Hace unos años una alumna avanzada de inglés me enseñó esta palabra que hasta entonces no formaba parte de mi repertorio lingüístico, ni en español, ni en inglés: "procrastinación". Es una palabra compleja ortográfica y fonológicamente, de connotación negativa, que la obsesionaba como buena adicta a las palabras, alguien que además tenía como uno de sus objetivos vitales incrementar su riqueza lexical a diario, y dormía con el diccionario a su lado, sobre su mesa de luz.
Aprendí entonces que procrastinar tiene que ver con postergar algo que podría hacerse hoy por pereza, por indolencia. Según, Wiki, "la procrastinación (del latín: pro, adelante, y crastinus, referente al futuro) o posposición, es la acción o hábito de postergar actividades o situaciones que deben atenderse, sustituyéndolas por otras situaciones más irrelevantes y agradables". Hasta se ha llegado a considerar un trastorno psicológico. Connota una actitud de abandono y lasitud, y los populares refranes de nuestra lengua nos enseñan que es mejor no dejar para mañana lo que puedes hacer hoy, o al que madruga, Dios lo ayuda. En inglés hay versiones que confirman la idea: "Early to bed and early to rise, makes a man healthy, wealthy, and wise". Aunque todos sabemos que estos son solamente dichos.
Descubrí además que la procrastinación era un hábito de su generación que a ella le repelía, un pecado que confesaba con culpa, y lo relacionaba con su tendencia a posponer la liquidación de la larga lista de asuntos pendientes en su pila de tareas diarias, siendo que su trabajo tendía a demandarle bastante, ya que gracias a su gran capacidad, trabajaba, y aún lo hace, para una empresa multinacional de primer nivel. Por ende, concluí que en verdad no debía procrastinar demasiado, aunque posiblemente su propio nivel de autoexigencia le hacía sentir que estaba siempre un tanto retrasada en cuanto a lo que ella imaginaba se esperaba de su rendimiento. Y ahí, digo, en el perfeccionismo y el alto nivel de autodemanda, me sentí identificada.
Reflexionando en aquel momento, que hizo que la palabra se quedara para siempre grabada en mi cerebro por lo memorable del contexto y la relevancia del referente de quien la aprendí, caí en la cuenta de que yo también padecía de cierto grado de procrastinación: se me vino a la cabeza la pila del planchado en casa, que siempre tiende a aumentar conforme avanza la semana, y si bien hay momentos en que podría dedicarme a liquidarla, invariablemente busco otra cosa más urgente o placentera de que ocuparme. Y ahí queda la pila, cada día más alta, saludándome y reprochándome cada vez que paso cerca, hasta que por fin llega el domingo a la noche, funesto tiempo de la semana si los hay, y no me queda otro remedio que atenderla. Es el preciso momento en que hay uniformes que poner al día para arremeter con el lunes, y camisas de vestir del señor de la casa, que colabora con el planchado, aunque es selectivo en cuanto a qué planchar: ¡claro, las toallas son mucho más fáciles, sobre todo si mientras las planchás, escuchás el partido del domingo cebándote unos buenos mates! Y así siempre queda el grueso para quien escribe, porque además tengo la fama hecha de ser una planchadora rápida... ¡Hazte la fama, y échate a procrastinar!
Desde entonces, he venido sistemáticamente enseñando la palabra a cuanto alumno de inglés pasa por mis manos. Y es una palabra que adoran aprender y jamás olvidan. Se me ha hecho evidente que para ellos procrastinar es un ideal de vida, un leit motiv, un estilo con estilo. Evidentemente, hay algo en el significado del vocablo con lo que se sienten plenamente identificados. En latín, cras significa "mañana". A mis jóvenes alumnos seguramente no les preocupa ni los convoca tanto el mañana como a otras generaciones de jóvenes que parecíamos apurados y entusiasmados por hacernos adultos y salir al ruedo.
