jueves, 9 de enero de 2014

Infla...

Toda semejanza con la realidad es mera coincidencia...


Todo parece resolverse con no mencionar la palabra que perfora nuestros bolsillos y nos quita el sueño desde hace meses. Se habla de "dificultades", de "ciertos problemas", de la necesidad de "generar ganancias" y de "atacar a la crisis". Se llaman por teléfono cuando las papas queman, pero no se atienden. Cuando acá nos cortan la luz, nos falta el agua, y la gente que logra bajar por escaleras todos los pisos de las torres en las que vive sale a cortar las calles para protestar, nadie les soluciona nada. Ellos están de paseo por el exterior gastando fortunas con los amigos lo más tranquilos - amigos poderosos y convenientes a quienes dicen tan sólo conocer socialmente -, o descansando fresquitos en el sur para cargar las pilas. Nosotros tenemos un tope de cien dólares para gastar por día en el exterior, y andá a gastarlos, porque hay que tenerlos... Pero ellos van y vienen como quieren mientras el dólar bate récords de suba. Uno sale a decir una cosa, y el otro, al rato, la contradice. Todo parece ser una tramoya mediática para dejarlos en falta. Sin embargo, hasta los periodistas terminaron boxeados o despedidos por denunciarlos.


Los medios sacaron a relucir el término "electro-dependiente", para referirse a personas con discapacidades graves que dependen de aparatos eléctricos para su supervivencia. Uno se pregunta - con todo el debido respeto que esa gente enferma merece, y con la cual de corazón me solidarizo, porque además los he visitado en un hospital de PAMI en medio de la ola de calor, para encontrarme a todos medio desnudos en habitaciones para seis y casi deshidratados bajo un ventilador de techo -, si acaso no somos todos electro-dependientes a estas alturas del siglo XXI y viviendo en una megaurbe de asfalto y cables que se prenden fuego de viejos. 

Ellos hablan con ella y nos cuentan qué les dijo. Mientras que a nosotros ella no nos habla, ni nos saludó para la Navidad, ni para el Año Nuevo, ni para Reyes, aunque parecía que iba a salir de su hermetismo para dar uno de sus discursos ayer, pero ese globo también se pinchó. Dicen que el rumbo no cambia y nosotros seguimos sin rumbo. Somos como el Titanic que está por chocar contra el iceberg, pero el capitán del barco nos dejó de a pie. No quedan ni Leo ni Kate en cubierta: ya se tiraron ambos y se fueron a brindar por el Año Nuevo a un hotel de súper lujo en Río. ¡Pobre gente! Comieron en la calle, vestidos de blanco, mezclados con el sudor del pueblo carioca, con manteles de papel, y hasta tomaron cerveza en vasos descartables. Incluso dicen que el champagne para acompañar las albondiguitas de bacalao estaba un tanto ácido. Y después se fueron a dormir a la suite de lujo del hotelcito de cinco estrellas estilo francés, de 100 metros cuadrados de superficie, con aire acondicionado hasta en el bidet y un sauna para la partuza. Entretanto, nosotros acá no teníamos ni cubitos de hielo en la heladera para enfriar el agua de la canilla, y eso, si salía una que otra gotita. En este barco sólo quedamos nosotros, y sin salvavidas.

Idas y venidas, dimes y diretes, evaluación de modificaciones... Todo sigue igual, excepto los precios, claro, porque esos no paran de aumentar. Nuestros salarios han quedado rezagados, pero de devaluación, ni hablar, y muchísimo menos de esa palabra que infla esta situación.



A boca de jarro

lunes, 6 de enero de 2014

Epifanía


"La Adoración de los Reyes Magos", Alberto Durero

«...esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales 
y acostado en un pesebre.» 

                                                                                          San Lucas, 2, 12-13

La historia de los Reyes Magos ha sido tergiversada a lo largo de los siglos, a punto tal de hacernos creer desde chicos que, si nos portamos bien, una noche de enero tres hombres con fastuosos y brillantes atavíos entrarán a nuestro hogar a depositar los obsequios que les hemos pedido por carta anticipada a cambio de un poco de agua y pasto para ellos y sus camellos. Son para nosotros como los primos lejanos de Papá Noel, sólo que vienen desde el Oriente y pertenecen a etnias diferentes.

