jueves, 14 de abril de 2011

Una educación apropiada

                                                                                          
                                                           
Hoy tengo clase con un grupo muy avanzado de inglés, y vamos a discutir un texto escrito por Charles Handy sobre lo que en su opinión sería una “educación apropiada”. En este grupo, de un nivel espectacular, una muy buena alumna, ya universitaria, tuvo dificultades para hacer una breve y simple exposición oral clases pasadas por las emociones negativas que la embargan a la hora de hablar en inglés frente a un docente.

Justo hoy, mi hija menor se desveló por el stress que le genera el hecho de tener tres pruebas en una misma semana, más un trabajo práctico hecho en casa, por supuesto, ya que como dije varias veces, apenas está cursando tercer grado del primario…
Mi hija es una alumna capaz y responsable, temerosa del error e insegura. Esas son sus marcas personales, pero convengamos en que las escuelas a las que ha asistido no han hecho demasiado por hacerla sentirse segura de sí misma ni confiada del hecho de que del error se aprende y que es inevitable equivocarse.


Su maestra este año dice trabajar respetando enfoques pedagógicos que emplean al error como fuente de aprendizaje, y estima que mi niña va a superar su inseguridad; no obstante, se ve forzada por el sistema a tomar evaluaciones en lugar de hacer evaluación continua, por ejemplo, porque la nota de la prueba escrita es “para el boletín de calificaciones”. Todos los que enseñamos sabemos que generalmente el alumno no da lo mejor de sí en un examen, porque teme las consecuencias del error que ya conoce y así , atemorizado, es más propenso a cometerlo. Cuantos más errores, menor calificación. Aquí está la gran contradicción: ¿cómo podemos luego pregonar que del error se aprende, si el chico se ve “castigado” al cometerlo? ¿Cómo no temer al error? ¿Por qué la evaluación finalista pesa más a la hora de calificar que la evaluación continua, la del día a día? ¿Por qué no ponderar los aciertos?


Charles Handy, un respetado escritor, columnista y comentador inglés, autor de varios best sellers sobre el mundo de los negocios y el trabajo corporativo, además de haberse desempeñado como profesor en el London School of Business y ser miembro de la Royal Society of Arts, habla en el texto que analizaremos hoy con mis alumnos ya grandes sobre cómo la educación que recibió tanto en su paso por la escuela como por la universidad lo hizo un “discapacitado” para el mundo del trabajo con el que se encontró al graduarse. Dice haber terminado sus estudios con su cabeza llena de conocimientos que le permitieron aprobar todos los exámenes que le pusieron en el camino, y que a pesar de sentirse un hombre bien educado, se encontró mal equipado para responder a la necesidad de ganarse la vida y de tomar las decisiones correctas que le surgieron tanto en lo personal como en lo laboral. Descubrió que había sido instruido para resolver “problemas cerrados”, es decir, de una sola respuesta: la correcta o la errónea; mientras que en su empleo debió hacerle frente a “problemas abiertos” que requerían un número de posibles respuestas. Lo que Edward De Bono llamaría “pensamiento lateral”. Además, había sido educado en una cultura individualista: sus notas eran suyas, y sus compañeros de clase eran sus “competidores”; mientras que en su trabajo debía trabajar cooperativamente con sus colegas para obtener buenos resultados para todos, y si bien sabía de las bondades del trabajo en equipo, ese concepto estaba en el compartimento de “diversión” en su mente, ya que la idea de equipo tenía que ver con el deporte más que con sus estudios.


El texto es extenso y muy rico, y deja entrever una mente brillante, que logró aprender a pesar de su escolaridad. Concluye diciendo que su educación resultó “incapacitante” (“disabling”), ya que ,en rigor, le enseñaron actitudes y comportamientos que eran justamente lo opuesto a lo que se necesita en la vida real, en el mundo concreto del trabajo.


Él, como yo, desea ver un cambio de paradigma. Mientras tanto sigo tratando de ayudar a mis hijos y a mis alumnos a que sobrevivan en este sistema que tan poco tiene que ver con la forma en que deberíamos aprender, vivir y trabajar en un mundo mejor.


