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viernes, 13 de noviembre de 2015

Del color de las hortensias

"Paisaje con niña y hortensias", Alfredo Ramos Martínez
        

      Ayer me volví a topar con esos ojos que, según todos decían, eran del color de las hortensias. Me volvieron a escapar una vez más. Yo nunca reparé demasiado en el color de aquellos ojos, y mucho menos en las hortensias que mi madre y mi abuela nos tenían prohibidas en el jardín donde jugábamos de nenas. 

-¡Hortensias en esta casa, no, válgame Dios!- solía decir mi abuela. -Las hortensias causan el desamor. Os vais a quedar para vestir santos.

-Se van a quedar solteras- nos traducía mi vieja, con toda santa paciencia. 

Yo jamás lo creí cierto. Más allá de la belleza de sus ojos, para mí, la nota principal de aquel mirar que ayer me esquivó otra vez, después de tantos años, era la transparencia que un hombre le arrebató una madrugada cualquiera, cuando murió la adolescencia. Así que mejor hubiésemos tenido hortensias para quedar solteras. Ella fue mi mejor amiga, la que jugó en mi jardín, la que fue conmigo a la escuela, la que iba conmigo a bailar, la primera que me defraudó en la amistad, y la primera que se casó mal después de que sus ojos perdieron lo que yo veía en ellos.

La nuestra era una amistad muy típica entre féminas: confianza y competencia en dosis parejas. Éramos compinches y, al hacernos mujercitas, salíamos a bailar con el arreglo de que nuestros padres se turnaban para ir a buscarnos. En el colegio nos sacábamos chispas para quedarnos con la bandera, y en el baile estábamos pendientes de cada levante y llevábamos la cuenta, en una libreta rosa, de nombres, fechas, teléfonos y marcas personales de cada pretendiente. La última entrada en ese anotador la hice yo, de eso no me olvido más. Ese pibe, que cayó en el baile una noche a la hora de los lentos, ya, de entrada, no me gustó nada para ella. Carlos. Era bastante mayor que nosotras, morocho, grandote, alto, con un vozarrón profundo, labios gruesos, y usaba una esclava de plata en la muñeca izquierda que me parecía de un gusto espantoso. Ella se enloqueció con él, decía que era su gran amor, pero a mí me daba mala espina.

Una noche que habíamos quedado en que mi viejo nos pasaba a buscar por la esquina del boliche a la una, como siempre, no la pude encontrar por ningún lado. Recorrí baños, reservados, barra, pistas, pero Alejandra se había esfumado. Vencida y dubitativa, me fui a casa y conté lo poco que sabía de Carlos. Hasta entonces, él había sido un secreto entre las dos, más que nada por el tema de su edad, según decía ella, y porque "ya sabés cómo se pone la vieja...." Estaba a punto de darme una ducha antes de irme a dormir, cuando sonó el teléfono en la cocina. Era su madre, preocupada por la hora.

-¿Y Alejandra dónde está? 
-No tengo idea. - la forzada respuesta. 
-Mirá, Fernanda, que me defraudás. Yo confiaba en que vos la traerías a casa de vuelta. Seguro que sabés dónde y con quién puede estar. Pensalo bien.

La verdad dolía porque sólo la conocía a medias. No pude hablar. Me puse pálida y me temblaban las piernas. En ese tiempo de la vida, traicionar la lealtad en la amistad es lo peor que te puede pasar. Debería haber imaginado que otras cosas más brutales y más horrendas tenían cabida en este mundo de mierda, un mundo que para mí, hasta entonces, era bastante puro y pequeño. Me arrancó el tubo mi vieja, le largó el nombre prohibido, sin reparo alguno, y le escupió que quien tenía que cuidar de Alejandra era ella, que a mí me dejara en paz, que era una nena, y que "Buenas noches, señora". No pude pegar un ojo. ¿A dónde se habría ido? ¿Se habría fugado con ese tipo, como pasaba en las películas? ¡Qué desgraciada, cómo me había hecho quedar, a mí y a mis viejos! ¿Tanto por una calentura?

Aquel lunes me la encontré, como era de esperar, antes de la formación, en el patio de la escuela. No la dejaban faltar ni que fuese el fin del mundo. Y yo sentí que lo era. Se la notaba descompaginada y algo maltrecha. Sus ojos parecían distintos, sin brillo, vacíos de sueños y hasta hinchados de llorar. Pude imaginar el escándalo en su casa, pero nunca que todo había pasado por la fuerza. Me acerqué tímidamente, antes de que vinieran con cuentos todas las demás, pero se dio media vuelta y no volvió a hablarme nunca más. Restaban apenas unas semanas para recibirnos.

