domingo, 10 de abril de 2011

Masacre en Río de Janeiro.



  En mi entrada anterior reflexioné sobre la metafórica muerte de la niñez ante el nacimiento de la adolescencia. Hoy quisiera pensar en voz alta sobre la muerte real de niños acaecida en Río de Janeiro días atrás que nos conmocionó a todos. Niñez y adolescencia confluyen en la escuela. Esta es otra masacre en una escuela, lo cual ya puede considerarse como un fenómeno global, debido al gran número de casos que se han suscitado en los últimos años. No vemos masacres en supermercados, centros comerciales, cines, teatros o restaurantes con la misma frecuencia, aunque criminales  enfermos hay por doquier.

  Esto me llama a reflexionar: ¿por qué la escuela, a la que generalmente el criminal que ataca está ligado de algún modo, se convierte en el blanco de toda la ferocidad de su patología mental?


   Los medios periodísticos se ocupan de analizar cuestiones tales como la prevención que se requiere para estos casos, o la  falta de velocidad del accionar de la policía, o la falta de seguridad en las escuelas. Y humildemente siento que estas tragedias deberían ofrecernos una oportunidad para  enfrentarnos con la imperiosa necesidad de repensar el rol de la escuela y las emociones que genera el sistema educativo como fenómeno global en el siglo XXI, que hacen que algunos de sus agentes, tanto sea alumnos como profesores, emerjan de él tan enfermos. Esta necesidad de cambio no forma parte de ningún plan de educación ni  se refleja en ninguna currícula escolar, que es lo que más preocupa a los gobernantes, quienes salen corriendo cuando algo así sucede, aunque ya sea demasiado tarde; entonces seguimos sin plantearnos la exigencia de re-crear la escuela saliendo del paradigma obsoleto que se limita a "aprobar y desaprobar", dañando y  generando traumas tanto a niños sanos como a niños enfermos. No es improbable que quien sea catalogado como “extraño” por sus conductas sociales dentro de la escuela, marginado, victimizado, hostigado y calificado de "fracaso escolar" por su desempeño en ella, sin recibir asistencia psicológica y contención afectiva desde la escuela misma, terminará enfermo de resentimiento y encono, y así pueda llegar a lastimar y lastimarse a sí mismo como aquí vemos. Desde ya, ese chico muy posiblemente venga enfermo desde su hogar. Probablemente todo su entorno familiar esté enfermo y sea enfermante. He escuchado a una psiquiatra decir que en este caso de Río se trataba de un homicida con "una sed de venganza  ligada a una patología cronificada", es decir, de larga data. Razón de más para que alguien desde la escuela tomara cartas en el asunto al detectarlo y le brindara asistencia psicológica en primera instancia. Eso sucedería en una sociedad sana con una escuela sana.

   El mal, la muerte y el dolor de tantos inocentes no tienen explicación, pero sí las causas de la enfermedad.

   Y no intento culpar a la escuela de ésta ni de otras tragedias similares: lejos de mí estaría semejante locura.
Lo que intento decir es que hay algo enfermo en el engranaje escolar también, como en el afuera, y que es imprescindible revisar para sanar.

   La escuela es también una víctima de la enfermedad social que la infecta, al igual que todos sus agentes.


   Y me viene  a la memoria una excelente película francesa que expone esta realidad impecablemente: “Entre los muros”, de Laurent Cantet.  
                                                                            
   Insisto en la urgencia de dar un primer paso hacia el cambio para  sanar a la escuela. El  criminal es un emergente de un sistema "infectado". La escuela, como institución, está enferma, y ya no es, como para generaciones pasadas, un segundo hogar, lamentablemente.
   En Estados Unidos, Inglaterra, Argentina y ahora en Brasil, se masacra a niños dentro de la escuela: tal vez se trate de una manera errónea y violenta de pedir un cambio desesperadamente. 

    Tampoco intento defender al asesino: él también es una víctima y que Dios y nosotros todos nos apiademos de él, y los afectados reciban la bendición de la capacidad de perdón y consuelo por las irreparables perdidas.


   También pienso en esa pobre escuela destruída moral y anímicamente, en esos maestros que intentaron defender a sus alumnos y defenderse a sí mismos, y en los niños que fueron testigos y víctimas: hay también mucho trabajo psicológico para hacer con ellos ahora. Y esto lo rescato porque no todo está perdido, al contrario, hay mucha gente valiosa en estos ámbitos que merece un cambio para mejor en muchos sentidos, y está deseosa de gestarlo.