Y te lo digo así: a boca de jarro.                                       

*Nota 1 : El texto al que hago alusión es un fragmento de “A Quest For Purpose In The Modern World”, en el que Charles Handy cuestiona los valores modernos.
*Nota 2: Esta entrada está dedicada a mis alumnos de CPE1, que tal vez espíen mi blog… espero que le guste, y se enteren de que intentaré enseñarles sin generarles tensiones y estimulándolos a que desarrollen sus potencialidades y disfruten el hecho de aprender, a pesar de que les tengo que poner notas... 

martes, 12 de abril de 2011

La magia del mago

                                                    
                                                     
Finalmente logré ver la última película de Harry Potter junto a mi hijo adolescente. Realmente, el fenómeno Potter es notable entre los jóvenes y los no tanto. Y más allá de que la saga se ha hecho larga y se ha constituido en un fenómeno comercial sin precedentes en la producción cinematográfica  y literaria inglesa, cada libro deja un mensaje positivo para la vida, y vibra en creatividad tanto en el imaginario mundo de Hogwarts como en los vericuetos de su trama y la interacción entre sus memorables personajes, que han sido brillantemente encarnados por actores ingleses de raza teatral  y estirpe Shakesperiana que es un lujo tener juntos en la pantalla.

Desde ya, soy una enamorada del inglés, y la dicción de esta gente es música para mis oídos. Pero además, y como si todo esto fuera poco, J.K. Rowling, esta madre devenida en autora de best sellers de calidad que se inspiró inicialmente a partir de las historias que les contaba a sus propios hijos a la hora de dormir, maneja un estilo impecable que hace que brille y reverbere lo mejor de la tradición literaria inglesa en sus páginas. Al recrear esta escuela para magos, no solamente apela a elementos del imaginario colectivo inglés conectados con los duendes y la magia del druidismo y el legado celta, el mago Merlín y la leyenda del buen Rey Arturo y su espada, sino también a lo mejor de la herencia literaria sajona: los neologismos del genial George Orwell, la oscuridad tenebrosa de los edificios góticos de “Frankenstein” de Mary Shelley, los pasadizos y callejones neblinosos de la Londres de” El extraño caso del Dr. Jekyll y Mister Hyde” de Stevenson, y las intrigas y antagonismos con ribetes trágicos al mejor estilo de la tragedia Shakesperiana, como asi también los momentos y personajes desopilantes de las comedias del Bardo.

Especialmente en esta última vista, “Harry Potter y las reliquias de la muerte”, se detectan elementos presentes en “Mil nueve ochenta y cuatro”, donde Orwell magistralmente presenta los excesos de los regímenes autoritarios fascistas y nazis que detestaba, y alerta sobre sus nefastas consecuencias. Vemos aquí el tenebroso accionar del Ministerio de la Magia, con Voldemort a la cabeza, el señor de la muerte, el innombrable, el mal que acecha al bien encarnado por Harry Potter, a quien ya le ha arrebatado a  sus padres en la primera infancia, convirtiéndolo en un huérfano, al mejor estilo Dickens,  y dejándolo a la merced de una familia impiadosa y “muggle”, es decir, “no maga”. En este funesto edificio, los magos que practican la magia negra y trabajan para encontrar y aniquilar a Potter visten trajes de cuero negro con brazaletes rojos que los identifican fieles al estilo Hitleriano.
Más allá de toda esta riqueza y reafirmación de los tesoros literarios de la cultura británica que Rowling integra amena y sabiamente como tributo a sus antepasados y legado para las nuevas generaciones, siempre me moviliza algún pasaje de cada libro en el que un adulto sabio le transmite un simple pero valioso mensaje de vida a Potter y sus amigos, ya adultos jóvenes.

En la primera novela, por ejemplo, tengo subrayado un intercambio entre Dumbledore, el rector de Hogwarts y mago poderoso y sabio de la orden de Merlín, con Harry aún niño, en el cual lo incentiva a llamar al temido Voldemort por su nombre, ya que si llamamos a cada cosa por su nombre perdemos el miedo a la cosa. “El miedo a nombrar algo hace que el miedo que sentimos por ese algo aumente”, dice el viejo mago.