Estos Reyes no eran reyes en el sentido en el cual hoy concebimos la realeza. Eran hombres estudiosos de la astronomía, que pasaron noches en vela observando los astros y las estrellas en espera de una señal. Viajaron para encontrarla en un establo pobre del pueblo de Belén, como la habían encontrado antes los pastores del campo que fueron guiados por una estrella también. Pastores y sabios estaban conectados con los signos de la naturaleza y lo que pasaba inadvertido para el resto de los mortales, sobre todo para los poderosos de aquella época, con aquello que resultaba significativo y al menos intrigante para sus mentes abiertas. Lejos estaban aquellos reyes de lo que algunos reyes que se convirtieron en leyenda han sido para el imaginario colectivo: héroes a caballo que lideraban sus ejércitos a riesgo de dejar la vida en el campo de batalla para conquistar más tierras para sus dominios. Más lejos aún estaban de ser unos libidinosos capaces de matar a todos los primogénitos, no fuera cosa que alguno de ellos viniese a quitarles el trono; y ni remotamente eran como los reyes de hoy, figuras decorativas que lucen las mejores pilchas para la foto y andan haciendo ostentación de lo buena gente que son, viajando en primera clase por todo el mundo a costa del erario público y metiéndole los cuernos a sus consortes.

Los tres Reyes de Oriente eran simplemente sabios que luego de un largo viaje incierto se encontraron con un bebé pobre sin cuna con accesorios, sin pañales descartables, sin calefactor y sin lata de leche maternizada para apañárselas en las primeras arduas noches de crianza. La señal con la que se encontraron sería desconcertante para cualquiera de nosotros. Se encontraron con una familia fugitiva y desprovista, lejos de su hogar, que andaban escondiéndose para que el miserable de Herodes no matara al niño ante el cual se arrodillaron en adoración, y que ni por las tapas daba la impresión de venir a destronar a nadie. El bebé zafó de que se la dieran y, siendo un recién nacido judío, rápidamente se convirtió en un refugiado político - nada más ni nada menos que en Egipto -, creció en un pueblo chato, tuvo que aprender a comer, a hablar, a caminar, a colaborar con las tareas de carpintería de su papá - un poco entrado en años ya-, y cuentan que, como todo niño sano, era algo travieso. Le dio más de un buen susto a su pobre madre, que no terminaba de entender bien qué clase de rey sería, y un día se le perdió para ir a discutir con los grandes del templo. Se lo envió a estudiar las Escrituras, como a todo joven judío de aquel tiempo, y de poco le sirvieron el oro, el incienso y la mirra que aquellos tres extraños le habían obsequiado a poco de su nacimiento.

Este niño se hizo hombre, nunca logró ser profeta en su tierra, se juntó con una banda de pescadores malolientes y con los desvalidos y marginados de su era, y para coronar sus buenas obras, hizo una entrada triunfal en Jerusalén, sabiendo que quienes lo festejaban ahora se le iban a dar vuelta más tarde. Pasó una noche de terror en Getsemaní, mientras todos sus amigos dormían plácidamente bajo los olivos, y uno de ellos finalmente lo entregó por unas monedas de oro a quienes lo buscaban. Todo pasó por miedo: por creer que se trataba de un rey guerrero y liberador del oprimido pueblo que presentaba una amenaza para los romanos o para los señores poderosos quienes se creían, tal como lo hacen hoy, impunes, piadosos y sabiondos.

Hoy seguimos alentando a los niños a pedir cosas superfluas como resultaron los regalos de aquellos Reyes Magos de Oriente para el propio Jesús, aunque revestían el reconocimiento de su dignidad como Rey de otra clase de Reino que hasta ahora no comprendemos, donde importa la dignidad humana y donde la ley principal es el amor por los demás. Continuamos incitando a nuestros propios hijos a escribir sus pedidos de objetos caros por carta y a pensar que tres tipos desconocidos que no trabajan más que un sólo día al año y que viajan en camello, aunque existan muchos medios de transporte más ágiles y convenientes, van a meterse en casa a dejarles esos regalos a los pies de sus zapatos por pura ley de merecimiento. Tipos que entran en los hogares pobres y ricos y andan haciendo diferencia en lo que dejan en cada caso, y que además no se roban nada de lo que encuentran. Al contrario, solamente dejan regalos que los niños se ganaron por hacer lo que todo niño bien criado medianamente tiene que hacer para terminar siendo el rey mago que provea de juguetes a su cría, si es que puede o quiere llegar a tenerla. Y así seguimos perdiéndonos el sentido más profundo y más sublime de la celebración de la Epifanía.

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