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jueves, 20 de junio de 2013

Historia de síndromes raros


"Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados."

Henri-Marie Beyle, Un viaje de Milán a Reggio.

  Sobre fines del año pasado se me hizo un diagnóstico presuntivo de un síndrome raro que prevalece sobre mujeres a partir de los cuarenta años, o aún antes en algunos casos menos frecuentes, como el de la mismísima Venus Williams, tenista profesional, que abandonó el circuito a partir del diagnóstico del denominado síndrome de Sjögren. El mejor sitio de información al respecto que encontré en la red es una org en inglés: Sjögren's Syndrome Foundation, cuyo slogan reza: "YOUR CREDIBLE SJÖGREN'S SYNDROME RESOURCE". Allí se proponen ideas y recursos para convivir con esta condición crónica e autoinmune caracterizada por la sequedad. Encontré testimonios reales de mujeres que en todos los casos eran mayores que yo, y que a pesar de proponer llevar adelante una vida sonriente con el Sjögren como compañero de ruta hasta la tumba, aseguran que empeora con la menopausia, cuando la sequedad glandular naturalmente se acentúa, e insisten en que quienes lo padecemos debemos aprender a vivir con coraje y difundirlo, en un intento por crear conciencia sobre su existencia y sintomatología y apoyar a la org a través de donaciones.


"Living With Sjögren’s Syndrome"
"Be BOLD for Sjögren’s Awareness!"
"Donate Today"

  De acuerdo a lo que he aprendido de los múltiples especialistas que he visitado, este síndrome, descubierto por el científico sueco Henrik Sjögren, (se pronuncia "siogren" según los médicos locales), es una enfermedad autoinmune sistémica que afecta principalmente a las glándulas exócrinas y que conduce a la aparición de sequedad. Las glándulas exócrinas son las encargadas de producir líquidos como la saliva, las lágrimas, las secreciones mucosas de la laringe, la tráquea y la vagina, fluidos que hidratan, lubrican y suavizan las partes del organismo que están en contacto con las mucosas. Es también una enfermedad de etiología reumática, ya que puede producir dolor e hinchazón en las articulaciones, y la trata un reumatólogo, quien a la vez deriva a los pacientes a especialistas de acuerdo a sus síntomas: oftalmólogo, dermatólogo, ginecólogo, odontólogo, estomatólogo y psicólogo, ya que también puede causar depresión, desgano y fatiga, etc.
    
  En la información disponible online, la terminología para clasificarlo resulta un tanto confusa, tanto como atemorizantes algunos de sus pronósticos. Algunos remarcan que es simplemente un síndrome, otros lo llaman enfermedad autoinmunitaria, de esas que están a la orden del día, sobre todo en mujeres cada vez más jóvenes, en gran medida debido al alto impacto que produce el estrés de la vida moderna bajo el color de muchas banderas. El sistema inmunitario se encarga de combatir las enfermedades al eliminar los virus y las bacterias que pueden ser dañinos para el cuerpo. Sin embargo, con las enfermedades autoinmunes, el sistema inmunitario se equivoca y ataca las partes sanas de su propio cuerpo. Los médicos aún no conocen a ciencia cierta las causas de dichos padecimientos ni han encontrado una cura, aunque se está investigando. Se cree que pueden ser causados por una combinación de varios factores que siempre escapan a nuestro control.

 Soy hija de un médico que además padece una forma leve de Sjögren, una rareza muy común en los médicos, y que me ha enseñado que esto no es una enfermedad, sino un simple síndrome, ya que existe una gran diferencia entre ambos males. Según mi padre, médico cardiólogo y enfermo cardíaco además de portador no sufriente de Sjögren, un síndrome es un conjunto de síntomas que se presentan juntos y son característicos de un cuadro patológico determinado provocado por la concurrencia de más de un factor. Una enfermedad, por su parte, es una alteración leve o grave del funcionamiento de uno o más órganos que puede conducir hasta la muerte si no se lo trata o si resulta incurable. No es el caso de este síndrome en particular, con el cual se puede convivir empleando paliativos que mejoran la secreción glandular que escasea, y que realmente mejoran la calidad de vida del paciente, reduciendo el peligro de las posibles complicaciones que se pronostican, aunque las medicinas que se prescriben para tales fines perforan cualquier bolsillo.

