Esa es la cuestión a la que alude, sin convencer a nadie de que Shakespeare sea un fraude, la película "Anonymous", dirigida por el alemán Roland Emmerich ("Independence Day", "The Day After Tomorrow" y "2012"), un atracón difamatorio para paladares negros que arremete confusamente contra todo lo aprendido de figuras descollantes que nos han dejado un legado riquísimo, infinitamente mayor al entretenimiento que ofrece este thriller de época en el que lo único rescatable es la ambientación, las escenas en El Globo, las líneas de Shakespeare citadas y las actuaciones de Rhys Ifans y Vanessa Redgrave. Me quedo con Al Pacino en su búsqueda laberíntica de Ricardo III. En "Anonymous", se pretende remachar sobre la vieja teoría de la desintegración de la figura del cisne de Avon sin presentar un sólo hallazgo contundente, basándose en las irregularidades regulares para los tiempos que resultan suspicacias sólo extemporáneamente.
Los nombres que se barajan son varios y todos suenan familiares para quien ha estudiado algo del tema. Hay por lo menos una docena de nombres sobre los que se ha contruido esta teoría que cobró fuerza en el siglo XIX. Releyendo apuntes de estudiante, me encuentro con la innecesaria necesidad de probar la autenticidad de la pluma de un genio a quien se le desconfía por haber logrado ser descollante sin títulos nobiliarios ni demasiada preparación académica. Shakespeare no fue un intelectual, aunque los intelectuales se encargaron de apropiarse de él para poner sus obras bajo el microscopio en busca de explicaciones para un talento innato incomprensible para la mente mediocre, para quien se ha cultivado y sueña con hacerse un nombre pero carece de vuelo propio para salir del anonimato.
Ya en 1592, justo antes de una temprana muerte, el poeta y dramaturgo Robert Greene exhortaba vilmente a sus colegas a desconfiar de un "advenedizo cuervo adornado con nuestras plumas que por su corazón de tigre envuelto en piel de actor se cree capaz de inflar el verso (...) y es el único "sacude-escenario" (shake-scene) del país". El juego de palabras es intencional y lapidario. Pasaron los años, se fueron acumulando pruebas en forma de documentos de una vida ordinaria, y Shakespeare fue incrementando su riqueza logrando que su padre, sobre quien también se especula pudo ser desde granjero o carnicero hasta fabricante textil o político y diplomático, obtuviera el permiso para un escudo de armas, mientras que el hijo se hacía poseedor de propiedades suntuosas, compraba acciones del teatro El Globo y del Blackfriars, entre otros. Es claro que a este William no le iba nada mal para ser meramente un actor descerebrado como el bufonesco personaje que se delinea en este film.
Los testimonios que dan crédito a la pluma de Shakespeare son numerosos en las publicaciones de la época: "... las Musas hablarían en el estilo finamente cincelado de Shakespeare si quisieran hablar inglés...", "el Terencio inglés", y su "habla de miel". Igual suerte corren sus personajes, que comienzan a cosechar alabanzas que quedan registradas bajo la firma de nombres ilustres que no vale la pena citar porque se montan al nombre de quien llevaba el propio para pasar a la historia. Además, no se deja del todo claro en pantalla que la Inglaterra isabelina fue tan poco apacible en términos de intrigas, confabulaciones, revueltas, ejecuciones y asesinatos como gloriosa para el arte y el espíritu del Renacimiento, que recién floreció ya entrado el siglo XV en esas tierras insulares, y que se propagó más allá de la corte de una reina muy pulida como Isabel. A los gentiles (the gentry), gente como Shakespeare, ésto les llegó en forma de fuerza creadora más que como erudición. Coexistían en esta Inglaterra el refinamiento de la cultura con la brutalidad de las costumbres. Los gentiles igual componían sonetos como empuñaban la espada. Una cantidad de comerciantes y campesinos comenzaron a comprar libros y a estudiarlos.
La conclusión a la que se llega luego de intoxicarse con tanta conspiración basada en muchas hipótesis sin una tesis que las sustente es que los ilustrados que creen que sólo Salamanca presta no logran captar la verdadera esencia de un grande ni perdonarle el generoso regalo de natura. No logran entender que, en las palabras de un amante de la controversia, Ben Jonson, sabiendo "poco latín y menos griego", un hombre que "no pertenecía a una edad, sino a todos los tiempos" ("He was not of an age, but for all time") fuese capaz de eclipsar por sus propios dones, y que se pudiese hacer ficción acerca de sitios a los que nunca se había viajado o relacionar temas de la vida cotidiana con las hondas implicancias de logrados personajes. Sólo hace falta un talento inconmensurable y una sensibilidad tan grande como la que da el conocimiento de la naturaleza humana que se aprende viviendo. La vida que se asocia a Shakespeare revela cierto paralelismo con sus obras: pasiones irrefrenables, celos, decepciones amorosas, las trenzas históricas y los problemas políticos de la corte que todos conocían, la ingratitud, la traición, la ambición y el amargo renunciamiento al poder. El resto proviene de una imaginación fecunda, ganas de aprender, un oído dotado y la ausencia de escrúpulos en materia de copyright, cosa que no debería resultar difícil de entender hoy, en los tiempos de PIPA y SOPA.
