"Me dicen que abra los ojos y contemple las bellezas que el sol alumbra;
que admire sus montañas, sus valles, sus torrentes, sus plantas, sus
animales y no sé cuantas cosas más. Pero entonces, ¿el mundo no es más
que una linterna mágica? Ciertamente el espectáculo es espléndido, pero
en cuanto a representar allí algún papel, eso es otra cosa." Schopenhauer.
Los argentinos tenemos la fama hecha de ser quejosos. Voy a hacerle honor a la fama. Ayer miraba y escuchaba en el noticiero el cierre de un debate que quedó abierto hasta que se reanuden actividades después del feriado de carnaval, el miércoles de la semana entrante, que es característico en este momento del año en el que nos preparamos para arrancar con el ciclo lectivo. Los representantes de los sindicatos docentes se reunieron con los representantes del gobierno a discutir las mejoras en el salario de los maestros que son la condición mediante la cual las clases arrancarán en las escuelas públicas en tiempo y forma el 28 de febrero como se había pautado. De no ser así, las aulas seguirán vacías unos días más, como ya es costumbre hace años en este país.
Hasta aquí la noticia no es noticia. Lo que escandaliza son los números que se manejan, tanto por una parte como por la otra. Y lo que más me sorprende es que no ha salido nada publicado sobre el tema en el diario más popular de la Argentina el día de hoy. ¿Será que nos hemos acostumbrado y lo vemos como una nota de color? ¿Estaremos hablando de números o habrá una cuestión mucho más honda y paradójica de fondo que nos estamos perdiendo?
Una vez un renombrado periodista político argentino aplicó una rica imagen para explicar lo que nos sucede con esto del acostumbramiento. Dijo que cuando a alguien se le cae el botón de un saco, lo percibe como llamativo por un tiempo. Si no lo arregla, pronto se irá acostumbrando a la ausencia del botón y seguirá adelante. Si al tiempo se le rasga un bolsillo, lo sorprenderá el hecho de lo mal que luce y lo incómodo que resulta, pero si no lo enmienda, pronto se habituará a su saco en estas condiciones. Y podríamos seguir con el acostumbramiento al deterioro infinitamente.
Los gremios reclaman un salario mínimo para el docente de escuela pública de jornada simple (cinco horas diarias in situ), de 3.100 pesos, mientras que el poder no está dispuesto a concederle más de 2.800 pesos. Tres mil cien pesos equivalen a algo así como seiscientos cincuenta dólares. Dos mil ochocientos pesos son quinientos cincuenta dólares aproximadamente. Por eso discuten: por una diferencia de trescientos pesos que no redime a ninguna de las dos cifras, ya que ambas dejan a quien las gana apenas por sobre la línea de pobreza, ya que las cifras oficiales se empeñan en querer hacernos creer que la Canasta Básica Total (CBT) que mide la línea de pobreza para una familia tipo se ubicó en enero en 1.423,92 pesos, según reflejan datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC).
Un barrendero empleado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires percibe un salario base de 5.000 pesos, el equivalente a un mileurista español. Y no tengo absolutamente nada en contra de esta labor: por el contrario, me parece digna y absolutamente necesaria. Es más, creo que nos haría falta una flota mayor de barrenderos y que a la ciudad y a los trabajadores que de ese modo conseguirían un empleo les resultaría ampliamente beneficioso. Pero, ¿existe comparación posible entre un maestro y un barrendero? ¿Qué papel desempeñan los docentes de escuela pública al estar tan mal pagos? ¿Y qué hay de lo que se expresa a través de los números, que implican una forma de no poder con la vida propia para quien lleva a cabo la tarea de educar, acerca de la importancia de la educación pública en los hechos, no en los floridos discursos políticos?
Sarmiento dijo: "El buen salario, la comida abundante, el buen vestir y la libertad educan a un adulto como la escuela a un niño". Lo dejo ahí, no tengo ganas de pensar más allá. Me cansé antes de empezar. Hago huelga de cerebro: total que más da, es feriado largo por carnaval, y la vida es un carnaval, como cantaba Celia Cruz...
A boca de jarro