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jueves, 7 de agosto de 2014

De inseguridades y miedos...



En un periódico que se publica en lengua inglesa aquí en Buenos Aires, el "Buenos Aires Herald", encontré una breve nota el domingo pasado acerca de la estupenda actriz británica Helen Mirren, galardonada con el Oscar en el 2006 por su actuación protagónica en "The Queen ("La Reina"). Resulta interesante la pregunta que esta talentosa mujer — con cuarenta y cinco años de trayectoria en la actuación y casi setenta de vida — se hace a sí misma: "¿Puede Helen Mirren olvidarse de actuar?" Ese es precisamente el título del artículo y lo que me atrapó para leerlo completo.

Lo que le sucede a Helen es que cuando se toma un tiempo libre entre proyecto y proyecto siente que se ha olvidado de actuar. Luego aclara que ni bien comienza a trabajar en un nuevo personaje, se da cuenta de que este es su oficio, y el proceso se pone en marcha. Por estos días se estrenará en la Argentina "The Hundred-Foot Journey" ("Un viaje de diez metros"), una vista en la cual interpreta a la propietaria y regente de un restaurante francés. En la piel de Madame Mallory, Mirren preside la cocina de su casa de comidas  una de las más celebres de Francia y galardonada por la Guía Michelin  sin hacer concesiones a sus cocineros. Producida nada menos que por Stephen Spielberg y Oprah Winfrey, y dirigida por Lasse Hallstram, la película le concedió a la actriz la posibilidad de hacer un sueño realidad: el de ser una actriz francesa en un entorno idílico en el sur de Francia que compara con una postal.

Admito que me sentí identificada con esta duda que asalta a Mirren. Cuando pasa el tiempo y no me dedico a escribir, también me sucede que temo haber olvidado cómo hacerlo con cierta destreza que creía tener. Últimamente las entradas de este blog se han espaciado, y he decidido publicar con menor asiduidad. Resultaba un tanto adictivo y absorbente hacerlo con la frecuencia del año pasado, y he tomado la decisión de abocarme más a la vida real. También pasaba que la vida virtual tomaba las dimensiones de una realidad con el ensueño de cierta fantasiosa proyección, y tomé conciencia de que tal cosa no sucede. Se trata de un pasatiempo sin mayor trascendencia. Vivía obsesionada con el número de visitas, comentarios y la repercusión que mis escritos lograban en la red.

Cuando tomé distancia y comencé a poner atención en el trabajo de otros autores de bitácoras a quienes sigo, experimenté el mismo sentimiento que esta actriz confiesa padecer: el de admirar los escritos de otros y temer que mi propia habilidad de ejecutar eficientemente, interesar y entretener se hubiese esfumado. Por otra parte, la realidad familiar ha cambiado notablemente, y el entorno social se ha puesto algo espeso. Resulta difícil encontrar tiempo e inspiración en este contexto. Aunque a veces pienso que sólo se trata de miedo y una enorme inseguridad que se ha convertido en marca personal en varios aspectos, una maroma que me embarga y paraliza más de lo que deseo. Ya no me siento chef en mi propia cocina, y en la cocina de la realidad no logro estar en mi salsa. Así están las cosas en este 2014 al cual le queda poco. Veremos la película con gusto y veremos qué plato nos depara esta maravillosa actriz.

A boca de jarro

domingo, 25 de marzo de 2012

El miedo de quien escribe



"A menudo, escribir bien significa prescindir del miedo y la afectación. De hecho, la propia afectación (empezando por calificar de "buenas" determinadas formas de escribir, otras de "malas") tiene mucho que ver con el miedo." 
Stephen King,  Mientras escribo.



Rememoré a raíz de la película "Tan fuerte, tan cerca", ("Extremely loud and incredibly close"), un episodio de mi niñez del que sólo recuerdo el marco, mientras que el relleno lo han provisto mis padres, quienes me lo han relatado muchas veces en el curso de mi vida. Me veo pequeñita sentada en la camilla del consultorio de un médico de cabello entrecano que se me hacía mucho mayor que mi padre, que también es médico, y que me llevó a otro, derrotado en su conocimiento o entendimiento del mal que me aquejaba. Tengo una vaga impresión de haber reparado en ciertos detalles: la bata blanca y larga, una lúgubre sala con un ventanal entreabierto, cierto olor repelente, una estufa encendida, mi madre y mi padre hablando por mí. Eso es todo lo que queda del hecho en mi memoria, lo cual no es poco si tomamos en cuenta que tendría apenas  tres años.