Las historias de Shakespeare eran historias tomadas del saco de la cultura colectiva de sus tiempos, cuando cualquiera plagiaba al vecino, agregando y quitando a voluntad. Los teatros no escatimaban en espionaje de escritos, ideas y hasta decorados. Los préstamos e interpolaciones eran moneda corriente. Y todo esto sucedía ante la total indiferencia del público, el verdadero protagonista del teatro isabelino, para quien el autor era una mera anécdota: lo que contaba para esta gente, que compartía un enorme gusto por el vino y el teatro a cielo abierto, era la obra. No existía el fanatismo por los actores o los autores que profesamos hoy. Ésto hacía que el nombre del autor ni siquiera figurara en los libros de contabilidad de la Casa Real donde se montaba la puesta para la corona, y así es como la duda se siembra sobre la figura misma del autor.
Quien haya tenido un buen maestro en el estudio del teatro shakesperiano ha aprendido que Shakespeare no es para ser probado o refutado como un nombre, ni siquiera para ser leído, mucho menos para ser diseccionado por las ciencias del pensamiento moderno. Shakespeare es para ser disfrutado sobre un escenario por los actores y desde la butaca o de pie, en El Globo, si es posible, por la audiencia, que entonces le avisaba al protagonista si se desenvainaba una daga a gritos pelados, o moría de risa con las bromas soeces de las comedias y los chispeantes "conceits", que hoy tenemos que deshojar como a una margarita para captar. Si su audiencia entendía y gozaba los versos era precisamente porque su creador manejaba sus mismos códigos, porque él era uno más con ellos.
Como dice alguna línea del guión de la película: "Es difícil escribir, ¿no es cierto?, después de algo así. Te devora el alma (...) Es una perfección sin escuela que arrasa con el espíritu." That is the question... En realidad nada importa una vez que arrasa el huracán Shakesperiano, ni el nombre; es claro que ni a él le importaba: "¿Qué hay en un nombre?". Ni siquiera el nombre del creador de ese arte único importa, aunque es tan real y auténtico que aún pasados casi cuatro siglos de su muerte (1616), sigue siendo motivo de envidias y sospechas porque sigue vivo agitando su lanza (shake-spear).
A boca de jarro
Los nombres que se barajan son varios y todos suenan familiares para quien ha estudiado algo del tema. Hay por lo menos una docena de nombres sobre los que se ha contruido esta teoría que cobró fuerza en el siglo XIX. Releyendo apuntes de estudiante, me encuentro con la innecesaria necesidad de probar la autenticidad de la pluma de un genio a quien se le desconfía por haber logrado ser descollante sin títulos nobiliarios ni demasiada preparación académica. Shakespeare no fue un intelectual, aunque los intelectuales se encargaron de apropiarse de él para poner sus obras bajo el microscopio en busca de explicaciones para un talento innato incomprensible para la mente mediocre, para quien se ha cultivado y sueña con hacerse un nombre pero carece de vuelo propio para salir del anonimato.
Ya en 1592, justo antes de una temprana muerte, el poeta y dramaturgo Robert Greene exhortaba vilmente a sus colegas a desconfiar de un "advenedizo cuervo adornado con nuestras plumas que por su corazón de tigre envuelto en piel de actor se cree capaz de inflar el verso (...) y es el único "sacude-escenario" (shake-scene) del país". El juego de palabras es intencional y lapidario. Pasaron los años, se fueron acumulando pruebas en forma de documentos de una vida ordinaria, y Shakespeare fue incrementando su riqueza logrando que su padre, sobre quien también se especula pudo ser desde granjero o carnicero hasta fabricante textil o político y diplomático, obtuviera el permiso para un escudo de armas, mientras que el hijo se hacía poseedor de propiedades suntuosas, compraba acciones del teatro El Globo y del Blackfriars, entre otros. Es claro que a este William no le iba nada mal para ser meramente un actor descerebrado como el bufonesco personaje que se delinea en este film.