Ayer, cuando me la encontré, me costó reconocerla. Lleva el pelo corto y algo rojizo, y el rostro retorcido como en una mueca. Imagino que jamás pudo superar lo que le pasó aquella noche de domingo. De Carlos supe que se separó después de que se cansó de que le pegara estando ya casados y con hijos. Sus ojos me rehuyeron, pero alcancé a notar que poco y nada queda en ellos del color de las hortensias. 



A boca de jarro

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Reunión de ex-alumnas




     Odio las reuniones de ex-alumnas, pero Andrea insistió, dijo que eran los 30 años, que no creía que iba a estar en condiciones de asistir conmigo al festejo de los próximos 30 y que entonces no quería perderse la ocasión. Me hizo ruido eso que dijo. A nuestra edad esos comentarios no se deben dejar pasar sin más. Me empilché bien, tratando de disimular todos los kilos ganados en esta década perdida, y fuimos en su autito. El colegio está casi igual: la pintura caída del frente, el patio con sus baldosas de ajedrez lustradas por las monjitas, las aulas de techos altos y ventanas grandes, y la capilla, resplandeciente. Sólo cambió la cancha donde hacíamos los quemados del recreo largo, que ahora es un gimnasio techado que no pudimos ver porque estaba cerrado, para variar, y cambiaron, eso sí, las monjitas. Las nuestras se fueron todas a la patria celestial, como decían ellas eufemísticamente.

Entrar en esa capilla es tomarse un tren a todos los fantasmas del pasado. Se me viene el día de mi primera comunión, la carita de sueño que tenía por no haber dormido bien, con miedo de tener "malos pensamientos", en palabras de la Hermana Leticia, y mis abuelos, almaceneros asturianos, parados en la puerta del frente, vestidos de lo que no eran para no desentonar. ¡Cuántos miedos me metieron esas monjitas bigotudas e ignorantes, cómo me cuesta perdonarles eso y lograr ver lo que me habrán dado de bueno! Ahí siguen parados en el altar los dos enormes ángeles de la guarda de color pastel que, según las monjas, custodian al Santísimo, y según Marguery, que un día se hizo pis encima durante una misa en uno de estos bancos porque no la dejaron ir al baño, mueven los ojos durante los recreos cortos cuando ella los va a espiar. Yo nunca los vi moverse, pero los soñé en movimiento después de aquella gris y destemplada mañana en que nos dijo la rectora, ni bien tocó el timbre y formamos, que estábamos en guerra con Inglaterra para recuperar las Malvinas. La reliquia del santo patrono de la congregación sigue tapadita con esa cortina bordada que da más impresión que el mismo hueso. Y la Virgen nos mira fijo desde allá arriba, igual que entonces, cuando le pedíamos perdón tal como nos enseñaban, con las dos manitos cruzadas sobre el regazo. Me pregunto mucho últimamente qué sería lo que habría que perdonar tanto, ¿no? Se me ha dado por pensar, como le comento siempre a Andrea, que deberíamos haber sido un poco malas, un poco traviesas, un poco desobedientes, menos sumisas y perfectitas, menos reprimidas de lo que nos obligaron a ser para nuestro mal.

Acá, en el banquete aniversario de la promoción 85, están sentadas a la mesa todas las caras que conozco de memoria, como conozco cada baldosa de este patio que fue mi territorio en la niñez, mi piedra angular, y que me vieron convertirme en una mujercita. Caras que están cambiadas, como la mía, supongo, y, sin embargo, en esas pupilas que se topan con las mías con un dejo de extrañeza después de tantos años encuentro los mismos ingredientes de ayer: Susana, con su dosis de lujuria y de vanidad, Virginia, con sus gotas de envidia y de maldad, Gaby, con su medida de nada hastiada de todo, Alejandra, con su ración de mediocridad y sus aires de feme fatal, los mismos aires que me soplaron a más de uno durante todo el secundario por sobre mi insípida inseguridad, que se evaporó cuando el primer hervor, para el cual no convidé a ninguna de ellas. 

