No puedo no seguir con la palabra en este mes de mayo, mes del aniversario de la Revolución de 1810, en la cual un puñado de patriotas, incluidos algunos españoles cojonudos afincados en el Virreinato del Río de la Plata, decidieron dejar de ser una colonia y comenzar a transitar el camino hacia la constitución de una nación independiente y soberana. Una utopía idílica, vista desde la aldea global que hoy conformamos, sobre la cual aprendí de chica, en mi paso por la escuela, con admiración por aquellos hombres de mayo, mientras coloreaba el cabildo que me dibujaba mi viejo en casa y que yo hacía lucir prolijito, bien pintadito y cuidado, como dejó de estarlo por décadas, y al pueblo reunido frente a él bajo un cielo gris y lluvioso y sus paraguas multicolores, aunque más tarde nos dijeron que los paraguas son en verdad una extrapolación. El pueblo, entonces, tal como hoy, estaba parado fuera de sus lugares de representatividad y excluido de las decisiones políticas trascendentes, gritando a viva voz: -¡Queremos saber de qué se trata!
Allí fue cuando se empezó a cocinar el guiso que terminó siendo la lengua de mi ciudad, "que tiene un puerrto en la puerrta", como dice la canción que fue himno en tiempos de la dictadura, y que se conoce como español rioplatense, sobre la cual se dicen y se escriben muchas cosas. Acá va una más.
Los españoles bien educados que hablaban y escribían con bella caligrafía la hermosa lengua de Cervantes en tiempos del Virreinato se sintieron fuertemente atraídos por esas morochas pulposas y fogosas, las criollas, con quienes se revolcaron y trajeron hijos al mundo. De las bocas de esos críos salió una lengua remixada, mezcla de criollo y español de pura cepa, que es lo que mayormente seguimos empleando para comunicarnos, con algunos otros condimentos que se fueron agregando con el correr del tiempo: los aportes de los inmigrantes que se vinieron en barco de España y de Italia mayoritariamente, y de algunos otros lados, casi un siglo después, más el fruto de la idiosincrasia que moldeamos a fuerza de taango, lunfarrdo, fúlbo, "el eco de una queja de un triste bandoneón", mosscato, pissa y fainá, más una buena dosis de guarangada orillera. En otras provincias argentinas, el cocido es diferente, con tonadas diversas y entradoras, otros colores y modismos, ya que somos un país muy grande. Y en otras latitudes de Latinoamérica se jactan de hacer uso de una variedad del español más pura, más cercana al español ibérico, más correcta y rica. Y tal vez tengan razón. A mí me pega como algo más híbrido y neutro, aunque con una cadencia musical muy dulce, pero me gusta el cocoliche nuestro, me parece que desde su nombre hasta su sabor, picantón y sabrosón como el chori con chimichurri, nada tiene que envidiarle al español que se habla en Colombia, Méjico o Venezuela, pero todo va en gustos.
Alguien alguna vez observó que cuando escribo parece que lo hiciera para una audiencia foránea. Tal vez es un esfuerzo que parte de lo que sucede en este blog: a pesar de tener mayoría de visitantes argentinos a diario, hay una amplia mayoría de seguidores y activos comentadores españoles, mientras que argentinos comentadores hay pocos pero buenos: cosa muy argentina por cierto. Y en la comunicación intento ser empática, por eso es que suelo escribir empleando una variedad algo españolizada si se quiere de mi lengua, haciendo uso del Pretérito Perfecto Compuesto, por ejemplo, tal como lo hago en mi uso del inglés británico, el tan odiado por mis alumnos "Present Perfect Tense", que los yanquis prácticamente no emplean por su practicidad, optando por el mucho más simple y "user-friendly" " Simple Past Tense", para horror de mis colegas puristas y anglófilas.
Hago uso imperfecto del respingado Pretérito Perfecto Compuesto cuando escribo aunque no en mi oralidad cotidiana, y hasta creo que es posible que haya cierto grado de influencia del uso que hago de su equivalente en el inglés que hablo, escribo, escucho, leo, enseño y amo. Además habrán notado que contesto los comentarios haciéndome la gallega con los gallegos y me despacho en porteño con los locales. Es porque el español ibérico y el galego propiamente dicho lo escuché mucho de chica, dado que las viejas de mi familia hablaban a media lengua, aunque cuando no querían ser entendidas por los más gurrumines, lo hacían en gallego puro, así que algo de eso pesco. Me sale bastante bien la galleguita y la actúo en casa para hacer reír a mis hijos, que no tuvieron la suerte de conocer a esas viejas entrañables que viven en mí.
Hago uso imperfecto del respingado Pretérito Perfecto Compuesto cuando escribo aunque no en mi oralidad cotidiana, y hasta creo que es posible que haya cierto grado de influencia del uso que hago de su equivalente en el inglés que hablo, escribo, escucho, leo, enseño y amo. Además habrán notado que contesto los comentarios haciéndome la gallega con los gallegos y me despacho en porteño con los locales. Es porque el español ibérico y el galego propiamente dicho lo escuché mucho de chica, dado que las viejas de mi familia hablaban a media lengua, aunque cuando no querían ser entendidas por los más gurrumines, lo hacían en gallego puro, así que algo de eso pesco. Me sale bastante bien la galleguita y la actúo en casa para hacer reír a mis hijos, que no tuvieron la suerte de conocer a esas viejas entrañables que viven en mí.