  Ni bien se me nombró la palabra "síndrome", pensé en todos los bienaventurados que padecen Síndrome de Down, y comprendí que en la ruleta de la enfermedad que a todos nos toca tarde o temprano en la vida, no me podía quejar, aunque estuve deprimida por meses viendo como mi pelo caía como las hojas de otoño, mis ojos enrojecían y repelían la luz por la fotofobia que causa el ojo seco, mi piel se descamaba camaleónicamente en pleno verano, se irritaba con la exposición solar aún con protección de factor alto, con los perfumes que siempre había aceptado y adorado, con el infaltable maquillaje de cada día, y hasta con cremas carísimas que se me indicaron para combatir su sequedad. Mi boca se secaba también, por lo cual se me indicó el uso de saliva artificial (un asco), mucha agua y mucho chicle sin azúcar, ya que la sequedad bucal puede producir más caries si no se realiza una limpieza cuidadosa a diario además de consultas periódicas con el odontólogo de cabecera, con las que siempre he cumplido.

  Cuando llegué al momento de definir el diagnóstico de Sjögren fue en una consulta con un estomatólogo en marzo, quien, coronado de títulos, postgrados y honores de banderas de diversos colores, me dijo muy suelto de cuerpo desde su chaqueta blanca que para tales efectos debería someterme a una biopsia de glándulas salivales. Se trata de un procedimiento quirúrgico en el que se extrae una muestra de la cara interna del labio inferior para ser biopsiada por un patólogo al que debía llevársela yo, y ya iba por la décima segunda consulta médica para entonces, todo en pleno verano porteño y sin vacaciones. Se aplica anestesia local, se toma la muestra, se sutura con la cantidad de puntos necesarios para zurcir la herida y se aguanta la hinchazón, el no poder ingerir más que helado por días para aliviar el malestar, amén de correr el riesgo de contraer una infección en una zona muy fácilmente infectable: la boca de jarro. Al salir de la consulta ese mismo día, me sentí curada de espanto del Sjögren: ¡ni loca me expondría a todo eso siendo evidente que lo padecía! Mi pelo me lo decía, mi sequedad ocular y bucal, y mi espantosa depresión, que se manifestó con un ruidoso silencio. No iba a arriesgar ni un sólo pelo más para averiguar si se trataba de un gran, mediano o pequeño Sjögren.

  Desde entonces, llevo una vida normal, mi pelo ha ido creciendo y mejorando en aspecto, mis ojos se ven marrones gracias a las lágrimas y ungüentos que aplico varias veces por día, y mi piel se estabilizó, supongo que fue porque mi casa se inundó con la tormenta del 2 de abril: me armé de baldes para sacarla, me quedé a oscuras, encendí todas las velas y me olvidé del espejo. Y cuando todo volvió a la normalidad, me di cuenta de que todo estaba húmedo en mi mundo, y el señor Sjögren me dejó en Paz.



Neuriwoman


  Un tiempo después de que salí de ese pozo, una tía adoptiva virtual muy querida y popular que de enfermedad sabe y mucho, Neuriwoman, me diagnosticó un síndrome que desconocía: el de Stendhal, (también denominado Síndrome de Florencia o "estrés del viajero"). Según Wikipedia se trata de un mal psicosomático "que causa un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión, temblor, palpitaciones, depresiones e incluso alucinaciones cuando el individuo es expuesto a obras de arte, especialmente cuando éstas son particularmente bellas o están expuestas en gran número en un mismo lugar. Más allá de su incidencia clínica como enfermedad psicosomática, el síndrome de Stendhal se ha convertido en un referente de la reacción romántica ante la acumulación de belleza y la exuberancia del goce artístico. Se denomina así por el famoso autor francés del siglo XIX Stendhal (seudónimo de Henri-Marie Beyle), quien dio una primera descripción detallada del fenómeno que experimentó en 1817 en su visita a la Basílica de la Santa Cruz en Florencia, Italia, y que publicó en su libro Nápoles y Florencia: Un viaje de Milán a Reggio", de donde se toma la cita que abre esta larga entrada. Aunque se me hace un síndrome atemporal que me hace muy feliz y sana, no fue descrito como síndrome hasta 1979, cuando la psiquiatra italiana Graziella Magherini observó y describió más de 100 casos similares entre turistas y visitantes en Florencia, cuna del Renacimiento, y escribió acerca de él.





Stendhal o Henri-Marie Beyle 


  Hoy es el Día de la Bandera en mi país. Y me atrevería a decir, como alguna vez lo hicieron Sjögren, mi tía virtual Neuriwoman, Stendhal y Graziella Magherini, que los argentinos padecemos del síndrome de la bandera festiva: nos acordamos de la bandera en las fechas patrias, aunque la escarapela no nos la ponemos ni a gancho cuando terminamos la escuela, salvo honrosas excepciones, cuando juega la selección argentina y para los mundiales de fútbol sobre todo. Ahí es cuando el síndrome de la bandera festiva argentino se exacerba más que nunca y se viste la ciudad y el país entero con la albiceleste.