Los testimonios que dan crédito a la pluma de Shakespeare son numerosos en las publicaciones de la época: "... las Musas hablarían en el estilo finamente cincelado de Shakespeare si quisieran hablar inglés...", "el Terencio inglés", y su "habla de miel". Igual suerte corren sus personajes, que comienzan a cosechar alabanzas que quedan registradas bajo la firma de nombres ilustres que no vale la pena citar porque se montan al nombre de quien llevaba el propio para pasar a la historia. Además, no se deja del todo claro en pantalla que la Inglaterra isabelina fue tan poco apacible en términos de intrigas, confabulaciones, revueltas, ejecuciones y asesinatos como gloriosa para el arte y el espíritu del Renacimiento, que recién floreció ya entrado el siglo XV en esas tierras insulares, y que se propagó más allá de la corte de una reina muy pulida como Isabel. A los gentiles (the gentry), gente como Shakespeare, ésto les llegó en forma de fuerza creadora más que como erudición. Coexistían en esta Inglaterra el refinamiento de la cultura con la brutalidad de las costumbres. Los gentiles igual componían sonetos como empuñaban la espada. Una cantidad de comerciantes y campesinos comenzaron a comprar libros y a estudiarlos.
La conclusión a la que se llega luego de intoxicarse con tanta conspiración basada en muchas hipótesis sin una tesis que las sustente es que los ilustrados que creen que sólo Salamanca presta no logran captar la verdadera esencia de un grande ni perdonarle el generoso regalo de natura. No logran entender que, en las palabras de un amante de la controversia, Ben Jonson, sabiendo "poco latín y menos griego", un hombre que "no pertenecía a una edad, sino a todos los tiempos" ("He was not of an age, but for all time") fuese capaz de eclipsar por sus propios dones, y que se pudiese hacer ficción acerca de sitios a los que nunca se había viajado o relacionar temas de la vida cotidiana con las hondas implicancias de logrados personajes. Sólo hace falta un talento inconmensurable y una sensibilidad tan grande como la que da el conocimiento de la naturaleza humana que se aprende viviendo. La vida que se asocia a Shakespeare revela cierto paralelismo con sus obras: pasiones irrefrenables, celos, decepciones amorosas, las trenzas históricas y los problemas políticos de la corte que todos conocían, la ingratitud, la traición, la ambición y el amargo renunciamiento al poder. El resto proviene de una imaginación fecunda, ganas de aprender, un oído dotado y la ausencia de escrúpulos en materia de copyright, cosa que no debería resultar difícil de entender hoy, en los tiempos de PIPA y SOPA.
Las historias de Shakespeare eran historias tomadas del saco de la cultura colectiva de sus tiempos, cuando cualquiera plagiaba al vecino, agregando y quitando a voluntad. Los teatros no escatimaban en espionaje de escritos, ideas y hasta decorados. Los préstamos e interpolaciones eran moneda corriente. Y todo esto sucedía ante la total indiferencia del público, el verdadero protagonista del teatro isabelino, para quien el autor era una mera anécdota: lo que contaba para esta gente, que compartía un enorme gusto por el vino y el teatro a cielo abierto, era la obra. No existía el fanatismo por los actores o los autores que profesamos hoy. Ésto hacía que el nombre del autor ni siquiera figurara en los libros de contabilidad de la Casa Real donde se montaba la puesta para la corona, y así es como la duda se siembra sobre la figura misma del autor.
Quien haya tenido un buen maestro en el estudio del teatro shakesperiano ha aprendido que Shakespeare no es para ser probado o refutado como un nombre, ni siquiera para ser leído, mucho menos para ser diseccionado por las ciencias del pensamiento moderno. Shakespeare es para ser disfrutado sobre un escenario por los actores y desde la butaca o de pie, en El Globo, si es posible, por la audiencia, que entonces le avisaba al protagonista si se desenvainaba una daga a gritos pelados, o moría de risa con las bromas soeces de las comedias y los chispeantes "conceits", que hoy tenemos que deshojar como a una margarita para captar. Si su audiencia entendía y gozaba los versos era precisamente porque su creador manejaba sus mismos códigos, porque él era uno más con ellos.
Como dice alguna línea del guión de la película: "Es difícil escribir, ¿no es cierto?, después de algo así. Te devora el alma (...) Es una perfección sin escuela que arrasa con el espíritu." That is the question... En realidad nada importa una vez que arrasa el huracán Shakesperiano, ni el nombre; es claro que ni a él le importaba: "¿Qué hay en un nombre?". Ni siquiera el nombre del creador de ese arte único importa, aunque es tan real y auténtico que aún pasados casi cuatro siglos de su muerte (1616), sigue siendo motivo de envidias y sospechas porque sigue vivo agitando su lanza (shake-spear).
A boca de jarro