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viernes, 4 de septiembre de 2015

Te regalo una rosa



A gardener at midnight: The sick rose by Kristin Headlam

   

Era un desgraciado, uno de esos buenos tipos que tienen la mala suerte de conseguir todo lo que se proponen. Había experimentado en sus propios huesos la fatalidad de alcanzar su sueño, de tocar la gloria, de hacer carne su rosa. La vida, en su primer floración plena de la existencia, la más intensa, la más carnosa, la más roja, le había dado todo un jardín. Ya no podía echarle la peste a nada ni nadie por esa maldita insatisfacción repentina que te golpea cada mañana cuando extendés tus pétalos al sol, por esos ratos de melancolía los domingos a la tarde, cuando parece que el mundo muere sin llegar al otro sol, por los momentos de inquietud, de ansiedad y de avidez por más, sin saber bien qué.


Corría 1995 y Juan Luis Guerra tenía una carrera musical exitosa, una mujer que era la de su vida, un hijo al que adoraba, dinero más que suficiente para no tener que preocuparse por el dinero, el reconocimiento masivo de un público internacional, varios premios en su haber, buenas críticas, pero no se sentía pleno. Seguía por inercia con las giras interminables, los conciertos, las grabaciones, hasta que su cuerpo dijo basta. Una peste infectó su rosa. Y comenzó a perder la vista. ¡Bendita alegoría! No poder ver el bosque por los árboles.


Dejar los ansiolíticos. Mirar de frente al miedo y sacarle la lengua. Tocar fondo en lo más profundo de la oscuridad del abismo íntimo, hacer votos de silencio por un largo tiempo y descubrir la propia y verdadera luz. Pincharse con las espinas de la rosa y sangrar vida y savia: ¡sabia vida! Volver a creer a Dios, que no es lo mismo que creer en Dios, y reírse de la vida simplemente porque en el cielo no hay hospital...

Te regalo esta rosa y me regalo esta historia de sanación del alma.



Te regalo una rosa,
la encontré en el camino,
no sé si está desnuda
o tiene un solo vestido,
no, no lo sé.

Si la riega el verano
o se embriaga de olvido,
si alguna vez fue amada
o tiene amores escondidos.

Ay, ayayay, amor,
eres la rosa que me da calor,
eres el sueño de mi soledad,
un letargo de azul,
un eclipse de mar, pero,
ay, ayayay, amor,
yo soy satélite y tú eres mi sol,
un universo de agua mineral,
un espacio de luz
que sólo llenas tú, ay amor,
ayayayay.

Te regalo mis manos,
mis párpados caídos,
el beso más profundo,
el que se ahoga en un gemido.

Te regalo un otoño,
un día entre abril y junio,
un rayo de ilusiones,
un corazón al desnudo.

Ay, ayayay, amor,
eres la rosa que me da calor,
eres el sueño de mi soledad,
un letargo de azul,
un eclipse de mar, vida...

Ay, ayayay, amor,
yo soy satélite y tú eres mi sol,
un universo de agua mineral,
un espacio de luz
que sólo llenas tú, ay amor.








A boca de jarro




jueves, 17 de enero de 2013

Como vasija hundida en un mar seco


   

 

  El oftalmólogo me derivó a un reumatólogo porque se sospecha que padezco de un síndrome que lleva el nombre del científico sueco que lo identificó, Sjögren. Mejor no hagan como hice yo mientras espero el resultado de los análisis, que incluso pueden resultar imprecisos para el diagnóstico, y se pongan a googlearlo en internet, porque se pueden llegar a asustar, como me pasó a mí. Confórmense con lo básico: es una enfermedad autoinmune sistémica que se caracteriza por afectar principalmente a las glándulas exócrinas que conduce a la aparición de sequedad en ojos y boca principalmente y es bastante común en mujeres en la cuarta y quinta década de la vida. Sus causas se desconocen aunque se supone que son hereditarias. Y aún no hay una cura.

  Mientras espero más precisiones y junto todo el pelo que se me cae, también por el sueco éste o por la chifladura, como especuló la dermatóloga ayer, aunque ahora, por si acaso, me va a ver un endocrinólogo ya que estamos, los días se me hacen interminables y recibo muchas palabras que sé bienintencionadas, pero que me confunden aún más que la idea de cómo puede verse afectada mi vida si en efecto padezco de este mal que puede traer otros bemoles. Me dicen que no tema, ya que el miedo es lo opuesto del amor, que somos nosotros los arquitectos de nuestro propio destino, que nuestra mente puede alcanzar todas las metas que nuestros anhelos añoren con sólo proponérselo y que puede sanar todas las heridas y males que ella misma recrea, aunque inconscientemente. No lo entiendo. No entiendo nada. Será mi ignorancia emocional, esa que hace que sea de esas débiles criaturas que se sienten como vasija hundida en un mar seco al enfrentarse cobardemente con la enfermedad. 