A nuestra juventud el futuro se le presenta incierto o pesado, posiblemente por lo que ven en nuestro presente: en la gruesa pila del planchado que los adultos nos rehusamos a enfrentar. El mañana se envisiona como algo vago o poco deseable. Ven a sus madres haciendo yoga y pilates, yendo frecuentemente a la peluquería para lograr un "pelo joven" (¿Me creerían si les dijera que descubrí que existe una revista con ese título?), desviviéndose por ir de compras al shopping para adquirir, tarjeteando, el atuendo de moda que las hace lucir diez años más jóvenes, casi igualitas a sus hijas adolescentes, aún cuando estas madres son plenamente conscientes de que la heladera está vacía por no haber hecho lo que mi abuela hacía todas las mañanas religiosamente: los mandados. "Mandados"... interesante palabra que ha caído en desuso por lo mersa, lo grasa. Pero igual, ¿quién quiere comer, si engorda? Ven a sus padres yendo al gimnasio a hacer fierros y cientos de push-ups para lograr que sus abdómenes luzcan como tabla de lavar de antaño, la de mi abuela, pagando para que sus cuerpos sean perforados por aritos y piercings en lugares visibles o insospechados, grabándose tatuajes con los nombres familiares, o el rostro del ídolo deportivo o político máximo, o algún símbolo de moda, como el Yin y el Yang, que no comprenden bien, pero luce juvenil y tiene onda, gastando fortunas en la ropa deportiva que llevan puesta, haciéndose los reflejos en la misma peluquería a la que va mamá, y endeudándose para tener la preciada 4x4 que los hace sentirse bien machos y winners... ¿Qué apuro pueden tener estos chicos por hacer lo que hay que hacer para que llegue el mañana, si lo cool está en ser teen?
Mejor se es "forever young", pendeviejo. Mejor inventamos la quinta edad y obviamos llamar a la abuela "abuela": total la abuela es recanchera, así que mejor la llamamos por su nombre de pila, porque es una amiga recopada de shopping. La abuela nos lleva al cine a ver la última de Pixar en 3D, después comemos en McDonald´s y la invitamos a casa a jugar a la play o la Wii. Las abuelas de ahora ya no cocinan guisos ni tortas como lo hacía la mía: eso engorda, está lleno de grasa, te aumenta el colesterol, te tapa las arterias, y terminás reventando para demostrar que, al final, más vale procrastinar que llegar a viejo...
Es más que natural, o como dirían los jóvenes, más que obvio, que en tiempos de tanta aceleración, de frenético cambio y de instantaneidad, nademos contra la corriente tan desesperadamente, nos resistamos tanto a asumir el implacable paso del tiempo, intentando disimularlo, disfrazarlo, maquillarlo, recauchutarlo, demorarlo, aplazarlo, cancelarlo, o congelarlo, como Walt Disney, que yace muerto y congelado por si alguna vez se descula cómo resucitarlo. Sacamos un millón de fotos para atrapar el fugaz instante, pero no planificamos jamás cuando nos sentaremos a mirarlas: no hay tiempo para hacer planes, hay que vivir el ahora a full, lo único que existe es el presente.
Procrastinamos en nuestro propio avance y crecimiento, no el biológico, ese es irrefrenable, por ahora al menos: ¡ojo al piojo, que por ahí canta Garay! Nunca se sabe lo que puede pasar en este íspa, el de la mano de dios...
Procrastinamos en asumir nuestro natural envejecimiento, y procrastinamos en la aceptación de la realidad última, más dura y más hondamente significativa de la vida humana: la idea de que algún día no habrá mañana para procrastinar.
Y te dejo un video alusivo, subtitulado en argentino, que me lo pasó otra alumna, quien, como la que me enseñó este vocablo, no procrastina más de lo justo y necesario...
A boca de jarro
Procrastinamos en nuestro propio avance y crecimiento, no el biológico, ese es irrefrenable, por ahora al menos: ¡ojo al piojo, que por ahí canta Garay! Nunca se sabe lo que puede pasar en este íspa, el de la mano de dios...
Procrastinamos en asumir nuestro natural envejecimiento, y procrastinamos en la aceptación de la realidad última, más dura y más hondamente significativa de la vida humana: la idea de que algún día no habrá mañana para procrastinar.
Felipe por Quino |
Inodoro Pereyra por Fontanarrosa |
A boca de jarro