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"Vieja mesándose los cabellos", Quentin Massys. |
El verano tiene por gracia conceder el permiso sin pedirlo de espiar en el interior de las casas, en el devenir en la penumbra de la vida de otras gentes. Sonaba el primer canto de las chicharras en las calles de mi barrio: el mundo en miniatura. Me había caído de la cama y me dispuse a dar una caminata antes de pasar por la panadería amiga a traer una media docena de medialunas recién horneadas a la hora del aroma a pan recién sacadito, a la hora de la fresca, la hora de la Urraca. Quise hacer como que el calor no estaba, dar un paseo matutino, desayunar como cualquier domingo del resto del año en un día de semana, pero las veredas todavía acusaban la resaca del vaho soporífero de la tarde anterior, no corría una gota de viento y no había un alma levantada, excepto la Vieja Urraca.
Hace tiempo ya que mis hijos la bautizaron así luego de que aprendieron una canción con ese título en clase de música, a raíz de la cual se enteraron de que la urraca es un bicho camorrero que almacena objetos brillantes. Esta vieja, que a esta hora, sea invierno o verano, sale a alimentar a las palomas y a juntar a todos sus gatos, hace acopio de bichos y les tira la camorra a los chicos. Otros veranos mis hijos, más chicos, salían a dar vueltas en bicicleta por la manzana, y a la Urraca no le gustaba que le pasaran por la puerta y le espantaran las palomas que van a alimentarse de tachitos que ella les pone con pan del día anterior remojado en leche. A los escobazos limpios los sacó carpiendo una tarde, y desde entonces quedó marcada y bautizada.
Esa mañana tenía la puerta entreabierta y la persiana de su misterioso negocio medio levantada. Del interior de la vivienda irradiaba un olor a pis de gato nauseabundo, y el negocio era un depósito de bobinas de hilo de todos los colores y tamaños apiladas sobre máquinas de coser con pinta de tener siglos de viejas. Nunca jamás he visto entrar a nadie a este negocio que promete, desde un cartel descolorido, torcido y regado por caca de paloma, arreglar máquinas para coser Singer. Miré para un lado, miré para el otro: no había moros en la costa, y las aberturas se me ofrecían como una aventura voyeur de la infancia. La Urraca estaba sentada en un sillón todo destartalado que parecía estar apoyado sobre una alfombra hecha de papeles de diario y comprobantes de compras jamás descartados. Sobre el brazo del sillón, un gato yacía adormecido, y otro, tumbado, sobre su falda. Tres gatos más se paseaban cerca del televisor, enmudecido pero encendido en la profundidad del calamitoso ambiente, que desprendía un calor hediondo y polvoriento. Se llevó algo crujiente a la boca, y uno de los gatos, en muy mal estado, se asomó por la persiana, maullando en mi dirección. La Urraca despegó los ojos del televisor y los dirigió directo a los míos, gruñendo un improperio.
Seguí mi camino y lo disfruté, aunque grande fue mi sorpresa, y no menor cierto sentido de culpa, cuando, ya de regreso, vi a dos patrulleros y una ambulancia estacionados frente a la persiana del negocio que nunca abre y nunca vende nada y algunos vecinos reunidos en el lugar donde hacía un rato había estado espiando en total soledad. La Urraca se había descompuesto, decían, una vecina había llamado a la ambulancia, ya que la Vieja Urraca no tiene teléfono, pero al intentar entrar a la vivienda, comprobaron que la puerta principal de acceso estaba bloqueada por pilas de muebles en desuso y revistas viejas, y pidieron auxilio a la policía.
Una hora y media larga le llevó a las fuerzas de seguridad, asistidas también por los bomberos, derribar la puerta, según se informó por televisión. Al entrar al lugar, se encontraron con una veintena de gatos rodeando a su ama, quien seguía en el mismo sillón en el que la había visto a escondidas aquella mañana, y se negaba a ser trasladada al hospital para no abandonar a sus animales, a quienes, según ella misma aseguraba, nadie podría cuidar mejor ya que esa era "su misión". La casa había dejado de ser habitable para convertirse en un depósito de basura, con mesas y sillas tapadas por envases de gaseosas, papas fritas y galletitas abiertos. Al abrir la heladera, se encontraron con alimentos en mal estado que habían pasado hace tiempo su fecha de caducidad. Algunos gatos escoltaron a la Urraca al ser depositada en la ambulancia en la cual, finalmente, la sacaron de allí. Otros fueron removidos inertes de la vivienda.
Locos aires soplan en este Buenos Aires. Sobre el tronco del árbol de la vereda de la Vieja Urraca, el loco místico, que anda dejando mensajes en todas las cuadras, pegó una cita del Antiguo Testamento que así lee:
"No codiciarás la casa de tu prójimo.
No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo,
ni su criado, ni su buey, ni su asno,
ni cosa alguna de tu prójimo."
A boca de jarro