Me cuentan que me había largado a hablar hacía un tiempo, que era locuaz y fluida, y que se admiraban de mi capacidad de expresión: claro, lo cuentan mis padres... Y de golpe, un buen día, amanecí muda. Me interorrogaban y no respondía. Permanecía silente. Y así pasaron algunos días, hasta que mi padre contactó al mejor pediatra de su conocimiento y me llevaron a la consulta, en la cual también me rehusé a contestar verbalmente. Sólo miradas y algún tímido gesto.

El pediatra los tranquilizó, les dijo que no es poco frecuente que ante una situación traumática, que puede ir desde una verdadera tragedia, que no había sufrido como aparentemente sí lo ha hecho el personaje enmudecido que interpreta Max von Sydow en el film, hasta una simple burla por algo que pudiese haber dicho, muchos niños e incluso adultos dejan de hablar. No es algo que sucede a voluntad, sino una respuesta psicológica a algún acontecimiento que nos lastima de un modo u otro cuando la herida sobrepasa el umbral de lo que se considera traumático por cada quien.

Nadie sabe a ciencia cierta, mucho menos yo, qué hizo que enmudeciera. Lo cierto es que a los pocos días comencé a hablar normalmente y nunca más paré, para terminar escribiendo a boca de jarro. Alguna vez, entre tanta psicología que leí de adulta tratando de entender mis emociones, descubrí que episodios de esa naturaleza resultan sentar precedente para otros por los que también he transitado, siempre tratando de comprenderlos y comprenderme, siempre procurando vencer al gigante negro del alma que los origina: el miedo. Leyendo llegué a la sabiduría de Krishnamurti, que dice que: "... sólo es posible no tener miedo si hay conocimiento de uno mismo. El conocimiento de uno mismo es el comienzo de la sabiduría, y ésta es el fin del miedo." Pero por más que lea, de eso estoy muy lejos, precisamente porque es el proceso mismo de pensar, conceptualizar, racionalizar, explicar, indagar, nombrar y verbalizar el miedo lo que más lo alimenta.

Últimamente me sucede que siento cierto miedo también al escribir, o a quedarme sin ideas para hacerlo como alguna vez me quedé muda. Temo que se convierta en algo forzado, temo encontrarme empantanada en terreno seco e infértil y ya no encontrar nada interesante para contar. Nadie más que yo lamentaría tanto la pérdida de esa capacidad que es un desahogo, un acto de creación que me recrea y me alivia, que me conecta con un gozo que me abstrae de realidades de las que necesito desconectarme a menudo para lograr soportarlas.


Los consejos que brinda Stephen King en sus memorias autobiográficas del arte de escribir, que venían recomendados de un taller de escritura, no me han resultado de mayor utilidad,  ya que lo mío no es ficción y jamás será escribir en el sentido que lo es para King y para otros afortunados dotados. Pero su mención del miedo y la afectación, así como el juicio de lo "bueno" y lo "malo", han hecho vibrar una cuerda de empatía que sospecho compartida por todo aquel que intenta comunicarse a través del peso de la palabra escrita. Porque según lo entiende King y lo entiendo yo misma, las palabras tienen peso propio. El miedo es la raíz de la mala escritura, y escribir bien se logra si se deja ir al miedo. El tema es no quedar aplastada por el peso de las palabras.

Sin embargo, para este escritor parece simple: "Las palabras crean frases, las frases párrafos, y a veces los párrafos se aceleran y cobran respiración propia.". Lo importante parece ser seducir a través de la acertada elección de las palabras, de la magia que genera la ilación en el propio oído de quien escribe ante todo, la honestidad y la veracidad de lo que se cuenta ("nadie puede escribir sobre lo que desconoce"), y la capacidad de encontrarse con el germen de una historia  y narrarla transmitiendo sentido y ligando con quien lee.

Así pautado, parece tan sencillo como columpiarse, y sin embargo cuando brota el miedo, puede resultar un tanto más complicado. Conectarse con el disparador que genera el acto de escribir implica estar en sintonía y abierto, escoger las palabras sin afectación, construir las frases y los párrafos que liguen, libre del temor de no llegar a fluir en el juego, es todo un desafío. Quien intente escribir deberá haber leído y leer copiosamente, de acuerdo a los axiomas del autor de Carrie, El Resplandor y Misery, entre otras tantas historias populares y exitosas que han dejado huella en sus lectores, y deberá escribir mucho, aunque esto no asegura que algún día llegará a ser bueno en el arte. Tal vez el miedo a nunca llegar a ser bueno sea lo que hay que dejar ir para encontrarse con el placer de escribir más allá de todo juicio, inclusive y muy especialmente, el propio.

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