino
sería suficiente? Sospecho que no está en la naturaleza humana decir "Con ésto me basta". Siempre desearía más. Ese es el motor que nos mantiene vivos. Si cambiara el foco, tal vez más sería
equivalente a mayor calidad de vida con mis recursos, más tiempo para
estar con quienes me importan y conmigo misma, mayor claridad a la hora
de determinar qué quiero de la vida y cuáles son mis prioridades. Y éxito sería la medida de mi disfrute de cada pequeño gran ritual cotidiano, y mi nivel de estabilidad emocional y capacidad de goce.
Leo casi todos los años con mi grupo de alumnos más avanzados de inglés una maravillosa historia de Graham Greene tiulada "A Day Saved" (algo
así como "Un día ahorrado o ganado o salvado"), en la cual un hombre
común y corriente está encantado de ahorrarse un día en su viaje de
trabajo para poder regresar antes a su casa y estar con sus seres
queridos. Este hombre, un tanto chato pero afable, es constantemente
perseguido por un misterioso personaje cuyo nombre varía de acuerdo a
quien sea su presa: la muerte. Y la muerte lo acompaña en su
viaje esperando el momento adecuado para arrebatarle eso que él anhela
pero no tiene, aunque no sepa bien qué es: la vida. ¡Maravillosa alegoría!
Como pregunta el personaje funesto del genial Greene, que nos
asedia a todos:
"Yo
te pregunto, ¿qué importa un día ganado para él o para tí? ¿Un día
ahorrado de qué? ¿Para qué? (...) ¿Salvándolo de qué, para qué? (...) No
podrás morir un día antes".
Esta es una entrada que escribí para un blog chileno con el cual colaboré algún tiempo. Ahora la edito y la publico aquí por falta de tiempo para mayor originalidad. Posiblemente me tome mi tiempo en contestar los comentarios que tengan a bien tomarse el tiempo de dejarme.
A boca de jarro