Los árboles y las plantas me han gustado desde chica. Mi casa paterna tenía en principio un jardín precioso, con algunos árboles frutales a los que adorábamos todos. Vinieron con la casa, una de esas casas chorizo, como las llamamos acá, que van desapareciendo porque ya no queda espacio en esta ciudad para viviendas tan largas y amplias: ahora nos hemos ido para arriba...
Creo que la decisión de comprar esa casa y refaccionarla en su integridad, retocando casi todo excepto el jardín del fondo, tuvo que ver precisamente con ese jardín, y sobre todo, con su manzano, su ciruelo, su níspero y su árbol de mandarinas. Fue aquello lo que nos deslumbró a los cuatro: a mis padres, a mi hermana menor y a mí. Mi padre siempre ha tenido una devoción especial por las plantas, y en la casa de mi abuela paterna había macetas colgando por todos lados. Tenía buena mano para las plantas mi abuela: las cuidaba, las quería y hasta creo que eran la compañía que la mantuvo viva cuando quedó sola al final. Mi padre heredó esos dedos verdes de su madre y al ver esa enorme casa con ese jardín, que desde sus ojos verdes lo proyectó como un bosque para sus dos retoños, no dudó en endeudarse para comprarla y reconstruirla, a pesar de que era añosa y le llevó muchos años y una ponchada de pesos y desvelos ponerla en condiciones habitables para nuestra familia.
Recuerdo bien que el primer escrito propio que se hizo público fue dedicado a un árbol. Hasta entonces, siempre había llevado diario personal, tenía cartitas escritas y regaladas a todos los míos, plagadas de errores de ortografía y dibujos muy rupestres, ya que lo mío jamás fue el dibujo; todo aquello plasmado en hojitas de los recetarios que mi padre traía del hospital a casa para tales efectos, y que mi madre aún conserva en el baúl de sus tesoros, como hago ahora yo con los escritos de mis hijos. Para todo padre y madre, no hay escrito más hermoso y más valioso que el que recibe de un hijo, es así: no hay vuelta que darle a esa hoja de la vida.
Aquel primer escrito público fue más allá del género epistolar y se transformó en un infantil y sentido intento de poesía. Fue inspirado por una bellísima araucaria que mi padre había plantado. Resultó que la araucaria creció demasiado, levantaba las baldosas circundantes a una piscina que nos habían regalado en una fiesta de Reyes para nuestra inmensa alegría y la de toda la barra de chicas del barrio y quebrantaba la pared medianera lindante con nuestra vecina, por lo cual hubo que tomar la decisión de hacharla.
Era una tarde soleada de otoño, recuerdo. Mi padre le daba a la araucaria no sin pena ni piedad, y yo, observando desde detrás del ventanal de la cocina el crimen que mi padre estaba cometiendo con un árbol que adoraba en particular, por haber sido mi compañero de aventuras y mi presa imaginaria para el lazo de la verdad cuando jugaba a encarnar a La Mujer Maravilla, sollozaba sin consuelo por más que intentaran explicarme la necesidad del hecho. Junto a la chocolatada de las cinco, tomé lápiz y papel y dejé fluir mi sentir en algo que abría así:
Están matando a mi árbol
Están haciendo un gran mal...
Concluido el breve texto, me levanté de la silla y me fui a llorar de pena a mi habitación. Ya no podía soportar ver esas preciadas ramas, espinosas pero amigas, cayendo en su azulado verdor sobre el suelo, ese tronco fuerte, noble y perfumado con los aromas de la Patagonia, a la que habíamos viajado, exudando savia sufriente, y a mi padre con sus dedos verdes enfundados en un doble par de guantes, con expresión adusta en el rostro, siempre firme, siempre padre, llevando a cabo el sacrificio que no terminé de entender. Aquel día lo odié.
