Comienzo a
descreer de las coincidencias. Un día antes de que se diera a conocer la
noticia del hallazgo
arqueológico más importante de los últimos tiempos, el de los huesos de
Ricardo III de Inglaterra, escribí unas líneas dedicadas al enojo en las que
hacía referencia tanto al personaje histórico como a lo que una de las más
grandes piezas del teatro isabelino inmortalizó sobre él a través de la magistral pluma
de Shakespeare, plasmándolo como el epítome del humor colérico de acuerdo a los cánones de la filosofía médica clásica. Son más
interesantes los datos que descubrí sobre su persona que la naturaleza del genial personaje que pasó a la historia
como un rey cruel, inescrupuloso, ambicioso y deforme. El hallazgo histórico resulta relevante por descubrir y darle al mundo gran parte de la
verdadera personalidad de quien, según leí, fue el último rey de Inglaterra que murió en pleno campo de
batalla.
Por siglos se creyó que se trataba de ese ser abominable que eternizó el Bardo en la ficción, basándose posiblemente en la discutida Historia del rey Ricardo III, escrita por Tomás Moro en 1513. Sin embargo, el reciente descubrimiento de sus restos óseos arroja nueva luz sobre su persona, pues el esqueleto identificado, sin dejar lugar a dudas, gracias a las pruebas de ADN que lo confirman como emparentado a las de otras tomadas de un familiar lejano que aún vive en Canadá, presenta una severa escoliosis, que podría ser origen de sus dificultades al caminar y de cierta deformidad en la postura que Shakespeare agiganta y hasta caricaturiza, aunque también exhibe diez heridas, ocho de ellas en el cráneo, algunas de las cuales pueden haber sido puntazos del enemigo dados post mortem, más un flechazo en la espalda.
Es
evidente que Ricardo III actuó cruelmente en la lucha por el poder, pero se la
jugó por entero en el rol que le tocó desempeñar. Y es casi seguro que no haya cometido los despiadados crímenes que
le atribuye la tragedia Shakesperiana. El mito del soberano cruel y déspota quedó igualmente ligado a Ricardo, de quien nadie recuerda en cambio aspectos positivos, tales
como su protección del comercio del reino y de la naciente burguesía o, en lo que hace a la cultura, la fundación junto con su esposa de los famosos King's y
Queen's College de Cambridge.
Más
interesante aún resulta la verdadera crónica de su muerte en plena colisión
con las fuerzas lancasterianas de Enrique Tudor, su vencedor y sucesor al trono como Enrique VII, en la batalla de Bosworth, así como sus
verdaderas últimas palabras, que fueron también cambiadas por el Cisne de Avon para lograr un fuerte impacto dramático que lo hizo pasar a la historia y convertirse
en un personaje de la dramaturgia clásica que todo gran actor daría mucho más
que un caballo por personificar.
Parece
ser que su muerte tuvo sólo en parte que ver con el hecho de que su caballo le
falló por falta de una herradura. La historia ha demostrado que murió al ser
traicionado y abandonado por su tropa cuando yacía ya rodeado por sus enemigos
que tomarían el trono para dar paso a la dinastía de los Tudores. Y ya sabemos
que la historia la escriben los vencedores. Pero aquí va la crónica como parece
certera.
La mañana de la batalla, el 22 de agosto de 1485 (según el calendario gregoriano vigente actualmente, el 31 de agosto de 1485, pleno fin del verano en el hemisferio norte), Ricardo envió a un palafrenero a comprobar si su caballo favorito estaba preparado para enfrentar lo que sabía sería la batalla decisiva en su vida, ya que deseaba liderar sus tropas en el frente. Pero el herrero había estado trabajando sin respiro con todo un ejército y le pidió tiempo. El enviado del rey le ordenó que se apurara y cumpliera con sus órdenes. El herrero puso manos a la obra. Con una barra de hierro hizo cuatro herraduras. Las martilló, las moldeó y las adaptó a los cascos del caballo. Luego empezó a clavarlas. Poco después de clavar tres herraduras, descubrió que no tenía suficientes clavos para la cuarta. Por lo cual, inseguro de de su resistencia, pero, apremiado por el apuro del encargo y su procedencia, entregó al caballo no sin dudar sobre cómo respondería en la lucha.
Los ejércitos, que
juntos sumarían unas 13.000 almas, chocaron y Ricardo estaba en lo más álgido del
combate, cabalgando con valentía, arengando a sus hombres y luchando contra sus
enemigos, cuando de pronto notó que a lo lejos, del otro lado del campo, algunos de los suyos retrocedían. Ricardo entonces espoleó a su caballo y galopó hacia la
línea rota, ordenando a sus soldados que regresaran a la batalla.
