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lunes, 6 de enero de 2014

Epifanía


"La Adoración de los Reyes Magos", Alberto Durero

«...esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales 
y acostado en un pesebre.» 

                                                                                          San Lucas, 2, 12-13

La historia de los Reyes Magos ha sido tergiversada a lo largo de los siglos, a punto tal de hacernos creer desde chicos que, si nos portamos bien, una noche de enero tres hombres con fastuosos y brillantes atavíos entrarán a nuestro hogar a depositar los obsequios que les hemos pedido por carta anticipada a cambio de un poco de agua y pasto para ellos y sus camellos. Son para nosotros como los primos lejanos de Papá Noel, sólo que vienen desde el Oriente y pertenecen a etnias diferentes.

Estos Reyes no eran reyes en el sentido en el cual hoy concebimos la realeza. Eran hombres estudiosos de la astronomía, que pasaron noches en vela observando los astros y las estrellas en espera de una señal. Viajaron para encontrarla en un establo pobre del pueblo de Belén, como la habían encontrado antes los pastores del campo que fueron guiados por una estrella también. Pastores y sabios estaban conectados con los signos de la naturaleza y lo que pasaba inadvertido para el resto de los mortales, sobre todo para los poderosos de aquella época, con aquello que resultaba significativo y al menos intrigante para sus mentes abiertas. Lejos estaban aquellos reyes de lo que algunos reyes que se convirtieron en leyenda han sido para el imaginario colectivo: héroes a caballo que lideraban sus ejércitos a riesgo de dejar la vida en el campo de batalla para conquistar más tierras para sus dominios. Más lejos aún estaban de ser unos libidinosos capaces de matar a todos los primogénitos, no fuera cosa que alguno de ellos viniese a quitarles el trono; y ni remotamente eran como los reyes de hoy, figuras decorativas que lucen las mejores pilchas para la foto y andan haciendo ostentación de lo buena gente que son, viajando en primera clase por todo el mundo a costa del erario público y metiéndole los cuernos a sus consortes.

Los tres Reyes de Oriente eran simplemente sabios que luego de un largo viaje incierto se encontraron con un bebé pobre sin cuna con accesorios, sin pañales descartables, sin calefactor y sin lata de leche maternizada para apañárselas en las primeras arduas noches de crianza. La señal con la que se encontraron sería desconcertante para cualquiera de nosotros. Se encontraron con una familia fugitiva y desprovista, lejos de su hogar, que andaban escondiéndose para que el miserable de Herodes no matara al niño ante el cual se arrodillaron en adoración, y que ni por las tapas daba la impresión de venir a destronar a nadie. El bebé zafó de que se la dieran y, siendo un recién nacido judío, rápidamente se convirtió en un refugiado político - nada más ni nada menos que en Egipto -, creció en un pueblo chato, tuvo que aprender a comer, a hablar, a caminar, a colaborar con las tareas de carpintería de su papá - un poco entrado en años ya-, y cuentan que, como todo niño sano, era algo travieso. Le dio más de un buen susto a su pobre madre, que no terminaba de entender bien qué clase de rey sería, y un día se le perdió para ir a discutir con los grandes del templo. Se lo envió a estudiar las Escrituras, como a todo joven judío de aquel tiempo, y de poco le sirvieron el oro, el incienso y la mirra que aquellos tres extraños le habían obsequiado a poco de su nacimiento.

Este niño se hizo hombre, nunca logró ser profeta en su tierra, se juntó con una banda de pescadores malolientes y con los desvalidos y marginados de su era, y para coronar sus buenas obras, hizo una entrada triunfal en Jerusalén, sabiendo que quienes lo festejaban ahora se le iban a dar vuelta más tarde. Pasó una noche de terror en Getsemaní, mientras todos sus amigos dormían plácidamente bajo los olivos, y uno de ellos finalmente lo entregó por unas monedas de oro a quienes lo buscaban. Todo pasó por miedo: por creer que se trataba de un rey guerrero y liberador del oprimido pueblo que presentaba una amenaza para los romanos o para los señores poderosos quienes se creían, tal como lo hacen hoy, impunes, piadosos y sabiondos.

