«...esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales
y acostado en un pesebre.»
y acostado en un pesebre.»
San Lucas, 2, 12-13
Estos Reyes no eran reyes en el sentido en el cual hoy concebimos la realeza. Eran hombres estudiosos de la astronomía, que pasaron noches en vela observando los astros y las estrellas en espera de una señal. Viajaron para encontrarla en un establo pobre del pueblo de Belén, como la habían encontrado antes los pastores del campo que fueron guiados por una estrella también. Pastores y sabios estaban conectados con los signos de la naturaleza y lo que pasaba inadvertido para el resto de los mortales, sobre todo para los poderosos de aquella época, con aquello que resultaba significativo y al menos intrigante para sus mentes abiertas. Lejos estaban aquellos reyes de lo que algunos reyes que se convirtieron en leyenda han sido para el imaginario colectivo: héroes a caballo que lideraban sus ejércitos a riesgo de dejar la vida en el campo de batalla para conquistar más tierras para sus dominios. Más lejos aún estaban de ser unos libidinosos capaces de matar a todos los primogénitos, no fuera cosa que alguno de ellos viniese a quitarles el trono; y ni remotamente eran como los reyes de hoy, figuras decorativas que lucen las mejores pilchas para la foto y andan haciendo ostentación de lo buena gente que son, viajando en primera clase por todo el mundo a costa del erario público y metiéndole los cuernos a sus consortes.
Los tres Reyes de Oriente eran simplemente sabios que luego de un largo viaje incierto se encontraron con un bebé pobre sin cuna con accesorios, sin pañales descartables, sin calefactor y sin lata de leche maternizada para apañárselas en las primeras arduas noches de crianza. La señal con la que se encontraron sería desconcertante para cualquiera de nosotros. Se encontraron con una familia fugitiva y desprovista, lejos de su hogar, que andaban escondiéndose para que el miserable de Herodes no matara al niño ante el cual se arrodillaron en adoración, y que ni por las tapas daba la impresión de venir a destronar a nadie. El bebé zafó de que se la dieran y, siendo un recién nacido judío, rápidamente se convirtió en un refugiado político - nada más ni nada menos que en Egipto -, creció en un pueblo chato, tuvo que aprender a comer, a hablar, a caminar, a colaborar con las tareas de carpintería de su papá - un poco entrado en años ya-, y cuentan que, como todo niño sano, era algo travieso. Le dio más de un buen susto a su pobre madre, que no terminaba de entender bien qué clase de rey sería, y un día se le perdió para ir a discutir con los grandes del templo. Se lo envió a estudiar las Escrituras, como a todo joven judío de aquel tiempo, y de poco le sirvieron el oro, el incienso y la mirra que aquellos tres extraños le habían obsequiado a poco de su nacimiento.
Este niño se hizo hombre, nunca logró ser profeta en su tierra, se juntó con una banda de pescadores malolientes y con los desvalidos y marginados de su era, y para coronar sus buenas obras, hizo una entrada triunfal en Jerusalén, sabiendo que quienes lo festejaban ahora se le iban a dar vuelta más tarde. Pasó una noche de terror en Getsemaní, mientras todos sus amigos dormían plácidamente bajo los olivos, y uno de ellos finalmente lo entregó por unas monedas de oro a quienes lo buscaban. Todo pasó por miedo: por creer que se trataba de un rey guerrero y liberador del oprimido pueblo que presentaba una amenaza para los romanos o para los señores poderosos quienes se creían, tal como lo hacen hoy, impunes, piadosos y sabiondos.
Hoy seguimos alentando a los niños a pedir cosas superfluas como resultaron los regalos de aquellos Reyes Magos de Oriente para el propio Jesús, aunque revestían el reconocimiento de su dignidad como Rey de otra clase de Reino que hasta ahora no comprendemos, donde importa la dignidad humana y donde la ley principal es el amor por los demás. Continuamos incitando a nuestros propios hijos a escribir sus pedidos de objetos caros por carta y a pensar que tres tipos desconocidos que no trabajan más que un sólo día al año y que viajan en camello, aunque existan muchos medios de transporte más ágiles y convenientes, van a meterse en casa a dejarles esos regalos a los pies de sus zapatos por pura ley de merecimiento. Tipos que entran en los hogares pobres y ricos y andan haciendo diferencia en lo que dejan en cada caso, y que además no se roban nada de lo que encuentran. Al contrario, solamente dejan regalos que los niños se ganaron por hacer lo que todo niño bien criado medianamente tiene que hacer para terminar siendo el rey mago que provea de juguetes a su cría, si es que puede o quiere llegar a tenerla. Y así seguimos perdiéndonos el sentido más profundo y más sublime de la celebración de la Epifanía.
A boca de jarro
Este niño se hizo hombre, nunca logró ser profeta en su tierra, se juntó con una banda de pescadores malolientes y con los desvalidos y marginados de su era, y para coronar sus buenas obras, hizo una entrada triunfal en Jerusalén, sabiendo que quienes lo festejaban ahora se le iban a dar vuelta más tarde. Pasó una noche de terror en Getsemaní, mientras todos sus amigos dormían plácidamente bajo los olivos, y uno de ellos finalmente lo entregó por unas monedas de oro a quienes lo buscaban. Todo pasó por miedo: por creer que se trataba de un rey guerrero y liberador del oprimido pueblo que presentaba una amenaza para los romanos o para los señores poderosos quienes se creían, tal como lo hacen hoy, impunes, piadosos y sabiondos.
Hoy seguimos alentando a los niños a pedir cosas superfluas como resultaron los regalos de aquellos Reyes Magos de Oriente para el propio Jesús, aunque revestían el reconocimiento de su dignidad como Rey de otra clase de Reino que hasta ahora no comprendemos, donde importa la dignidad humana y donde la ley principal es el amor por los demás. Continuamos incitando a nuestros propios hijos a escribir sus pedidos de objetos caros por carta y a pensar que tres tipos desconocidos que no trabajan más que un sólo día al año y que viajan en camello, aunque existan muchos medios de transporte más ágiles y convenientes, van a meterse en casa a dejarles esos regalos a los pies de sus zapatos por pura ley de merecimiento. Tipos que entran en los hogares pobres y ricos y andan haciendo diferencia en lo que dejan en cada caso, y que además no se roban nada de lo que encuentran. Al contrario, solamente dejan regalos que los niños se ganaron por hacer lo que todo niño bien criado medianamente tiene que hacer para terminar siendo el rey mago que provea de juguetes a su cría, si es que puede o quiere llegar a tenerla. Y así seguimos perdiéndonos el sentido más profundo y más sublime de la celebración de la Epifanía.
A boca de jarro