No
sé cómo será en otras partes del mundo, pero acá, lo que llaman
"capacitación laboral" es frecuentemente un curro muy bien
montado para quien la imparte. Difícilmente se puede considerar a esa persona
como a un trabajador. Todo lo contrario: la idea de la empresa en general es
contratar a un capo, una autoridad en materia de temas tales como liderazgo,
relaciones interpersonales, eficiencia, asertividad, resolución de conflictos y
optimización de recursos, que viene laureado con muchos títulos con
abreviaciones indescifrables, muchas siglas y palabras de la jerga de los
negocios en inglés, y que va picoteando de empresa en empresa para impartir en
todas más o menos el mismo curso, a un horario en el que los empleados
ya están quemados y difícilmente puedan aprender algo, aunque viniera alguien
con algo útil y aplicable para aportar.
Me encantaría escribir ficción para plasmar estas anécdotas, pero resulta que
la realidad siempre la supera. De todos modos, coincidentemente, estoy leyendo
el relato Bartleby, El escribiente de Herman Melville, y no puedo dejar
de pensar en el protagonista y su inquebrantable serenidad y mansedumbre ante
cada requerimiento de su empleador, al cual contesta "Preferiría no
hacerlo". Lamentablemente, los empleados del siglo XXI no podemos
hacer semejante despliegue de autodeterminación sin terminar de patitas en la
calle cuando se nos somete a ciertas técnicas de capacitación laboral como la que paso a detallar.
La semana pasada mi esposo estuvo llegando más tarde que de costumbre a casa,
que suele ser tarde y a horario incierto, debido a uno de esos cursos de
capacitación de equipos de alto rendimiento. Se presentó una señora en su
lugar de trabajo con la propuesta de fortalecer los vínculos entre el personal
a la hora de trabajar en equipo. La primera propuesta fue la de sentar a una
veintena de personas en grupos, con cada conjunto formando una herradura, de
manera tal que el miembro que quedaba en el centro de su herradura tenía que confesarle
al resto algo que ellos creían debía aceitarse para el mejor funcionamiento del
trabajo diario con los demás. Esta persona debía rotar cuando la tutora lo
anunciaba, a los gritos, aún a pesar de estar interrumpiendo lo más jugoso que
se tenía para decir, y otro debía tomar la posta.
Al día siguiente, la reunión estaba pautada en una sede a la que mi esposo
debió trasladarse en su propio vehículo y nuevamente como extensión de su
horario habitual de trabajo, cosa que desde ya no se contempla
remunerativamente, ya que se trata de "capacitación laboral". Esta
vez, la facilitadora había atado una soga a 1,90 m del suelo por sobre
la cual todo el staff debía colaborar en ayudar a cada miembro a pasar,
imaginando que ésta representaba un muro sólo franqueable de ese modo. Estamos
hablando de personas adultas, algunas con un estado físico paupérrimo debido a
sus vidas sedentarias a causa del trabajo, y otras con algunos problemas de
índole física que no les permiten realizar semejante hazaña para demostrar
cuánto les importa su empresa y la colaboración entre pares. Por lo tanto,
todos los ojos se posaron sobre los machos más jóvenes de la manada, entre
ellos mi esposo, que tuvieron que forcejear con cuerpos de entre sesenta hasta
más de ochenta kilos para poder sortear el obstáculo físico y metafórico que
reforzó una gran enseñanza: nunca te rompas los huesos por un compañero de
trabajo, ya que terminarás el día con una lumbalgia inmovilizante que no te
dejará pegar un ojo en toda la noche y más cansancio que la jornada de
capacitación anterior.
Una vez concluido el curso, se retomó con la rutina habitual de
trabajo, que implica tomar decisiones peliagudas en esta época del año en la que
hay numerosas y largas reuniones con clientes difíciles. Se pusieron de acuerdo
un superior y él en ser inflexibles en la decisión de renovar contrato con
cierta persona que oponía resistencia. En medio de la reunión, su superior
cambió su discurso de buenas a primeras, y dejó a mi esposo en el aire,
cayendo al suelo sin lograr salvar el obstáculo de la soga que aún tenía en
mente y en el dolor de espalda que lo mortificaba. La persona que reculó es uno
de los pesos más pesados de la empresa, de quien partió la idea de trabajar los
vínculos entre colegas con una experta y, por ende, la mayor responsable
de la lumbalgia, la jaqueca y el agotamiento que quedaron como ganancia de la capacitación
laboral.
Lo que mejor se aprende de este tipo de actividades es que evidentemente hay gente
que nace con estrella y otros nacen estrellados. ¿Quién no desearía encontrar
un filón así que le permita hacer como que trabaja diciéndole a los demás cómo
hacerlo? De acuerdo a todos los libros que inundan las librerías y
supermercados acerca de cómo ser exitoso en los negocios, algunos se focalizan
en las características que lo impiden. Son precisamente las que despliegan
personas como el superior de mi esposo o la señora facilitadora, quienes
intentan capacitarlo para que él y sus compañeros les proporcionen éxito a fuerza de
regalar su tiempo y vender su alma, su osamenta y su descanso al trabajo. Algunas de
ellas son: falta de capacidad para organizar detalles, no ser un buen ejemplo a
seguir, considerarse por lo que se supone que saben en lugar de por lo que
hacen con lo que saben, falta de visión y sensatez, egoísmo, énfasis en su posición
de superioridad y deslealtad. Y para encontrar gente con tal dechado de virtudes sobre nosotros no hace falta ningún tipo de capacitación.