"La investigación de las
enfermedades ha avanzado tanto que cada vez es más difícil encontrar a alguien
que esté completamente sano."
Aldous Huxley
Por estos días no me he estado sintiendo bien:
tengo lo que en principio aparenta ser una gastritis que se me está estudiando.
Produce acidez, malestar estomacal y esofágico por reflujo, falta de apetito y
disminución de peso. En otras épocas de mi vida, hubiese pagado por estar más
delgada sin tener que privarme de comer lo que me gusta. Pero sentirse mal no
es agradable, sobre todo porque hay que manejar la actitud con la que se
enfrenta el sentirse enfermo. Y además porque, a pesar de que sus causas pueden ser varias, muchos asocian lo que me sucede
con una de las características de mi personalidad: la ansiedad.
Lo primero que hice después de este último
episodio de acidez fue recurrir a un médico clínico. Hacía ya un par de años
que no me hacía un control y creí oportuno empezar por allí y ponerme en manos
de un profesional que decidiera, si era necesario, derivarme a un especialista.
Pero mi decepción fue grande cuando entré al consultorio y recibí una mano
blanda y una mirada esquiva en vez de un firme apretón y atención. Lamentablemente,
hace años que los médicos se han convertido en empleados administrativos
cumpliendo con estrictos horarios y llenando interminables planillas o
documentos en la pantallas de sus computadoras para ordenarle al paciente
someterse a toda clase de estudios más o menos sofisticados y dar con un
diagnóstico. Los ojos del médico aletean por sobre el paciente y sus manos casi
ni lo tocan.
El paciente, por su parte, llega a la consulta
médica esperando justamente lo que no encuentra: ante todo mirada, contención,
un bálsamo empático, una mano en el hombro en forma de apoyo conversado: creo
que estos siguen siendo los pilares de toda curación cuando la hay. Siempre que
el cuerpo hace ruido, empieza también a hacer interferencia la cabeza, y lo más
normal es perder la calma que vivenciamos como salud. Por eso los médicos nos
llaman pacientes, aunque no todos tengamos esta virtud para lidiar con
la enfermedad. Ahora resulta que ellos también han perdido el don de la
paciencia. Será por eso que los divanes de los terapeutas están tan concurridos:
necesitamos de alguien que nos dispense su tiempo para ser escuchados y
escucharnos así a nosotros mismos.
El clínico no me miró a los ojos en los escasos
diez minutos que duró la consulta, no me dejó explayarme más allá de dos
oraciones corridas en la descripción de mis síntomas y no me interiorizó acerca
del estudio que me harán en unos diez días, la fecha más próxima que encontré
disponible, dejándome con un manojo de prescripciones y nervios:
"Vuelva cuando tenga todos los resultados". Y mientras tanto,
bánquesela, señora mía. Y lidie usted con su cabeza que empieza a dar vueltas.
O páguele a un terapeuta. O llénele la paciencia que a usted le falta como
paciente y a mí como médico a su familia.
A falta de contención médica, siempre están los
familiares y amigos listos para emitir un diagnóstico, encima si entre ellos
hay médicos, como es mi caso: "Eso es de los nervios". Hace
años que he sido etiquetada como la nerviosa de la familia. Y por lo
tanto, todo lo que siento o me sucede se debe a mi actitud tensa frente a los
avatares de la vida. En definitiva, la lectura que se hace es que la culpa de
mis males es toda mía. Más allá de que algunas enfermedades estén
emparentadas con causas psicológicas, ¿se podrá generalizar así sobre
los motivos por los que enfermamos? ¿Será acertado o pertinente establecer en
todos los casos una relación tan categórica entre las enfermedades que
contraemos y los rasgos de nuestra personalidad o las erosiones en nuestra
biografía? Por asumir esto como cierto, un día hace años decidí hacer terapia.
Vivo de hecho en una sociedad altamente
"terapeutizada", que tiende a ver cualquier rasgo negativo del carácter
como expresión posible de enfermedad mental. Se tiende a rotular
manifestaciones como la ansiedad como signo de psicopatología, aún cuando la
persona tenga justificados motivos ocasionales para sentirse ansiosa.
Cuando intenté hacer terapia para enfrentar y vencer mi ansiedad, que no es una
constante en mi vida pero que emerge en momentos puntuales, me quedé con un
cúmulo de ideas confusas sobre mí misma y con la amarga sensación de estar
enferma. Por eso decidí abandonarla, porque creo que todo lo que hace a nuestra
personalidad, inclusive lo que consideramos desagradable e indeseable en
nosotros, no es necesariamente sinónimo de enfermedad. Decidí no seguir cavando
sobre las raíces del árbol de mi historia para desenterrar las causas de lo que
me sucede y se exacerba cuando hay motivo de preocupación. Además, existen
nombres de trastornos y síndromes que encajan perfectamente con toda la gama de
respuestas psicológicas a la realidad con las que reacciona cualquier persona
cuerda, sana y normal frente a determinadas situaciones. Inclusive alguien que
decide abandonar su terapia se encuadra dentro de lo se denomina como trastorno
de incumplimiento del tratamiento prescripto. Un poco como explica Lou Marinoff en Más Platón y menos prozac, con bastante mala vena en contra de los terapeutas:
"La declaración o suposición de que algo existe sin que haya modo de probarlo es lo que los filósofos denominan "cosificación". Los psiquiatras y los psicólogos son expertos en la cosificación de síndromes y trastornos: primero se los inventan y luego buscan síntomas en las personas y sostienen que eso demuestra que la enfermedad existe."
Hasta hoy pienso que no puedo cambiar mi molde,
mi biografía, las circunstancias que me toca enfrentar y mucho menos mi carga
genética y los rasgos de mi personalidad. Los que me dicen que lo que me pasa
es por nerviosa no son precisamente monjes zen. Lo máximo que puedo
hacer es observar la forma en la que respondo ante la vida tal como se
presenta, intentar entenderme y esforzarme por lograr que mis reacciones ante
lo que siento no me desborden, como el ritmo de la vida tal como se impone, las
dificultades que genera la situación general en la que me encuentro inmersa y
los imponderables de siempre, como este contratiempo en mi salud. Y resistirme a la "cosificación", al menos hasta que se demuestre lo contrario.
Creo que la salud mental y la calidad de vida que
tenemos deriva de una mezcla de los acontecimientos que podemos controlar y
aquellos que escapan a nuestro control, la reflexión permanente y discernimiento
que hacemos sobre ellos y el intento de procesarlos y atravesarlos con la mejor
actitud posible desde la aceptación de quienes somos en esencia.
Por eso, hoy elevo una Oración por la
Serenidad:
Señor, dame la serenidad de
aceptar las cosas que no puedo cambiar;
Valor para cambiar las cosas que puedo; y sabiduría para conocer la diferencia.
Valor para cambiar las cosas que puedo; y sabiduría para conocer la diferencia.
A boca de jarro