Hoy seguimos alentando a los niños a pedir cosas superfluas como resultaron los regalos de aquellos Reyes Magos de Oriente para el propio Jesús, aunque revestían el reconocimiento de su dignidad como Rey de otra clase de Reino que hasta ahora no comprendemos, donde importa la dignidad humana y donde la ley principal es el amor por los demás. Continuamos incitando a nuestros propios hijos a escribir sus pedidos de objetos caros por carta y a pensar que tres tipos desconocidos que no trabajan más que un sólo día al año y que viajan en camello, aunque existan muchos medios de transporte más ágiles y convenientes, van a meterse en casa a dejarles esos regalos a los pies de sus zapatos por pura ley de merecimiento. Tipos que entran en los hogares pobres y ricos y andan haciendo diferencia en lo que dejan en cada caso, y que además no se roban nada de lo que encuentran. Al contrario, solamente dejan regalos que los niños se ganaron por hacer lo que todo niño bien criado medianamente tiene que hacer para terminar siendo el rey mago que provea de juguetes a su cría, si es que puede o quiere llegar a tenerla. Y así seguimos perdiéndonos el sentido más profundo y más sublime de la celebración de la Epifanía.

A boca de jarro

miércoles, 13 de marzo de 2013

HABEMUS PAPAM ARGENTINO!!!


  


  El párroco de la pequeñísima parroquia de la vuelta de casa a la que asisto en ocasiones los domingos nos contó en la homilía del domingo pasado, después de la lectura de la Parábola del hijo pródigo, que hace más de setecientos años se realizó una reunión para elegir Papa en la que los purpurados no se terminaban de poner de acuerdo. Así fue como se extendió por largo tiempo. Entonces, para presionarlos a tomar una pronta decisión, el gobernador a cargo de la ciudad donde se llevaba a cabo el Cónclave en aquel momento, que recibió este nombre a partir de este suceso, decidió encerrar bajo llave a los prelados en el edificio en donde se reunían, de allí que a esta asamblea se la conozca con el nombre de Cónclave, (del latín "cum clavis" que significa "bajo llave").



  Sin embargo, lo más jugoso de esta historia no termina ahí. Los Cardenales indecisos en Viterbo no solamente quedaron encerrados bajo llave, sino que además, el señor de Viterbo, Alberto de Montebono, hizo realizar una abertura en el techo del edificio en pleno invierno europeo, y por allí se les suministraban alimentos racionados a quienes de todos modos se tomaron su tiempo para arribar a una determinación. A este Cónclave, que comenzó en el año 1268 y concluyó en el año 1271 para elegir al sucesor de Clemente IV, por fin se le ocurrió, luego de haber dilatado la nominación enredándose en discusiones bizantinas, bajo presiones de la política externa y ambiciones de los poderosos de Roma de turno, que la mejor opción sería ir en busca de un santo que vivía en oración permanente y muy frugalmente de lo que los lugareños le acercaban para alimentarse en lo alto de un monte. Este hombre fue nombrado Papa por ser bueno. Pero sólo duró en sus funciones unos escasos cinco meses, porque no basta con ser bueno, hay que ser un buen pastor de un gran y disperso rebaño, una guía que ande los mismos caminos que peregrinamos todos. Aunque este pobre hombre sí logró promulgar la constitución Ubi periculum, que regula la clausura de los cardenales para la elección pontífica y consagra definitivamente la figura del Cónclave como lo vimos realizarse hasta hace apenas unas horas.


