jueves, 20 de agosto de 2015

Mariposa traicionera

         
    Salgo a caminar a media mañana, me enchufo a los auriculares, me espabila el viento fresco que me acaricia la cara, ese viento que ya anuncia otra inminente primavera, ¡y van tantas ya! Será una más pero bien diferente. No cargaré con la ansiedad de aquellas otras que presagiaban la locura del cierre de año, de notas, de boletines y planillas que rellenar, de finales que planificar y administrar para luego convertirse en pilas de papeles acuciantes. Miedos ajenos de no aprobar, cuestionamientos por aconsejar prudencia y espera, padres ofuscados con reproches trasnochados, cansancio, agotamiento, aburrimiento, sueño atrasado o frustrado, cuerpo contracturado, tantas cuentas pendientes que pesan. No, todo eso no, y sé que no hay vuelta atrás. Este año me puse diez kilos encima, caminé por las paredes cuando dejé el rivotril por voluntad propia y terquedad heredada, sobreviví a la abstinencia y aquí estoy. Nadie me llama, nadie me espera, nadie demanda, nadie paga, cuentas claras que conservan la amistad. Ahora la primavera pinta distinta, y es hora de empezar a saborear las bondades de esta desocupación docente y limpia, premeditada, elegida mas no digerida, que me hace sentir tan bizarra y descolocada, tan triste, tan vacía, tan inútil, tan cero a la izquierda, tan perdida como otras veces y tan insignificante sin precedentes, tan invisible a las miradas que más me importan y a las demás, todo ello más que nunca antes de todas las primaveras que aún recuerdo.
  
Seco los lagrimones que se me escapan precalentando y tarareo a Maná, surfeando estos altibajos que suelen embargarme hace un tiempo ya. Lo canto en voz alta y me importa un bledo el qué dirán. Los pájaros del parque bajan de las ramas altas a mi encuentro matinal y me alegran la hora bendita de soledad. Me estiro, brazos al cielo, con esa brisa que me moldea en franca invitación a ensoñar, y me concedo el permiso de olvidar toda la lista de deberes del hogar que, culposa, dejé sin realizar. Ya no es más esa tampoco mi prioridad, aunque sienta que eso también está mal, que es "disfuncional". Harta ya de esa voz interna que me taladra la conciencia, voz que enjuicia, que sopesa, que diagnostica, voz que está tan excedida de peso como su dueña, me propongo conscientemente imaginar.



Una playa caribeña, aunque jamás pisé una, sería un buen lugar. Arenas doradas y blandas, aguas turquesas, casi tornasoladas, como estos tordos que andan cazando lombrices por acá; calor en su punto exacto, sostenido en una ola de aire marino leve, cielo diáfano, sol al mango, del que broncea sin lástima y sin lastimar, todo ideal. Ando segura de mí misma, a ritmo, por la orilla dorada de ese mar que me hace un guiño, que me con-vida, que me tienta a la zambullida, y dejo de pasar desapercibida ante las miradas ajenas como hace rato me pasa acá. Me hago más alta, delgada, descalza, descomunal: sombrero de ala ancha, dos piezas blancas, firmes mis pechos, bien trazadas mis caderas, los muslos torneados, los brazos finos y largos, dibujado ese soñado abdomen que jamás fue mío, cara fresca y lavada, anteojos oscuros, libro en mano, colgando graciosamente a mi lado, y nada ni nadie más. Llama la sed y me acerco a un bar en la playa, piñas colgando de un techo bajo, sillas altas, barra, tragos, bachata, poca gente, dos o tres habitués nomás.


El barman me bate con clase un daiquiri sin igual. Como si fuese el Thomas Hudson de Hemingway me lo tomo doble sin parpadear y lo saboreo lánguidamente mientras hojeo el libro que me escolta en este viaje de ida a la felicidad. Levanto la vista de esa línea que queda flotando en mis sentires, y mis ojos se posan sin asombro, sin alarma, sin grito de auxilio, sin huida, sobre el aura de su maciza figura a contraluz. Viene paseando solo en dirección al bar. Sin pena y con toda la gloria se hace próximo y, con su inconfundible voz y acento singular, ordena una ronda de tragos que me incluye. Audaz y abierto juego de miradas, pocas palabras, guitarra a mano, se pone a tocar. Y por fin, a miles de kilómetros de mi gris realidad, un hombre soñado que aspira la g y esfuma la ll de mi orillero abecedario me convierte en mariposa traicionera cantando esa melodía que me abandonó, loca de amor, a los diecisiete, hoy, treinta años atrás. Se saldan todas las deudas, se cierra el debe de una, vuelo cerca del sol y soy feliz sin más.








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