Pero todo eso también lo tengo que dejar atrás porque Andrea está acá y es la que me trajo por algo. Ella me quiere bien, me conoce, me banca, sabe de mis escasos éxitos y mis estrepitosos fracasos, celebra los cumpleaños de mis hijos y les hace regalos. Ella, como yo, es consciente de que nuestro envase tiene fecha de vencimiento y de que hay que exprimirlo al mango. Ella no me mide por mis títulos, mis calificaciones, el número de hombres que pasaron por mi cama, la cantidad de años que llevo de casada, cuántos kilos engordé en cada embarazo o cuántos hijos tuve el coraje de traer a este mundo. No. A ella le van mis bromas, mis sueños, mis lamentos y quejas, mis sensatos razonamientos en forma de consejos trasnochados vía mail cuando se trata de su familia ensamblada, de sus viejos y sus achaques o de la perra de su cuñada y la conchuda de su suegra. Y aunque la quiero bien y la sé valorar, esto se me hace denso cuando se pone espeso. Que estás igual, boluda, que si al final te recibiste de profesora de inglés, que si al fin tu viejo aprobó tu elección de carrera, que cómo están él, tu hermana y tu mamá, que si te casaste, que a qué edad y con quién, o contra quién, que cuántos hijos tuviste y que si trajiste las consabidas fotos de billetera de tus hijos porque yo, mirá, acá te voy a mostrar a los míos, rostros de pibes que no me dicen nada porque ni conozco al papá, aunque me lo puedo imaginar porque sé qué clase de tipo te va, y ahora, acá sentada a la mesa apoyada sobre los caballetes de siempre, las tengo que mirar y poner cara de feliz cumpleaños ante esas caras vacías, y tengo que decirle qué lindos son y toda esa sarta de pelotudeces que se dicen en estos bodrios. Preferiría que nos acordáramos de nuestras travesuras, cuando nos macheteábamos en historia y la vieja no nos pescaba, cuando fumábamos en el sótano del salón de actos, nos rateábamos de geografía con la excusa de que nos teníamos que confesar con el perverso del capellán, o cuando le poníamos papelitos bañados en plasticola sobre la silla del escritorio a la de biología para que se le quedaran pegados al culo, ¿te acordás? 

Me cuentan de hazañas de las cuales, según ellas, fui yo la protagonista, pero yo ni me acuerdo ya. Les cuento de cosas de ellas que quedaron prendidas a mi memoria, pero las niegan entre risotadas, convencidas de que ellas jamás hicieron eso. Pasan de largo los sándwiches de miga porque siguen todas a dieta, pelan sus celulares y me preguntan si yo estoy en Facebook o si tengo WhatsApp para seguir "en contacto". ¿Quiénes seremos todas estas a estas alturas de este viaje sin pasaje de vuelta, me pregunto? Cierro los ojos, bajo la cabeza, miro el reloj: es tarde ya, y se viene la torta, el brindis y las selfies. Hasta para hacerme tantas preguntas es tarde ya.



A boca de jarro

viernes, 18 de septiembre de 2015

Clavado en el bar



      Se llega a una de estas reuniones necesitando imperiosamente desensillar. Después de haberle estado dando vueltas al asunto por días y días desde que llegó el folleto a mis manos en algún bar, y de haberle pegado dos vueltas a la manzana antes de entrar - a pesar de que siempre me creí muy resuelta y extrovertida - recién entonces tomé aire, exhalé, bufando casi, y me mandé por el largo pasillo hasta el salón del fondo. Esto es como los baños de los restaurantes, pensé: siempre al fondo a la derecha. Y me sonreí al tomar asiento, con un cartelito con mi nombre clavado por una alfiler de gancho a mi remera, más por esa complicidad con ese núcleo divertido mío que tanto adoro - lo único que me mantiene a flote hace meses - que por caer simpática antes de ver de qué va esto de un grupo de auto-ayuda en un bar. Lo que pasa, como le expliqué al coordinador ni bien me hizo presentar ante un aquelarre compuesto de tres minas más viejas y más piradas que yo, sentadas en semicírculo bajo una luz mortecina, lo que pasa es que vengo de un tiempo largo de haber estado digiriendo el estofado de que necesito ayuda, aunque para serles franca, yo no sé a ciencia cierta si esto se trata de una enfermedad de la cual me voy a curar o si voy a tener que acostumbrarme, o más bien, resignarme, a vivir así. En algún lado leí, entre todo lo que se lee por ahí sobre el tema, que la ansiedad es la epidemia silenciosa de estos tiempos, pero mi problema, en realidad, es que siempre estoy ansiosa por hablar, y en mi casa ya nadie me quiere escuchar. 