   Las sociedades avanzadas deberían replantearse devolverle sentido de pertenencia, relevancia y cobijo a todos los agentes escolares. Y para quienes no "encajen" por problemas serios, debería brindase atención desde la escuela, o bien derivar a centros especializados provistos por el estado para intentar salvarlos y así salvarnos todos.

   Las escuelas, como la sociedad toda, necesitan un enorme baño en un "río" de amor empático e inteligente, y ya no más baños de dolor, rechazo y exclusión que terminan por convertirse en baños de sangre.

   Hay mucho por hacer. Me gustaría ver el cambio asomar en el curso de mi paso por esta vida. 
 



Y te lo digo así: a boca de jarro.              











sábado, 9 de abril de 2011

Morir a la niñez



                                                     


Mi hijo de doce ya para trece está atravesando su primer gran crisis vital: está dejando de ser niño. La palabra “púber” lo define a la perfección, ya que “púber” se refiere al vello que comienza a asomar en distintas partes del cuerpo. Y nosotros, sus papás, estamos invadidos de un incómodo sentimiento de “extrañeza” frente a este hijo al que amamos profundamente, del que atesoramos recuerdos intensamente felices por haber sido nuestro primogénito y eso hace que la intensidad del sentir resulte exultante por lo novedosa, y a quien hace un tiempo no logramos “encontrar”, oculto él bajo su "raro peinado nuevo" (como diría Charly García) y evasivo en sus contestaciones monosilábicas, amén de su afán por enfrentarnos constantemente, y su aparente apatía frente a cuestiones que solían despertar no ya su interés sino su franco entusiasmo.
Estamos relativamente tranquilos frente a estos síntomas, ante todo por lo conocidos, ya que los hemos atravesado y sabemos de qué se tratan y de las incomodidades que producen, tanto en el chico en cuestión como en su entorno familiar. Además ambos hemos trabajado con adolescentes toda la vida, y hemos leído y estudiado bastante sobre qué les pasa, y cómo intentar guiarlos. Pero este es nuestro hijo, y hay toda una estantería propia que se remueve frente a la imagen que nos devuelve este espejo, y eso también resulta movilizador. Está el niño que nosotros una vez nos vimos forzados a dejar de ser porque el reloj de la naturaleza marcó el tiempo del cambio, y el púber y el adolescente acomplejado y conflictivo que supimos ser, a quien tal vez no recordemos de la mejor manera en tanto  lo padecimos. 
Es un tiempo que se lentifica, y uno quisiera que pasara pronto y que se definiera ese nuevo ser en gestación de una buena vez. Como dice Françoise Dolto  eel maravilloso libro que estoy releyendo, “Palabras para adolescentes o El complejo de la langosta”, este proceso de cambio se asemeja al cambio de caparazón de las langostas. Entre la desaparición de la vieja capa protectora y la aparición de la nueva, el ser queda mucho más expuesto, vulnerable y totalmente amorfo y extrañado de sí mismo, lo cual le genera un doloroso sentimiento de inferioridad y desvalía, especialmente frente a sus pares ya más adentrados en el pasaje de un estado a otro.
Ayer, por fin, logramos tener una charla sin  enfrentamientos ni huidas, que celebramos por lo que cuesta hacerlo hablar y exteriorizar sus sentimientos. Y al intentar explicarnos su sentir, recurrió a una imagen maravillosamente gráfica.

Dijo sentirse como a alguien a quien le han amputado un brazo, y a quien le han cortado ese miembro, ya cercenado de su cuerpo, en varios pedazos. Y al ver esa parte de su cuerpo frente a sus ojos, siente dolor, pena, extrañeza, y al mismo tiempo, una fuerte vinculación, ya que, como él mismo explicó, “hay partes del brazo que todavía están conectadas”, aunque cortadas. Y de allí proviene ese sentido de “estar perdido”, de no encajar más en la vieja estructura pero de aún no haber siquiera divisado el puerto hacia el cual rumbear.