  Yo sueño con un mundo que padezca enteramente del síndrome de la Bandera Transparente, sin colores ni símbolos, una bandera que deje ver lo mejor de la raza humana a través de las fronteras, que haga posible lo que parece imposible, que nos hermane y nos una, que nos dé la libertad de expresar lo que pensamos y sentimos sin  ofender a nadie y sin ser atacados ni combatidos, que no necesite de himnos, mástiles ni triunfos deportivos, aunque nunca vienen mal cuando 
las victorias son celebradas con alegría y sin falso orgullo o rencor, como tampoco la pluralidad de los pueblos y sus gentes, siempre que es bien aceptada y valorada. Una bandera traslúcida que pinte al mundo multicolor de color mar, tierra, nieve, arena, verde y cielo, como lo hace este argentino que mi Stendhal me ha hecho adorar:




                      Facundo Saravia, Coplas de Olvido





A boca de jarro

miércoles, 30 de mayo de 2012

Ausencias que iluminan



Hay lugares y personas que uno concibe como parte del país propio, que no es más que un pequeño territorio que ocupa el espacio que se cubre con la mirada y con los pasos que andamos a diario. Ellos hacen a la identidad de ese lugar con el que nos identificamos y que sentimos como el terruño. Esa geografía se ha ido modificando a través de ciertos cierres a lo largo de los últimos meses y esto nos ha embargado de nostalgia a grandes y chicos en casa. Se siente como una carencia que genera un duelo que estamos procesando.

Primero faltó sin previo aviso una mañana el diariero de la esquina, un personaje que le daba vida y color a su puesto y a nuestra cuadra. Su presencia era una lumbre que acompañaba desde antes de la salida del propio sol. Su voz fuerte, gruesa, callejera, se escuchaba desde la cama y su rostro, cansado y marcado por tantos madrugones y mañanas a la intemperie, era un encuentro obligado cada mañana de domingo con la llegada de los únicos diarios que compramos en la semana y que nos damos el  gusto de leer en familia alrededor de un desayuno en pijama que se hace lujosamente largo.


Luego decidió apagar sus luces para no volver a encenderlas el pizzero de en frente de casa. Fue una gran pena y los chicos no se resignan y siguen ilusionados con que va a volver. Le daba sabor a nuestros fines de semana, aroma a cebolla frita y pan recién horneado a la vida de nuestra calle y digna prestancia de buena gente, un laburante de fin de semana y feriados, el Mariscal de la Pizza, cuya cercanía era envidiada por medio mundo de este que es nuestro pequeño, significativo, entrañable mundo.

Su luz se apagó porque perdió a su compañera y ya no quiso o no pudo seguir alimentándonos, imagino que por falta de alimento propio. Digo imagino porque soy de las que no les gusta andar preguntando a los vecinos por ahí. De refilón escuché el triste chisme de que un día tuvo que ir un vecino a socorrerlo porque había estado intentando una fuga a lo insoportable que se le hacía la carencia: "Se puso a pelar unos cables ahí y tuve que entrar a sacarlo cuando estaba todo a oscuras". Debe ser difícil atravesar esa oscuridad. Ya no quiso seguir y nos dejó a nosotros a oscuras: las luces de la pizzería ya no inundan el living de casa cuando apagamos las nuestras. Los otros días llegó acompañado de unos muchachos jóvenes en un camión. Vaciaron el local de todo su mobiliario y equipamiento y sentimos una puntada, como si perdiésemos parte de lo propio cuando por fin se lo llevaron todo.


Y ayer mi hijo se levantó unos minutos más temprano de lo habitual para ir al polirrubro de Carlitos, kiosco, librería y juguetería, a mitad de cuadra, el que siempre nos salva cuando nos olvidamos de comprar lo que habían pedido para la clase del día. Abre antes de que nos levantemos para ir al cole y parece que adivina nuestros olvidos diurnos devenidos en necesidades de primera hora: cartuchos, mapas, la escuadra que se perdió y hace falta para hoy que hay prueba... Nos falló por primera vez. Tenía cerrado. Estábamos todos extrañados, y los chicos espiaron dos o tres veces durante el transcurso del día a ver si había algún indicio de su vida, que cambió ayer para ya no volver a ser la misma aunque hoy ya esté de vuelta en el negocio.

Nos acongojamos. Son esos detalles que nos hacen valorar a quienes damos por sentado, esas omnipresencias que ligan la masa de la rutina, que se erigen como íconos de nuestra cotidianeidad guiando como faros el desarrollo de lo que conocemos como nuestra vida de todos los días. Sólo nos percatamos de su importancia cuando nos faltan. Y al faltar nos recuerdan de que a todos nos llega un día en el que permanecemos cerrados. Ese día no se abre y marca el límite tan temido, el fin de lo conocido, aunque todo alrededor siga en marcha. Tal vez llegue alguien que vuelva a abrir, tal vez se siga adelante con la cortina baja. Pero ya nunca nada será igual. Por estos días, al apagarse las luces, se nos hizo claro.


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