Y ahí nomás, cuando me estaba embalando para largarle al tipo todo mi rollo existencial, me cortó, el muy maleducado. Se disculpó torpemente, arguyendo que sólo se trataba de una presentación informal y que nos iba a dar una dinámica más tarde para que nos conociéramos un poco más y ahondáramos en nuestra problemática individual. Cazó un marcador azul y se puso a dibujar sobre una pizarra blanca unos circulitos todos torcidos que - según él - representaban las áreas del ser humano: el área física, el área cognitiva, el área valórica, el área emocional, el área social, el área espiritual... No paraba de hablar, repitiendo como un loro una teoría bastante pedorra que yo ya había leído en un libro re-pedorro que me compré una vez saliendo del supermercado, esa vuelta que no podía dormir más de cuatro o cinco horas corridas por noche y no daba más. Tiré la guita: ni leyendo el libro mejoraron mis insomnios.

Hasta ahora yo miraba todo el show entretenida con un rico cafecito y me acordaba de mis clases de geometría en el secundario, cuando Sordetti nos daba conjuntos. Sordetti, ¡qué personaje! Me decía que yo era como una escalera: un diez al principio del trimestre, un cuatro a la mitad y un siete rasposo al final que me salvaba cuando me llamaba a su escritorio por arriba de sus anteojitos maléficos y su sonrisita displicente para cerrar el promedio y firmarme la libreta. Me quedé ahí, colgada del techo del bar, como en el 85 me había colgado del techo del aula de quinto bachiller, aquella vez que la vieja me preguntó no sé qué cosa de un teorema un lunes a primera hora y yo no tenía ni puta idea de qué contestar porque había dormido escasas horas por ir a bailar a la matiné del domingo. Se me vino patente a la memoria emocional la vergüenza que sentí aquella vuelta bajo la mirada punzante de las tragas del curso sobre mi perfil malo, y en eso caigo que el tipo me está apuntando con el dedo y me está hablando a mí, directo a la yugular.

¿Vos creés en Dios? ¿Vos tenés fe?  me increpa, totalmente sacado. 

Yo con mi fe en Dios tengo mi arreglo particular  le escupo, ansiosa pero triunfal. ¿Por qué? ¿Acá hay algún derecho de admisión, acaso? 

Listo. Dios lo hizo pisar el palito a media hora de haber empezado. Se le inflaron las venas del cuello, se le encendió la pelada y empezó a citar a los profetas, desde los del Antiguo Testamento, pasando por el papa Francisco, hasta los del Apocalipsis - si es que los hay - espetando las eses por entre sus incisivos al nombrar lo que a estos fundamentalistas posmo disfrazados de corderos les encanta alimentar: el demonio. Decía cosas como que era el demonio el que nos atormentaba con nuestras emociones negativas, y que era a ese a quien teníamos que vencer retornando al amparo de la luz de Dios que sólo brinda la fe que tenemos que tener. El abuso del imperativo a esas alturas me hizo carraspear.


Basta para mí, me dije, sin perder la compostura y sin siquiera retrucar. Le tiré una sonrisa al mejor estilo Sordetti, me puse de pie y lo dejé clavado en el bar como la mejor. Todo esto sin dudar y sin temblar, lo cual ya es todo un logro para una ansiosa asumida y crónica, convengamos. Y cuando llegué a la esquina de ese bar de morondanga entendí aquello otro, que también leí en alguna parte: un razonamiento puede estar equivocado pero una emoción, jamás. Me di media vuelta, miré a los ojos a aquella adolescente pizpireta que supe ser en aquel glorioso 85 y la invité a desensillar conmigo en algún otro bar. 





Maná - Clavado en un bar 




A boca de jarro


miércoles, 26 de agosto de 2015

La pelota

Tarsila do Amaral, "Abaporu", 1928




"Deja que ruede 
Como el aire entre las hojas 
Todo es oro, todo es sal 

Que llegará el día 
Que no quemen sus recuerdos 
Que se apagará el dolor 

Personalmente creo 
Que todo esto es una locura..."