Es genial, porque es exactamente así como lo vemos nosotros, como un miembro de nuestra familia que anda suelto aunque aún conectado por las venas por donde fluye la sangre  de la cual se nutre. Es un salir de ese caparazón que se desintegra en toda su vulnerabilidad, y que solía cobijarlo e identificarlo, hacia las puertas del mundo exterior. Y es pretender plantarse como un león, emitiendo opiniones categóricas que adolecen de fundamentos maduros, lógicamente, intentando rugir como tal aunque todavía no tiene los colmillos afilados para devorarse al mundo de un bocado como cree que debe hacer.

Me da mucha ternura cuando me abraza como buscando ese refugio materno que solía bastarle, pero que sé que ya no le basta, porque de eso se trata, de encontrar cobijo en otros refugios o re-crearlos en su propio ser. Otras veces me exaspera y me enfurece el sentirlo tan cuestionador, distante, indiferente, ensimismado y distraído…
Tomará tiempo. No será fácil. E iremos viendo cómo ayudarlo para que transite este rito de pasaje de la mejor manera posible, sin que se lastime demasiado. Veremos qué nuevo ser emerge de esta mutación. Veremos como nuestro hijo procesa su duelo por la niñez que muere, y cómo renace a un nuevo ser lleno de la luz que sabemos brilla en su interior. Por eso digo que no parimos a los hijos una vez, sino muchas… por lo cual estaremos aquí,  a su lado, justo donde nos necesita.

Y te lo digo así: a boca de jarro.                        

miércoles, 6 de abril de 2011

Nuestros hombres.



Hoy quiero reflexionar sobre los hombres. Mi hombre, y el de mi hermana. Creo que merecen esta reflexión, porque son maravillosos ejemplos de resiliencia, de fortaleza ante las vicisitudes que les han tocados atravesar, que no han tomado como adversidades, sino como oportunidades para crecer y hacerse HOMBRES, ya que no los han dejado deprimidos, sino que, muy por el contrario, los han llevado a seguir buscando el camino que a veces sus mujeres sentimos que hemos perdido, inmersas en el paradigma “hogar vs. trabajo” que tanto nos afecta.

Ellos también se mueven en “los dos mundos”, y lo hacen bien y sin tanta queja ni reflexión. Se desempeñan en sus trabajos, los pierden justo antes de un fin de año, impiadosamente, sin decir agua va, injusta y lastimosamente debido a los ajustes económicos de las empresas por donde pasan y la economía global, e igualmente siguen adelante, buscando. 


Vuelven a casa, cambian pañales, preparan comida para los chicos, aprendiendo a amasar rica pizza o a hacer asado para ahorrar en delivery y para que los chicos coman mejor, los bañan, los traen y los llevan, los ayudan con la tarea, median en sus peleas, ceden su tiempo de ocio para salir a pasear en familia o ver programas o películas en lugar de fútbol, van al banco, van al súper a hacer las compras el día del descuento, vienen a nuestro rescate cuando nos quedamos con el auto, y vuelven a casa… a ponerle el oído a nuestros lamentos por todo lo que hemos hecho en el día. Se bancan estoicamente nuestros vaivenes hormonales que no comprenden, y nos aman igual tanto como las novias arregladas y perfumadas que supimos ser como la amas de casa devenidas madres, desaliñadas y ojerosas, oliendo a comida recién cocinada que solemos ser. 


 Pacientemente nos escuchan y nos contienen cuando protestamos por las condiciones laborales en las que nos movemos, y ellos mismos también padecen, y tal vez callen su opinión, en parte justificada, de que sus trabajos han sido desfavorecidos en cantidad de oportunidades y retribución económica  por la competencia que las mujeres les hemos generado: no hay tanto trabajo jerarquizado de cuello blanco para repartir entre tantos… 



 Son fabulosos padres, excelentes compañeros de sus mujeres, buenos hijos y hermanos, tíos amorosos, buenos amigos de sus amigos y compañeros de sus compañeros, profesionales responsables e idóneos, que aún habiendo sido maltratados no se llenan de resentimiento y apuestan por un futuro mejor aunque incierto. SON BUENAS PERSONAS. Son un verdadero ejemplo para todos, especialmente para los más pequeños, que se enfrentan a un mundo complejo. Y para nosotras, que tenemos la dicha de estar a su lado “en las buenas y en las malas”, como alguna vez dijimos ante el altar, sin saber a ciencia cierta de qué se trataba.

¡GRACIAS HOMBRES NUESTROS POR MANTENERSE      
SIEMPRE 
ERGUIDOS A PESAR DE LOS VIENTOS!



    
                                                             
Y te lo digo así: a boca de jarro.

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