Hoy es el día del escritor. Y ayer un escritor al que sigo y admiro logró conmoverme desde la misma revista donde salió publicada mi carta a "Yo Lector", lo cual para mí es tan importante como publicar un libro, y en la que soy totalmente honesta con respecto a lo ardua que me ha resultado la crianza de mis hijos como para que vengan con una lista de "TENÉS QUE..." más larga que la propia... Varias mujeres me felicitaron por mi "valentía" por mail: ¿se es valiente por decir la verdad?
Sergio Sinay describe esto que le pasó cuando fue padre por primera vez , y resuena en mis oídos la similitud con mi propia experiencia, y en todo caso, con lo que algunos consideran "valentía":
"Lo cierto es que en nuestra imaginación, en nuestros sueños y ensueños (incluso en nuestras pesadillas) veíamos a un hijo. Y ahora, frente a nuestros ojos, entre nuestros brazos, percibimos al hijo real. Digámoslo otra vez: un desconocido. ¿Por qué no habría de serlo? ¿No lo somos acaso para él? En ambos casos ésta es una verdad a medias. El es en varios aspectos distinto de cómo lo soñamos, pero es lo que soñamos: nuestro hijo. El no nos conoce pero nació de nosotros, es carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre.
¿Qué hacemos con nuestro hijo? En primer lugar, y de la mejor manera posible, no huirle, quedarnos a su lado con nuestras seguridades e inseguridades, con nuestras certezas y nuestros temores, con nuestras dudas y afirmaciones, con nuestras ganas y con nuestro pavor. Será el único camino para conocerlo y para que nos conozca. El único camino por el cual un padre real se encuentra con un hijo real.
Mi hijo Iván nació un día miércoles 1º de diciembre a las 16.40. En esa época yo trabajaba como redactor de una revista durante las tardes y en un diario durante las mañanas. El jueves, naturalmente, no trabajé porque me fue concedida licencia. Esta se extendió al viernes. El lunes en la mañana debía regresar a la Redacción; por una parte deseaba hacerlo (en primer lugar para hablar de mi hijo y exhibir mi luminosa y vibrante paternidad); por otro lado, con gusto me hubiera quedado en casa disfrutando y descubriendo a esa personita que estrenaba un cuarto en las puertas de cuyos placares yo había dibujado osos, monos, patos y ratones para que lo saludaran. Fui al diario, se me hizo cuesta arriba conectarme con los textos que debía escribir y, a medida que transcurría la mañana, lo que restaba del día empezaba a transformarse en un desierto interminable. Cuando llegó el mediodía, decidí que no iba a estar toda la jornada alejado de mi hijo recién nacido ni de mi hogar en plena transformación. Mientras yo trabajaba, amigos y familiares desfilaban por mi casa para conocer al recién llegado y felicitar a la mamá. De modo difuso empecé a percibir una sensación de injusticia. ¿Por qué yo, el padre, debía estar tan lejos? Al llegar la hora de viajar de la redacción del diario a la sede de la revista, una decisión se había afirmado en mí: no iría a mi trabajo de la tarde, sino a mi casa. Quería estar con mi bebé.
El martes hice lo mismo, sólo que ahora ya no tenía ni broncas ni dudas ni culpas. Lo sentía como un derecho. Cuando los directivos de la revista llamaron para averiguar qué pasaba conmigo, sentí que invadían un recinto sagrado. Luego de mi excusa -que hoy no recuerdo cuál fue- me exigieron que fuera a trabajar al día siguiente. Entonces sentí que eran desalmados, insensibles, indiferentes al milagro de la vida, etc., etc. El miércoles no fui a trabajar y el jueves me despidieron."