               Las pelotas, "Personalmente"

      Ya hacía varios días seguidos que amanecía antes que el sol, pero una de estas madrugadas una molestia ardiente me desalojó de la cama a las cuatro de la mañana. Sentí como una pelota atascada en la boca del estómago que se me subió hasta la garganta después del desayuno, cuando ya todos se habían ido a atender su juego. Restándole importancia, y dura como soy para lanzar, me tomé una Buscapina con un jugo de naranja y arremetí con los quehaceres de rutina para acallar mi conciencia ancestral: barrer la vereda, poner la ropa a lavar cosa que ha ganado en volumen últimamente, muy a mi pesar, tender bien las camas de los chicos, poner orden en los placares, limpiar los baños y decidir el menú del día.

Emergí del claustro ya ordenado pasadas las diez por los víveres para pergeñar algo para el almuerzo y, al comenzar la marcha, noté que la pelota se había reducido en tamaño pero seguía atorada, rebotando dentro de mi esófago. A la actividad de esa acidez gástrica y la falta de sueño se le sumaba la resaca de todos los cafés que me había tomado en un intento por neutralizar el desasosiego, entre que subía y bajaba armada hasta los dientes de trapos y aspiradora. Suelo preguntarme a esas alturas de mi yugo cotidiano cómo harían mis abuelas para dejar todo reluciente sin aspiradora y sin chistar. Y hay que ver cómo le daban a la cocina ellas. Lo mío no es cocinar, lo sé: se trata de una estrategia de supervivencia, un mal necesario. No funciona como terapia ni como acto de realización personal, lamentablemente. Lo que sigo sin saber todavía es qué será lo que sí funciona para acatar el mandato de trascendencia que heredé de la noble rama paterna de mi árbol. Todas estas rumiaciones, y algunas ensoñaciones pintorescas, me acompañan allá donde vaya desde que dejé de trabajar.

Volví cargada a la media hora, tiré las bolsas sobre la mesa y encendí la radio para hacer el ritual doméstico algo más llevadero, pero esta estación que se escucha bien desde la cocina pasaba música que me pegaba como latosa, y las noticias cargaban con un insufrible lastre oficialista que me irritaba aun más. ¡Ay, si la abuela me viera! Quedaría desheredada de esos libros de cocina ilustrados de tapa dura que aparecieron en lo de mi vieja y encontraron mejor puerto en la cocina de mi hermana, cuatro años más lejos de los cincuenta y mil años más aplacada y domesticada que yo. 

Almuerzo al paso con los chicos  ahora, dueños de muchos silencios, pocos o nulos aplausos para el platillo que se limpian de un zaque y siempre apurados por irse a sus cuartos a enchufarse a sus aparatos y a desenchufarse de mamá, acuso sensación de haber comido demasiado rápido, demasiado fuerte, demasiado; le doy rauda puesta a punto a la cocina y me rindo en una obligada siesta sobre el sillón del living para poder llegar a la noche entera. Él siempre vuelve a casa recién pasadas las seis. Se impone caminata bajo un tibio sol de media tarde, y me voy al parque mascando chicle, mirada impasible y sonrisa falsa para la vecina de la esquina que suele estar en la puerta a esa hora, sacando al perro a cagar. No la puedo ver a esta tipa, que larga al perro todas las mañanas y lo deja mear en el cantero de mi árbol o sobre el portón de mi garaje, pero la saludo igual. Y en ese preciso momento, cuando estoy dejando atrás a la vecina y a su asqueroso perro, noto que la pelota se convierte en náusea.

Tanta cosa que se observa por cortesía, por obligación aprendida, por condescendencia auto-impuesta, que se ve que se formó una pelota de enojo en el estómago, bah, una pelota de ira: llamemos a las cosas por su nombre de una puta vez. Tanto enojo con la vida porque las cosas no te salieron como vos soñaste a los veinte, y después, a los treinta, y un rato más tarde, a los cuarenta. Lo bueno es que ahora, en el despojado umbral de los cincuenta, ya no hay a quién tirarle la pelota.