  Prefiero creer que tememos porque amamos la vida y lo que vino con ella,  la única bella y terrible realidad que conocemos, y que el destino es aquello que, como dedicados artesanos, construimos día a día con los materiales que nos han sido dados, sin un plan ni un diseño demasiado elaborado; y que la creencia de que querer es poder vende mucho pero en verdad no cura todo los males y es humildad y sabiduría aceptarlo: los ejemplos abundan. 

  Todo esto no invalida, sin embargo, la férrea decisión de dar batalla, a la que reconozco como voluntad, hermanada con el impulso vital más profundo. Quisiera hacer con estos mitos, si se me permite, lo que hace el joven alfarero de una tribu india con la vasija que recibe de manos del experimentado y añoso artista alfarero que sabe que llega su ocaso: hacerlos añicos para moldear mi propia vasija, una que salga a flote, ya que son ideas que generan más culpa y más insatisfacción de la que suele acompañarnos cuando el oleaje de lo cotidiano se presenta plácido y manejable, pero resultan confusas y desesperantes cuando las aguas se agitan y nos sentimos como encallados en las profundidades de un mar seco del que deseamos emerger, precisamente por amor al aire fresco que de vez en cuando, aún en veranos sofocantes de esperas e imprecisiones como éste, nos refresca cuando estamos a flote.

  Cuenta Eduardo Galeano:

"A orillas de otro mar, otro alfarero se retira en sus años tardíos.
Se le nublan los ojos, las manos le tiemblan, ha llegado la hora del adiós. Entonces ocurre la ceremonia de la iniciación: el alfarero viejo ofrece al alfarero joven su pieza mejor. Así manda la tradición entre los indios del noroeste de América: el artista que se va entrega su obra maestra al artista que se inicia.
Y el alfarero joven no guarda esa vasija perfecta para contemplarla y admirarla, sino que la estrella contra el suelo, la rompe en mil pedacitos, recoge los pedacitos y los incorpora a su arcilla."


   Romper la vasija no es una exigencia: es una necesidad para el crecimiento personal del ser que somos, para el empuje que precisamos para emerger de lo profundo y lo oscuro, para encontrar la salida del laberinto. La vasija debe ser rota aunque los pedazos de aquellas que sirven como matriz se incorporan, rediseñados por nosotros mismos esta vez, ya adultos y maduros gracias al haber hecho trizas el ánfora dada, para lograr aquella que será finalmente nuestra propia obra y finalmente nuestro legado que otro hará trizas para reciclarlo y recrearse. Y sospecho que ésto nos pasa varias veces en la vida. En mi caso lo asocio con estos períodos en los cuales pierdo la brújula y me enfrento con la enfermedad.


  Dice Jorge Bucay al respecto de esta historia que él incluye en una versión más extensa en una reflexión recortada y atesorada de una vieja e imprecisa edición de la revista Viva que me encontré en estos días de poca lectura y mucha desorientación con respecto a qué hacer para llegar a la orilla de la sanación, sea como la recuperación de la salud perdida o la aceptación de un mal que no mata pero que me cambiará para siempre:

"... hayamos sido arrasados o bendecidos, nunca hay otro remedio que no sea construir desde y con lo que realmente ha quedado.
Todos los pueblos del mundo que han padecido catástrofes, guerras o graves períodos de crisis se han rehecho desde los cimientos de lo que les quedaba.
Cada persona que ha debido superar una hecatombe interna o externa sólo ha podido rehacerse cuando desde su interior aprendió a confiar en los recursos que aún guardaba.
Nadie resurge contando solamente con sus esperanzas o confiando en la ayuda que los de afuera habrán de acercar.... nada nos servirá si no echamos mano a nuestra propia riqueza, a nuestros más guardados recursos, a nuestra sapiencia y creatividad, a nuestra capacidad y nuestro trabajo."

 Ese es el trabajo que me ocupa en estas vacaciones. De todos modos, tomo la ayuda de las manos que busco y encuentro en el camino. Es un camino que debo recorrer una vez más, como cuando leí esta reflexión y decidí guardarla para siempre porque también me sentía vasija hundida y reseca. Es tiempo de reencontrar ese sentido de fluido equilibrio que no es más que la salud y de hacerlo con lo que cuento en mi haber y lo que ya he aprendido en otras oportunidades en las que se perdió, aunque esas herramientas que empleé entonces exitosamente para rastrearlo no salgan a la superficie en esta exploración tan fácilmente como el impulso que me llevó a releer y a hidratarme otra vez de estas enseñanzas que ya forman parte de los cimientos de mi identidad.



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