  La cuestión es que HABEMUS PAPAM ARGENTINO, y es justamente en mi pequeña parroquia donde conocí a Jorge Bergoglio y donde hoy repicaron las campanas de felicidad ante la noticia para todo el barrio que lo tuvo allí hace unos meses no más. Una señora me comentó a la salida del templo el domingo que hace unas semanas Bergoglio concelebró la Misa en su barrio natal de Flores, y al salir, luego de saludar a toda la asamblea, como es su costumbre, se tomó el subte para volver a la Curia, como hace siempre: es un tipo que nunca quiso tener auto propio y se maneja en la austeridad del transporte público, como lo hacemos tantos de nosotros. Además de su admirable humildad, es un inteligente, agudo, bien formado y estudioso Jesuita, con entrañas de misericordia y empatía que clama por los más desvalidos, un Jesuita que por vez primera llega a ser Papa. La elección de este valioso hombre es un hecho que me ha estremecido hasta las lágrimas por diversas razones. La primera y más importante es porque se trata de un hombre auténtico, trabajador, conocedor de la naturaleza humana, sencillo y valiente, que llegó a ser un buen pastor de nuestra Iglesia emergiendo de la misma clase social a la que pertenezco, la clase media argentina, en extinción hoy por hoy; un técnico químico egresado de la escuela pública argentina de excelencia en su momento y hoy en triste y franca decadencia, hijo de un ferroviario y una ama de casa y formado como sacerdote en el Seminario de Villa Devoto, mi barrio. Y porque al frente de la Iglesia local ha desempeñado un rol clave como vocero de las injusticias sociales, la corrupción imperante y la miseria creciente que le preocupan como a uno más de nosotros. Por eso lo considero justo merecedor del cargo que se le ha sido asignado. 


  La segunda es que sus palabras se sienten siempre honestas y habla con el corazón abierto. Se expresa con frases y modismos que usamos nosotros en nuestras reuniones, en nuestra mesa, quiero decir, habla la lengua de la gente a la cual se dirige y así se hace entender y arranca sonrisas y asentimiento pleno en sus alocuciones públicas. Recibe aplausos y ovaciones a los que siempre intenta acallar, porque no busca ser adulado sino escuchado, aunque muchos oídos se resisten a sus verdades dichas siempre a boca de jarro. Cuando lo tuve cerca, le expresé mi admiración por su persona, e hizo un gesto con su mano, una mano grande y siempre abierta, como para restarle importancia a mis elogios, y luego me ofreció un fuerte y firme apretón de manos que habló más que mil palabras y que guardo en mi corazón. Allí estaba la ilusión que hoy se hizo realidad. Francisco I es un hombre que suele hacer lo que hizo en su primera aparición pública como Papa: se inclina frente a su grey y pide que oremos por él. Y también se anima a levantar su índice para denunciar sin miedo lo que cree condenable, aún a costas de ser desdeñado por quienes detentan el poder político.


  Y la tercera es que América Latina merecía tener un Papa salido de sus benditas entrañas por una vez. Por eso es Francisco I: es el primero de una larga lista que abre la puerta a una esperanza de cambio para nuestro convulsionado y estancado mundo. Para mi país también su elección plantea nuevos horizontes. Yo tan sólo quiero dar testimonio de la alegría de la gente de la calle, de la gente común, la mía y la de mis familiares, que me llamaron ante el anuncio conmovidos, gente común que se siente a la vez aún pasmada y orgullosa, aunque sabemos que lo que le espera no es tarea fácil. Como dijo otro sacerdote que vi por televisión hoy y al que también conozco personalmente, confiamos en que Dios le concederá la gracia y sabemos que todos deberemos pedir que le conceda las fuerzas necesarias que Benedicto no tuvo para llevar la enorme y compleja labor que se le ha encomendado a buen puerto. 


¡Que así sea!


   Oración  Simple

Señor: Haz de mí un instrumento de tu paz,
Donde haya odio, ponga yo amor,
Donde haya ofensa ponga yo perdón,

Donde haya discordia, ponga yo unión,
Donde haya error, ponga yo verdad,
Donde haya duda, ponga yo fe,
Donde haya desesperación, ponga yo esperanza,
Donde haya tinieblas, ponga yo Tu luz,
Donde haya tristeza, ponga yo alegría.

Oh, Maestro: 
Que no me empeñe tanto en ser consolado, como en consolar,
En ser comprendido, como en comprender,
En ser amado, como en amar.

Porque dando se recibe,
Olvidando se encuentra,
Perdonando se es perdonado
Y muriendo se nace a la Vida.




 San Francisco de Asís 



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