"Aunque estoy viejo de vagar
A través de tierras vacías y de tierras montañosas,
Descubriré a dónde ella ha ido
Y besaré sus labios y tomaré sus manos;
Y caminaré entre el cálido, largo y moteado pasto,
Y recogeré hasta que el tiempo y los tiempos se acaben
Las plateadas manzanas de la luna,
Las doradas manzanas del sol."
W. B. Yeats
Acabo de releer un
cuento corto cuyo título, "Las doradas manzanas del sol", da
nombre a una colección entera de Ray Bradbury en la cual figura último, y que a
su vez cita textualmente la última línea del poema del irlandés W.B.
Yeats "The Song of Wandering Aengus" ("La canción de
Aengus el errante"). Este fue el verano más atípico de mi vida. Un
verano en el que anduve errante, como Aengus, quien en ese breve poema busca a
su amada que se fue, como yo estuve y sigo buscando lo que amo y siento ido. Y
el título de este cuento en la edición que tiene mi esposo, ya algo amarillenta
y en español, fue una de las pocas cosas que me tentaron como lectura
últimamente. La clave, creo, está en el sol, ese sol cuya
energía los personajes del cuento buscan en su fantástico viaje al Sur, rumbo
al sol, aunque no hay direcciones en el espacio para estos hombres en
busca de la luz que el capitán de ojos de oro fundido encuentra de todas formas y
atrapa; y el sol que faltó en este verano mío que se me hace
interminable, y al que ayer, sacando cuentas, descubrí que aún le queda un poco
más de un mes de vida.
El relato narra la expedición de un grupo de humanos que tiene como objetivo arrancar un pequeño trozo de la superficie solar y traerlo a la Tierra. De igual manera que, según piensa el capitán, ya a punto de alcanzar su meta, un millón de años antes de ese sideral viaje un hombre desnudo en una solitaria senda norteña vio un rayo que hería un árbol y lo atrapó en sus manos desnudas para dárselo a su gente como el don del fuego, tal vez la esencia misma del verano, ahora el grupo de expedicionarios espaciales quería obtener aquel otro fuego que llevaba en su seno el secreto de su energía inacabable que guiaba y llevaba vida a los planetas, un trozo de la candente superficie que el capitán de la expedición captura en su Copa de Oro, "un poco de la carne de Dios", según Bradbury. Al final de la narración, la tripulación de la nave interplanetaria Copa de oro, llamada también Prometeo y el Ícaro, cuyo destino era el sol del mediodía, se precipita en la fría oscuridad alejándose de la luz y rumbeando al Norte con la sonrisa fresca de un trozo de crema helada en la boca, habiendo cumplido su misión.
Mucho se
habla del sol. Se dice que estamos entrando en una etapa
de tormentas solares que, como si de un cuento de Bradbury se tratara,
representan una amenaza para nuestro planeta procedente del espacio. Nos dicen que daña hasta al pelo en verano y nos compramos shampoo reparador para nuestro cabello reseco aunque luminoso. Las
mujeres de cutis más bello e inmaculado declaran que su secreto reside en
evitar la exposición solar y en la protección extrema y permanente de su piel
contra los rayos nocivos del sol, sobre los cuales no se cansan de alertarnos
los especialistas. Vemos cientos de publicidades de productos que funcionan
como protectores, bloqueadores o pantallas solares cada
verano. De hecho, en casa hay varios dando vueltas, con distintos grados de
factor de protección y distintas características: resistencia al agua,
humectación, propiedades autobronceantes y demás yerbas. Tantas cosas, que cada
vez se hace más complicado decidir cuál comprar. Pero lo peculiar de
este verano es que no me expuse al sol. Y eso que adoro hacerlo,
me hace bien, me llena de energía en su justa medida y a las horas en que no
lastima, como le sucede al capitán de la nave que viaja al sol en
el cuento, y sobre todo me hace bien verme al espejo con mi piel bronceada y mi
mejillas enrojecidas como manzanas, las doradas manzanas del sol.
Intenté
un par de veces sentarme al sol con mucho protector, anteojos y libro, pero mi
piel este maldito verano reaccionó mal al astro rey. Hubo sarpullidos, enrojecimiento y ardor inauditos, y me asustó ese sol
que amo, que me conecta con la vida y en buena medida con la salud,
ya que el sol es fuente de la indispensable vitamina D que después si falta nos dan tomar en cápsulas. Por fin me lo
confirmó la especialista que me trata cuando le comenté acerca de lo que me
andaba pasando con la piel: "Evite exponerse al sol como lo viene
haciendo" sentenció, desde su lánguida palidez. Y al aprobar la
conducta que adopté como preventiva por instinto, me entristeció, porque
también confirmó esa sensación de que me pierdo otra cosa más que amo, aunque yo sigo
buscando entre tierras vacías y montañas con esperanzas errantes, como Aengus.
Este
verano se me perdió el sol. Está ahí afuera, sus rayos le dan color a
la piel de mis hijos, cachorros llenos de energía y luz que juegan y nadan bajo el sol todas las
tardes sin que pueda acompañarlos, así como irrumpen y colman las habitaciones de mi casa y
levantan la temperatura que sólo aplaca el aire acondicionado, que también
daña: ojos y vías respiratorias se resecan con lo que hemos creado los
humanos para aliviarnos de un sol que se tornó implacable y que no
soportamos ya ni adentro de nuestras propias viviendas cuando el verano citadino
aprieta. Y ni hablar del consumo de energía y el daño que ésto causa al medio
ambiente.
Otro poeta, pero catalán él, también amado como el sol del
recuerdo de una juventud dorada con sus amores de verano, Joan Manuel Serrat, un romántico en el sentido moderno del romanticismo que celebrarán mañana
muchos alrededor de este mundo, que sigue girando alrededor del sol y
que se muere sin él o tal vez muera por él, como predicen algunos e incluso
como sucede con tantas cosas y seres amados, dice en una de sus canciones más
intensas, grabada a fuego en mi memoria:
"No hay nada más
bello que lo que nunca he tenido
Nada más amado que lo que perdí
Perdóname sí hoy busco en la arena
Esa luna llena que arañaba el mar...”
¡Queda
la luna! Esa luna que alumbra las horas oscuras y que llevo en todos mis
lunares como marcas del sol que me bendijo tantas veces con su luz. Buscaré
entonces las plateadas manzanas de la luna, no sin perder las esperanzas
de recobrar pronto, quizás cuando acabe el verano, las amadas y doradas manzanas del sol.
A boca de jarro