A pesar de no ser jamás comprendida por mis abuelos gallegos de Galicia, y asturianos, digámoslo con propiedad, y anglófobos, al devenir adolescente en los ochenta, me enamoré del inglés, que sonaba en todas las radios, y que inicialmente me entró por la oreja. Y me salía bien imitarlo, aunque no sabía ni jota antes de empezar a estudiarlo recién a los doce años y por Motus propio. Escuchaba canciones y las aprendía a cantar por fonética, sin entender una palabra de lo que decían. Para mí, "Staying Alive" por los Bee Gees, un hitazo de los setenta, era algo así como :
"Wiki to the shiki to neima uare shikiton,
Ssstein alaiv, ssstein alaiv..."
Me llevó años de estudio llegar a descifrar lo que dice y cómo se pronuncia correcta y fluidamente eso en la lengua de Shakespeare que los yanquis remixaron a su modo, también bastante denostado por los puristas británicos, y confieso que todavía me gusta canturrear esa parte del estribillo como de pebeta, aunque ahora sé muy bien que dice así:
And we're stayin' alive, stayin' alive..."
Entré al profesorado de inglés público, examen de ingreso mediante, y me torturaron con Fonética y Práctica de Laboratorio desde el vamos. Ahí tuve que empezar a aprender otro híbrido, lo que se conoce como RP ("Received Pronunciation"), una variedad del inglés británico que sólo habla la familia real inglesa y la BBC de Londres. Tenía de profesor a un gordo fanfarrón que hablaba inglés como si hubiese nacido en Londres, pero el muy hijo de puta era de Lomas de Zamora. Y nos hacía penar pasando banco por banco con una hoja de carpeta Rivadavia suspendida de su enorme mano, una de las gruesas, no de las "eco-friendly" de hoy, para ver si volaba mientras nos matábamos soplando las consonantes explosivas ("plosives"): "p" "b" y "k". Y si no volaba el papel frente a tu boca, "out you went", y a otra cosa mariposa. En la primera prueba de lectura en voz alta a primera vista (first sight reading), a la pobre chica que pasó adelante mío en la larga lista del primer año del profesorado estatal de mayor calidad educativa de toda América del Sur entonces, donde en principio éramos sólo un número que había que reducir, ese gordo hijo de una buena madre le dijo a bocajarro que mejor se dedicara a otra cosa, que se buscara un trabajito en algún negocio, porque además de tener pésima pronunciación y paladar ojival, era muy petisa para ser profesora. Mis piernas, que no alcanzaban el piso por mi modesta estatura de un metro con cincuenta y seis centímetros, se alargaron de repente y empezaron a taladrarlo en un espasmo nervioso irrefrenable. Me llegó el turno, escondí las manos debajo del pupitre que temblaban descontroladas como mis pies, y leí en voz alta, pero a mí me perdonó la vida y me dijo que tenía "cierto" potencial, muy inglés en su "understatement", la implicancia que se lee entre líneas tan paspada, socarrona e inglesa. Me terminó poniendo un 9 en el final el muy turro, un 23 de diciembre sofocante, que consistió en repetir como un loro, pero bien sonada y explotada, teoría de un libro espantosamente técnico del que había que aprenderse inútilmente cómo había que poner la lengua dentro de la cavidad bucal para pronunciar la "dark l", la "schwa", el "glottal stop" y otras delicadezas. Mi fuerte en el inglés es sin dudas lo fonológico gracias a ese hijo de mil putas y los que vinieron después, que me la hicieron parir pero me sacaron buena, y gracias, sobre todo, a los genes de mi abuelo paterno español, mi abuelo Jesús, que vivió varios años en Nueva York después de haber pasado otros tantos en Cuba, un Habanero, como le llamaban en Viveiro cuando volvió hecho un dandy, que laburó de camarero, barman y finalmente maître en buenos restaurantes, bares y hoteles, según me cuenta mi viejo. Un tipo de mundo que fue autodidacta en su adquisición del inglés americano, hablado y escrito, y de quien creo haber heredado la facilidad y el gusto por el idioma.
Ese abuelo, a quien le llamaban Johnny en New York, por Walker, y porque Jesús no les sale ni a gancho a los yanquis, los cagaba a puteadas a mi viejo y a mis tíos en inglés, así es que a putear aprendí desde chiquita en las tres lenguas, galego, español rioplatense e inglés. Parece que era bastante más correcto que yo mi abuelo Jesús, porque no les decía "Son of a bitch" cuando se mandaban alguna cagada mayúscula, sino su versión eufemística "Son of a gun". Y aquí llegamos a las malas palabras, todo un deleite para mí.