Estaba en medio del campo
cuando el caballo perdió la herradura más débil. El animal tropezó y rodó, y
Ricardo cayó al suelo. Antes de que el rey pudiera tomar las riendas, el
asustado animal se levantó y echó a correr. Ricardo miró en derredor. Vio que
sus soldados daban media vuelta y huían, y que las tropas enemigas lo rodeaban.
Blandiendo su espada en el aire, la leyenda cuenta que gritó: "¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!" Eso es lo que conocemos y creemos por la ficción que lo hizo un personaje
histórico más que pintoresco.
Polidoro
Virgilio, cronista oficial de Enrique Tudor, escribiría más tarde: "El
rey Ricardo, solo, murió luchando como un hombre bajo la mayor de las presiones
de sus enemigos". El cuerpo desnudo de Ricardo fue expuesto
probablemente en la colegiata de la Anunciación de Nuestra Señora y después
ahorcado por Enrique Tudor, ahora Enrique VII, antes de ser enterrado en la
iglesia de la hermandad franciscana de los Grey Friars, en Leicester. Luego de
siglos de haberse dado por perdido, los restos de Ricardo III, el último rey de
la dinastía Plantagenet, tronco de la de York, fueron desenterrados donde había una
iglesia en Leicester y en donde hoy funciona un estacionamiento.
Me quedo sorprendida por la "coincidencia" temática entre mi última reflexión y este hallazgo arqueológico. Creo que tiene algo que ver con el empleo de ese descontento que analicé. En el caso del hallazgo, se trate tal vez de un cierto descontento histórico, que finalmente se canalizó productivamente en el descubrimiento de los huesos que echan luz sobre la verdadera naturaleza de un hombre que se convirtió en mito. El mito, históricamente injusto aunque inigualable en su delineación, no conformaba a muchos que buscaban al verdadero hombre. Queda así finalmente desterrada la persona gracias a la aparición de sus huesos, huesos cuyas heridas de guerra y sus desviaciones revelan una humanidad de luces y sombras, como la de todos, que tuvo el valor de morir por lo que creyó su causa, abandonado hasta por su propio caballo pero luchando hasta el fin. Ese es para mí todo el sentido de una vida sana a pesar de la enfermedad e intensamente vivida aunque breve: murió a los 32 años.
Me quedo sorprendida por la "coincidencia" temática entre mi última reflexión y este hallazgo arqueológico. Creo que tiene algo que ver con el empleo de ese descontento que analicé. En el caso del hallazgo, se trate tal vez de un cierto descontento histórico, que finalmente se canalizó productivamente en el descubrimiento de los huesos que echan luz sobre la verdadera naturaleza de un hombre que se convirtió en mito. El mito, históricamente injusto aunque inigualable en su delineación, no conformaba a muchos que buscaban al verdadero hombre. Queda así finalmente desterrada la persona gracias a la aparición de sus huesos, huesos cuyas heridas de guerra y sus desviaciones revelan una humanidad de luces y sombras, como la de todos, que tuvo el valor de morir por lo que creyó su causa, abandonado hasta por su propio caballo pero luchando hasta el fin. Ese es para mí todo el sentido de una vida sana a pesar de la enfermedad e intensamente vivida aunque breve: murió a los 32 años.
Además me quedo con la perlita de lo que transmite la leyenda que ha quedado
parcialmente desmitificada, pero que sirve como tal, citada por William J. Bennett en El
libro de las virtudes:
Por falta de un clavo se perdió una herradura,
por falta de una herradura, se perdió un caballo,
por falta de un caballo, se perdió una batalla,
por falta de una batalla, se perdió un reino,
y todo por falta de un clavo.
Yo tan sólo agregaría, si se me permite, por el factor tiempo.
Coincidentemente o no, por estos días ando con este humor colérico e impaciente del
personaje Shakesperiano y del rey mismo frente a una batalla decisiva en la cual me falta también una última pieza, apenas un clavo, para dar en él y lograr desenmascarar para darle lucha a un
enemigo cobarde que me traiciona sin revelar su verdadera naturaleza a
plena luz, para desenterrar por fin el enigma que me atemoriza, peleando con tan sólo un caballo maltrecho mientras husmeo huesos en busca de pruebas para descifrar lo que hace
meses ya es un misterio que me perturba. Como a Ricardo, el hombre, me desespera la espera. Aunque nada más alejado de mí que los cojones de este
rey cojo y su valentía al enfrentar su destino último, confiando en su animal
dilecto, ese que todo llevamos dentro y a veces parece trastabillar y caer justo cuando más lo necesitamos, su espada, su cuerpo crispado por la escoliosis y habiendo sido abandonado por los suyos en pleno campo
de batalla.
A boca de jarro