Fernando Botero, "Plenilunio" |
El día en el que Luisa puso un pie en la panadería de la otra cuadra fue su perdición. Hacía el turno de la mañana, entrando a las seis para levantar la persiana del negocio a las siete menos cuarto y sacar la primera horneada de pan y facturas. Ya a las siete, le entraba a las figacitas de manteca para empujar los primeros mates humeantes. A eso de las ocho y media cuadraban un par de medialunas de grasa de la segunda horneada y algún que otro sacramento calentito con un cortado. Y al mediodía, antes de ir a casa a preparar el almuerzo para Beto y Nahuel, a quien debía retirar del colegio a la una menos cuarto, no sentaban nada mal unos sándwiches de miga de jamón, queso, huevo, tomate y lechuga. Así fue como, en un abrir y cerrar de ojos, se puso veinte kilos encima, y sus piernas estallaban de dolor por las várices infladas de tanto estar parada con semejante sobrepeso. Beto le decía, "Gorda, la panadería te va a terminar matando." Pero ella seguía comiendo, no podía parar, era más fuerte que ella. Sabía que por la tarde iba a tener que cuidar a Nahuel y la idea no le terminaba de cerrar. No se podía negar al pedido de su hija menor de hacerle de madre al crío todas las tardes porque la pobre hija trabaja doce horas por día a la par de su marido para poder parar la olla, aunque le resultaba difícil lidiar con el chiquitín. Por las noches se tiraba en el sillón frente al televisor ya reventada y trataba de convencerse de que no había amor más grande que el que sentía por ese borrego, a pesar de que se quejaba sin parar del trabajo que le daba con sus caprichos y berrinches. "Es que las madres modernas no están presentes para ponerles límites a los chicos: para eso ahora estoy yo, la madre-abuela...", le decía con voz retumbante a Beto, que cambiaba los canales buscando fútbol donde hubiera para ni siquiera mirarla.
La otra tarde la escuché pasar con el chico a rastras protestando por la vereda de casa a eso de las cinco y media, a la hora en la que algunos valientes recién se animan a salir al horno de asfalto medio desierto de las calles de barrio porteñas en pleno enero. Luisa tiene una voz potente y dominante por la que se me hace inconfundible. En estas tardes de verano no sabe qué hacer con el nieto aburrido en casa. Le puso una pileta de plástico en el patio pero el pibe no se queda quieto ni un momento y ya se le lastimó dos veces en lo que va del mes. Después hay que estarle dando explicaciones a la madre, que frunce el ceño cuando lo ve machucado. Le iba diciendo al nene que tenía que ir primero hasta la verdulería y que después le compraría un helado de dulce de leche, como habían quedado. Se la notaba pesada y cansada y daba pena ver cómo resoplaba y se abanicaba con el monedero. Seguramente mientras tanto Beto todavía estaba panza arriba con el aire acondicionado a todo lo que da sobre la cama. Tiene la excusa de que se cansa en el taller mecánico toda la mañana y de que no queda otra más que seguir hasta entrada la nochecita ajustando tuercas y rulemanes para no darle más que un poco de charla al pibe en el almuerzo y sintonzarle algún canal infantil así no hace ruido a la sagrada hora de la siesta. Ella lidia con todo: el negocio, las compras, la comida, la casa y el nene. Comer rico es su único escape de esta realidad que no termina de cuajar.
Hoy a la mañana me la encontré de cajera en la carnicería de la avenida. Se peleó con el panadero, estaba harta de madrugar tanto. Acá por lo menos le ponen una silla y hay aire acondicionado. "¿Y Nahuel cómo anda, Luisa?", le pregunté, tirándole de la lengua. "Nahuelcito, bien. Lo anotamos en la colonia de verano municipal para la segunda quincena de enero y todo febrero. Lo va a llevar el abuelo al mediodía y lo voy a pasar a buscar yo cuando salgo de la carnicería a eso de las cinco. La verdad es que, ¿qué quiere que le diga, señora? ¡Me cambió la vida! Eso de hacer de madre-abuela es un yeite moderno que no me termina de cerrar. Veremos cómo nos arreglamos después en marzo cuando empiecen de nuevo las clases."
Veremos. No sé cómo habrá logrado que Beto se digne a llevar al pibe a la colonia en el auto con motor preparado que maneja haciéndolo rugir por todo el barrio en pleno mediodía de verano. Tal vez premiando al sacrificado abuelo con unos buenos chorizos y colita de cuadril para el asado del domingo en lugar de tanta figaza dura que sólo servía para budín de pan. Las mujeres siempre nos la rebuscamos para convencer a nuestros maridos de lo que necesitamos de alguna manera, y Luisa estará harta de hacer de madre-abuela, estará gorda, todo lo que quieran, pero no es la excepción a la regla, eso queda claro.
A boca de jarro