Tarsila de Amaral, "Estudo Nú", 1923




Las pelotas - Personalmente


A boca de jarro


jueves, 20 de agosto de 2015

Mariposa traicionera

         
    Salgo a caminar a media mañana, me enchufo a los auriculares, me espabila el viento fresco que me acaricia la cara, ese viento que ya anuncia otra inminente primavera, ¡y van tantas ya! Será una más pero bien diferente. No cargaré con la ansiedad de aquellas otras que presagiaban la locura del cierre de año, de notas, de boletines y planillas que rellenar, de finales que planificar y administrar para luego convertirse en pilas de papeles acuciantes. Miedos ajenos de no aprobar, cuestionamientos por aconsejar prudencia y espera, padres ofuscados con reproches trasnochados, cansancio, agotamiento, aburrimiento, sueño atrasado o frustrado, cuerpo contracturado, tantas cuentas pendientes que pesan. No, todo eso no, y sé que no hay vuelta atrás. Este año me puse diez kilos encima, caminé por las paredes cuando dejé el rivotril por voluntad propia y terquedad heredada, sobreviví a la abstinencia y aquí estoy. Nadie me llama, nadie me espera, nadie demanda, nadie paga, cuentas claras que conservan la amistad. Ahora la primavera pinta distinta, y es hora de empezar a saborear las bondades de esta desocupación docente y limpia, premeditada, elegida mas no digerida, que me hace sentir tan bizarra y descolocada, tan triste, tan vacía, tan inútil, tan cero a la izquierda, tan perdida como otras veces y tan insignificante sin precedentes, tan invisible a las miradas que más me importan y a las demás, todo ello más que nunca antes de todas las primaveras que aún recuerdo.
  
Seco los lagrimones que se me escapan precalentando y tarareo a Maná, surfeando estos altibajos que suelen embargarme hace un tiempo ya. Lo canto en voz alta y me importa un bledo el qué dirán. Los pájaros del parque bajan de las ramas altas a mi encuentro matinal y me alegran la hora bendita de soledad. Me estiro, brazos al cielo, con esa brisa que me moldea en franca invitación a ensoñar, y me concedo el permiso de olvidar toda la lista de deberes del hogar que, culposa, dejé sin realizar. Ya no es más esa tampoco mi prioridad, aunque sienta que eso también está mal, que es "disfuncional". Harta ya de esa voz interna que me taladra la conciencia, voz que enjuicia, que sopesa, que diagnostica, voz que está tan excedida de peso como su dueña, me propongo conscientemente imaginar.



Una playa caribeña, aunque jamás pisé una, sería un buen lugar. Arenas doradas y blandas, aguas turquesas, casi tornasoladas, como estos tordos que andan cazando lombrices por acá; calor en su punto exacto, sostenido en una ola de aire marino leve, cielo diáfano, sol al mango, del que broncea sin lástima y sin lastimar, todo ideal. Ando segura de mí misma, a ritmo, por la orilla dorada de ese mar que me hace un guiño, que me con-vida, que me tienta a la zambullida, y dejo de pasar desapercibida ante las miradas ajenas como hace rato me pasa acá. Me hago más alta, delgada, descalza, descomunal: sombrero de ala ancha, dos piezas blancas, firmes mis pechos, bien trazadas mis caderas, los muslos torneados, los brazos finos y largos, dibujado ese soñado abdomen que jamás fue mío, cara fresca y lavada, anteojos oscuros, libro en mano, colgando graciosamente a mi lado, y nada ni nadie más. Llama la sed y me acerco a un bar en la playa, piñas colgando de un techo bajo, sillas altas, barra, tragos, bachata, poca gente, dos o tres habitués nomás.


El barman me bate con clase un daiquiri sin igual. Como si fuese el Thomas Hudson de Hemingway me lo tomo doble sin parpadear y lo saboreo lánguidamente mientras hojeo el libro que me escolta en este viaje de ida a la felicidad. Levanto la vista de esa línea que queda flotando en mis sentires, y mis ojos se posan sin asombro, sin alarma, sin grito de auxilio, sin huida, sobre el aura de su maciza figura a contraluz. Viene paseando solo en dirección al bar. Sin pena y con toda la gloria se hace próximo y, con su inconfundible voz y acento singular, ordena una ronda de tragos que me incluye. Audaz y abierto juego de miradas, pocas palabras, guitarra a mano, se pone a tocar. Y por fin, a miles de kilómetros de mi gris realidad, un hombre soñado que aspira la g y esfuma la ll de mi orillero abecedario me convierte en mariposa traicionera cantando esa melodía que me abandonó, loca de amor, a los diecisiete, hoy, treinta años atrás. Se saldan todas las deudas, se cierra el debe de una, vuelo cerca del sol y soy feliz sin más.








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