El capítulo de este nuevo trabajo de Sinay, titulado "Hombres en la dulce espera" es imperdible. Yo ayer escribí que por estos días, padre y madre se me hacen lo mismo, aunque sé que hay diferencias que nos complementan más que distanciarnos. Y admito que con la enfermedad de las figuras paternantes más añosas en la familia, la crianza se hace aún más ardua que de costumbre. Pero el conocimiento profundo de lo que le sucede a una mujer cuando nace un hijo que Sinay describe me conmueve, especialmente porque viene de un hombre:
"Sabemos que la mamá pasará por un período de tristeza, extrañará su panza (era parte de su cuerpo, después de todo). Se sentirá abrumada por las demandas del bebé, no podrá recomponer fácilmente su propia imagen, sentirá por momentos deseos de ser ella una nena.
Sabemos (¿de veras lo sabemos?) que, en la medida en que se vaya habituando al bebé, ella se sentirá a veces extraña respecto de nosotros, o nos sentirá extraños respecto de ella. Necesitamos que alguien nos explique esto: no ha dejado de querernos ni el vínculo se ha deteriorado; es probable que ahora la relación sea más madura, pero desde aquí en más será diferente y pasará por una inevitable transición. También es necesario que nos preguntemos cómo andamos por casa, qué nos pasa a nosotros en el campo del afecto. No para juzgarnos y preocuparnos; sí para saber, para darnos cuenta."
Cuando nació mi primer hijo, gocé de una larga licencia por maternidad, debido a, y "gracias a", debería decir, complicaciones en la cicatrización de la herida de la cesárea, que se infectó. Gocé de una licencia por excedencia, y fue un gran privilegio, porque no quería volver a trabajar. Mi trabajo ahora estaba allí, en el nido. El mundo de afuera, con todo su brillo y su promesa de una carrera en pleno desarrollo parecía nada comparado con este "paquetito de carne", como Sinay lo llama, que berreaba, mamaba, dormía y hacía muy seguido otras cuantas cosas más olorosas. Cambiar pañales era para mí mucho más complejo que preparar una clase de Literatura Inglesa sobre James Joyce... Nadie me había preparado para "esto". Y así y todo, NO ME QUERÍA IR.
Pasaron los meses, y volví a trabajar con el corazón partido, pero con la tranquilidad de dejar a mi bebé en las mejores manos: las de mi mamá. De todas formas, a medida que fue pasando el tiempo, y mi hijo iba logrando alcanzar los hitos del desarrollo que los padres también aprendemos a esperar por la lectura de libros de puericultura, yo sentía que cada tarde que me pasaba "encerrada" en un aula de un colegio bilingüe donde a la gran mayoría de mis alumnos les importaba un bledo lo que tenía para enseñarles, me estaba perdiendo de ver a mi hijo dar sus primeros pasos, intentar en vano salvarlo de sus primeros chichones, darle el mordillo helado para calmar sus dolores de dentición, verlo jugar, dormir una buena siesta con él a mi lado... un sin fín de cosas que no tienen precio. Y es así como se produjo el primer gran quiebre en mi vida, del que recién ahora estoy emergiendo. Se abrió un largo paréntesis. Yo, como Sinay, pude darme el lujo de renunciar, aunque empezamos a vivir con menos holgura, y tomar un trabajo en otra franja horaria en la que me sentía más cómoda por ya haber pasado todo el día con mi hijo.
Por supuesto que hubo idas y venidas mentales desde entonces y hasta hoy muchas veces. Nadie puede dejar de preguntarse: "¿Qué hubiese sido de mí si...?" Pero no me arrepiento de lo que elegí, y sigo eligiendo como prioridad, aunque a veces me enoje, me saquen de quicio, sienta que la vida pasa por otro lado, que me perdí el tren del éxito profesional, en fin: todo eso que también está. Pero no, no me escapé. Dubitativa, a veces confundida y perdida, a veces entristecida, para qué negarlo, ESTUVE. Y estoy.
¡Gracias Sergio Sinay por tu honestidad "a boca de jarro", y feliz día a todos los escritores!
LA MAMÁ MÁS MALA DEL MUNDO.
http://youtu.be/KQXI9F8nJ6g