Pasaron los años, se vendió aquella casa, que fue también espacio de juegos y fantasía para mis hijos y sobrinos pequeños, tuve la enorme fortuna, con la ayuda de mi padre, de tener la casa propia, y otra vez fue el jardín que espiamos desde el ventanal del frente de una casa en construcción lo que más nos atrajo de la casa que como familia habitamos hoy. Es mi jardín urbano, cubierto el suelo de piedras y sembrado de macetas donde, con dedos verdes, conecto con mis plantas de una manera especial. Cada planta en su maceta representa para mí a un miembro de la familia que conformamos, presente o ida. Y por supuesto hay un árbol en el corazón de mi jardín urbano. Es el árbol que por mandato moderno hay que plantar, además de tener un hijo, escribir un libro y donar un órgano, todos sueños ya cumplidos o a realizar: cuestión de tiempo nomás.
La cuestión es que las plantas, como los miembros de una familia, perciben, en mi entender, lo que nos sucede a quienes de ellas cuidamos. Absorben nuestra alegría y la devuelven en resplandor, hojas nuevas y flores de colores. Se enferman con nuestras penas y las manifiestan con plagas y pestes varias de las que hay que curarlas fumigándolas y podándolas para que recobren fuerzas y revivan con la primavera, como nos pasa a nosotros, aunque no siempre nos suceda exactamente de acuerdo con el calendario que marcan las estaciones.
El árbol que plantamos en casa es un ficus disciplinado. Fue cambiando de maceta, cada vez a una más grande, fue creciendo con nosotros, soportó una mudanza, un despido, la enfermedad de seres queridos y la propia y, así y todo, siempre se mantuvo en forma a pesar del implacable sol que le pega en el zenit del verano o de aquella nevada extraordinaria o del granizo espasmódico que sacude a Buenos Aires de tanto en tanto, tanto como a nosotros.
Este año, después de aquella terrible tormenta del 2 de abril en la que se inundó mi ciudad y mi living comedor, mi árbol enfermó. Desde entonces he ido más de tres veces al mejor vivero del barrio portando hojas abichadas y llenas de pulgones odiosos para que los médicos verdes me dieran la medicina precisa para resucitarlo pero nada parece funcionar. Tomé la determinación un día, ya entrado el invierno porteño, cuando sé que se debe hacerlo por el bien del propio árbol, de sacarlo de su maceta, renovar el sustrato, volver a plantarlo y podarlo, dejando algunas ramas con hojas para ver si revivía pero aún no ha dado señales de vida.
Mi padre ha venido a verlo y me ha dicho, como médico y anciano sabio, que la cosa es así: el árbol ha cumplido su ciclo y ahora tiene que morir. Entiendo que es el ciclo de la vida: la del árbol de mi casa y la del árbol de la vida de todos los miembros de la familia pero lo había asumido perenne y creía que me sobreviviría a mí. Por algún extraño motivo, este árbol tan cuidado se me ha enfermado este año. La tormenta del 2 de abril apestó al árbol aunque me curó a mí. El baño de agua que inundó a medio Buenos Aires y a mi propio living comedor me hizo sacar fuerzas de donde creí que no había para poner la casa mejor de lo que la tenía antes de la inundación. Fue como un bautismo, como renacer a una vida que creía perdida, la de los sueños y anhelos que me negaba a darme el permiso de encarar mayormente por temor a fracasar.
Es una sensación nada más, pero creo que este ficus ha sido tan disciplinado que murió porque la Fer que lo plantó se murió también como él para darle vida a una nueva Fer, que ahora tendría que hacer aquello que le vio hacer a su padre desde la ventana a través de la cual sin comprensión lo observaba. Tal vez sea necesario darle muerte al árbol y plantar otro nuevo en su lugar, para que el ciclo de la vida se renueve y nazca una nueva vida, que es la que no me animo del todo a plantar y a abonar. Sin embargo, en honor a esa niña que creyó un crimen hachar a aquella bella araucaria, le daré tiempo a mi árbol hasta la primavera. ¿Quién te dice? En una de esas, él también encuentre la manera de renacer a una vida nueva: donde está Fer hoy, hay Fe.
A boca de jarro