(Lucas 2, 14).
La paz en la tierra es el deseo primordial de la Navidad y el tema central de los sermones y la liturgia navideña. Va por extensión impresa en todas las tarjetas y mensajes saludatorios que recibimos y ofrendamos en estos días. Pasa con este texto bíblico, como con casi todos los grandes textos, que su traducción, luego de haber pasado por el griego y el latín, es muy
controvertida. Eso que la traducción oficial llama la buena voluntad, en
el texto original griego se denomina eudokía.
Luego de haber andado hurgando un poco en la etimología del vocablo, aparentemente el mensaje de "buena voluntad" que ha llegado a nosotros no se refiere a algo asequible para los seres humanos, no depende de nuestra buena voluntad alcanzar esta paz que nos deseamos unos a otros, sino que es la buena mirada, el buen parecer, entendimiento, opinión, en definitiva, la complacencia de la divinidad con nuestra imperfecta humanidad la que nos brinda paz. La cita quedaría traducida como "... paz... a los hombres en los que se complace el Señor ", que en verdad somos todos, independientemente de nuestra voluntad. Parece que la buena voluntad es cosa divina, es a Dios a quien le caemos bien a pesar de todo, y es ese el mensaje que se nos transmite y que, por ende, compartimos con alegría: el ser aceptados tal cual somos. En definitiva, es lo mismo que esperamos de pequeños de quienes nos rodean, sobre todo, de nuestros padres: amor incondicional.
La paz en la tierra entendida como ausencia de conflicto, de guerras, es seguramente una utopía, aunque todos los iluminados y los textos sagrados de todos los credos pregonan la paz. ¿Cuál es entonces la paz que se nos desea o se nos augura? Pues justamente, la que emana de la aceptación profunda de nuestro propio ser sin cuestionamientos de ninguna índole. Es la paz que proviene de ponerle fin a las batallas que se dirimen en nuestro interior: nada fácil, por cierto.
"Mira en tu interior y siéntete en paz;
libre de temores y ataduras
conoce el dulce gozo del camino..."
BUDA
Creo que la paz así entendida es difícil de conquistar, aunque primordial, y, de ser alcanzable, traería como consecuencia natural la paz del mundo como los idealistas la han envisionado. Por eso creo que es la más compleja de todos los tipos de paz, tan compleja como nosotros mismos, y depende de nuestra propia aceptación de quienes somos en esencia. Se trata de estar en paz con nosotros mismos, ni más ni menos.
Estamos lejos de eso en general. Andamos buscando recetas, fórmulas, técnicas, terapias, gurúes, filosofías e inclusive lugares que conduzcan al hallazgo de la paz interior, pero me temo que todo intento por conseguir lograr la paz interna desde afuera no nos dará ninguna paz. Al contrario, entraremos en una lucha fútil y desesperanzadora por alcanzar un estado que no proviene de quienes somos en espíritu y en verdad. Condicionamos una experiencia que debería emanar de las profundidades de nuestro ser en su eje a un número de rituales que nos imponemos. Inclusive, hay teorías genetistas tan radicales que sostienen que hasta lo que entendemos por espiritualidad, armonía vital y felicidad, lo que entendemos por "paz" estaría determinado por nuestros genes. De ser así, esta paz que nos deseamos sin pensar ni profundizar demasiado dependería de lo que nos ha sido dado o negado por la naturaleza, y no hay Dios que valga entonces.
Sin llegar a tal extremo determinista, la aceptación de nosotros mismos sería lo que generaría paz en nuestro interior y, por extensión, paz con los demás, con la vida y con el mundo. Aceptarse a uno mismo lo entiendo como una actitud frente a la vida que implica estar atentos a lo que sucede en nuestro fuero interno, hacernos cargo de nosotros mismos y de nuestra biografía intentando ser singulares y encontrando un propósito a nuestra vida cotidiana que no tiene por qué ser grandilocuente. Es una búsqueda constante de significado trascendente, una autoindagación permanente que da como resultado una transformación de nuestro ser en persona.
Siempre se nos insta a dominar la mente y a nuestra emocionalidad primaria para entrar en contacto con nuestro núcleo. Y en el esfuerzo por dominar, por reprimir lo más primitivo en nosotros, lo que es considerado culturalmente como tóxico o indeseable, o religiosamente como pecaminoso o vergonzante, entramos en guerra con nuestra naturaleza y no logramos aceptarnos.
La guerra, la discordia y la agitación en el exterior son productos de todos esos estados en nuestro interior. Lo destructivo del afuera es una ampliación de nuestra realidad individual. El primer paso hacia la aceptación que trae la paz es una mirada honesta sobre nuestras luces y sombras, una mirada integradora y amorosa, complaciente, como la que se nos anuncia desde el Evangelio en este tiempo de parte de un Dios que es pura misericordia. Una mirada que se amigue con esas zonas que nos resultan un tanto oscuras. La observación que proponen muchos maestros espirituales me parece un buen modo de empezar a andar un camino que llevará seguramente toda una vida, y que tendrá muchos altibajos.
Parafraseamos al aforismo "Conócete a ti mismo", inscripto en la puerta del Oráculo de Delfos, recinto sagrado dedicado principalmente a Apolo, dios de la luz y la profecía, y nos nutrimos de la sabiduría de los griegos que allí acudían a consultar a sus dioses sobre cuestiones inquietantes, a ser sanados o inspirados, y a donde los gobernantes se acercaban para conocer los planes que el futuro había tramado para la humanidad, si decimos, en palabras de Krishnamurti:
"Si no se conocen a ustedes mismos, no habrá paz."
"Para poner fin a la guerra externa, deben empezar por poner fin a la guerra con ustedes mismos."
A boca de jarro