Confieso que soy de la puteada fácil, como tantos porteños, pero la puteada justificada, enfática y bien colocada, la que suma al mensaje semánticamente y le da pleno sentido, expresividad y color. No como los adolescentes que abandonaron su nombre de pila y se llaman todos "boludo":
-Che, bludo, qué assé, bludo.
No, así no. Para mí un boludo es un tipo que me tira el auto encima cuando estoy cruzando la calle por la esquina, como se debe, a la vuelta del cole con mi hija de un brazo y su mochila, que pesa más que ella, del otro. A ese le profiero un fuerte y claro -"¡BBOOLÚDO!", cuando en verdad es un reverendo pelotudo, porque "pelottúdo", como decía el Negro Fontanarrosa, tiene más fuerza por la "t", o bien se trata de un reverendo hijo de puta, porque puede matarnos mientras dobla con el celular en una mano, el volante en la otra y el pucho en la boca a toda velocidad, aunque la madre que lo parió no tiene ninguna culpa de que maneje para el carajo...
Coger, lo que para los españoles que me leen es follar, no me parece ninguna mala palabra en el contexto apropiado, la intimidad amorosa, pero sí lo es cuando lo hacen los bancos o nuestros políticos con nosotros. Para nosotros los porteños, el "¡Kéeiiijo de puuta!" puede ser un insulto o un gran cumplido, como en el doble caso de mi primer profe de Phonetics. Es como decir "¡Qué genio, qué maestro!", por su impecable pronunciación, o bien ¡Qué mal parido!, por cortarle las alas a un ser que sólo quería volar bajito a fuerza de mucho aleteo. Lo decimos cuando Messi hace alguna de sus genialidades para el Barça o vistiendo la albiceleste y cada vez que vemos o revivimos el gol que Maradona le metió a los ingleses con la mano, revirtiendo en el imaginario colectivo el penoso resultado de una guerra absurda y el descarado afano de las Malvinas del imperialismo inglés que condeno pero del que además vivo, al menos del lingüístico, dado que enseño inglés, la lingua franca que aún hoy predomina en el mundo. También se le corea a los réferis en la cancha de fúlbo cuando cobran un penal que sólo vieron ellos en contra de nuestro equipo.
-Che, bludo, qué assé, bludo.
No, así no. Para mí un boludo es un tipo que me tira el auto encima cuando estoy cruzando la calle por la esquina, como se debe, a la vuelta del cole con mi hija de un brazo y su mochila, que pesa más que ella, del otro. A ese le profiero un fuerte y claro -"¡BBOOLÚDO!", cuando en verdad es un reverendo pelotudo, porque "pelottúdo", como decía el Negro Fontanarrosa, tiene más fuerza por la "t", o bien se trata de un reverendo hijo de puta, porque puede matarnos mientras dobla con el celular en una mano, el volante en la otra y el pucho en la boca a toda velocidad, aunque la madre que lo parió no tiene ninguna culpa de que maneje para el carajo...
Coger, lo que para los españoles que me leen es follar, no me parece ninguna mala palabra en el contexto apropiado, la intimidad amorosa, pero sí lo es cuando lo hacen los bancos o nuestros políticos con nosotros. Para nosotros los porteños, el "¡Kéeiiijo de puuta!" puede ser un insulto o un gran cumplido, como en el doble caso de mi primer profe de Phonetics. Es como decir "¡Qué genio, qué maestro!", por su impecable pronunciación, o bien ¡Qué mal parido!, por cortarle las alas a un ser que sólo quería volar bajito a fuerza de mucho aleteo. Lo decimos cuando Messi hace alguna de sus genialidades para el Barça o vistiendo la albiceleste y cada vez que vemos o revivimos el gol que Maradona le metió a los ingleses con la mano, revirtiendo en el imaginario colectivo el penoso resultado de una guerra absurda y el descarado afano de las Malvinas del imperialismo inglés que condeno pero del que además vivo, al menos del lingüístico, dado que enseño inglés, la lingua franca que aún hoy predomina en el mundo. También se le corea a los réferis en la cancha de fúlbo cuando cobran un penal que sólo vieron ellos en contra de nuestro equipo.
Las verdaderas malas palabras son, en mi opinión y la de otros que saben mucho más que yo, las que parecen elegantes y correctas. "Son of a gun" es mucho peor que "Son of a bitch". Ser un hijo de puta es un accidente de la naturaleza, pero ser hijo de un arma de fuego (¿?) es un terrible agravio. Lo dijo el "troesma", genio, ídolo de Fontanarrosa, que se nos fue ya, pero está y estará siempre en nosotros, un gran humorista rosarino y argentino, colaborador de Les Luthiers, que jamás usan una de esas mal llamadas malas palabras para hacernos reír. Malas palabras son "arma de fuego", "guerra", "hambre", "pobreza", "corrupción", "vilolencia", y el sucio "lavado de dinero", aunque suene limpio hasta en quienes no son considerados "boca sucia", y muchas más por el estilo. Pero los dejo con el genio de Fontanarrosa para que dicte cátedra sobre el buen uso de las mal llamadas malas palabras, porque esto se hizo laargo como puteada de tarrtamudo, qué lo parió...
A boca de jarro