Cerca ya del final de “Harry Potter y la piedra filosofal”, Dumbledore reflexiona con el niño huérfano que lo admira y ama acerca de cómo su madre lo ha salvado al morir. Si hay algo que el mal no puede entender es el amor, le explica. Al matar a su madre, el mal encarnado por Voldemort hizo que un amor tan poderoso como el de la madre dejara una marca indeleble en su hijo. Y no se refiere a la cicatriz sobre su frente, sino a algo invisible: haber sido amado tan profundamente hace que, aunque aquellos que nos amaron ya no estén entre nosotros, quedemos protegidos por ellos para siempre, porque llevamos su amor en la piel, como una marca a la cual el mal no se atreve a  tocar.

Y en la última novela, el mensaje que más rescato está en el legado del viejo Dumbledore, ya muerto, a sus tres alumnos favoritos: a Harry Potter le obsequia la bola de su primer partido de Quidditch, para que recuerde el valor de la perseverancia y el talento; a Hermione, la bruja de las pociones y acertijos, un libro para niños que con su simple genialidad la llevará a desenmarañar importantes misterios, y al pelirrojo Ron le obsequia un “Deluminator”, una especie de lámpara que hace que se haga la luz en medio de las tinieblas en su lucha contra la adversidad y el mal. ¡Qué regalos!

Ojalá todos recibiéramos regalos así de nuestros sabios y viejos magos: la fuerza del Amor que nos hace capaces de valorar nuestros propios méritos y así creer y luchar por quienes somos en esencia, la sabiduría de nuestros ancestros para develar misterios que parecemos no comprender, y la luz del Bien para iluminar la oscuridad de los males de este mundo.


A boca de jarro



domingo, 10 de abril de 2011

Masacre en Río de Janeiro.



  En mi entrada anterior reflexioné sobre la metafórica muerte de la niñez ante el nacimiento de la adolescencia. Hoy quisiera pensar en voz alta sobre la muerte real de niños acaecida en Río de Janeiro días atrás que nos conmocionó a todos. Niñez y adolescencia confluyen en la escuela. Esta es otra masacre en una escuela, lo cual ya puede considerarse como un fenómeno global, debido al gran número de casos que se han suscitado en los últimos años. No vemos masacres en supermercados, centros comerciales, cines, teatros o restaurantes con la misma frecuencia, aunque criminales  enfermos hay por doquier.

  Esto me llama a reflexionar: ¿por qué la escuela, a la que generalmente el criminal que ataca está ligado de algún modo, se convierte en el blanco de toda la ferocidad de su patología mental?


   Los medios periodísticos se ocupan de analizar cuestiones tales como la prevención que se requiere para estos casos, o la  falta de velocidad del accionar de la policía, o la falta de seguridad en las escuelas. Y humildemente siento que estas tragedias deberían ofrecernos una oportunidad para  enfrentarnos con la imperiosa necesidad de repensar el rol de la escuela y las emociones que genera el sistema educativo como fenómeno global en el siglo XXI, que hacen que algunos de sus agentes, tanto sea alumnos como profesores, emerjan de él tan enfermos. Esta necesidad de cambio no forma parte de ningún plan de educación ni  se refleja en ninguna currícula escolar, que es lo que más preocupa a los gobernantes, quienes salen corriendo cuando algo así sucede, aunque ya sea demasiado tarde; entonces seguimos sin plantearnos la exigencia de re-crear la escuela saliendo del paradigma obsoleto que se limita a "aprobar y desaprobar", dañando y  generando traumas tanto a niños sanos como a niños enfermos. No es improbable que quien sea catalogado como “extraño” por sus conductas sociales dentro de la escuela, marginado, victimizado, hostigado y calificado de "fracaso escolar" por su desempeño en ella, sin recibir asistencia psicológica y contención afectiva desde la escuela misma, terminará enfermo de resentimiento y encono, y así pueda llegar a lastimar y lastimarse a sí mismo como aquí vemos. Desde ya, ese chico muy posiblemente venga enfermo desde su hogar. Probablemente todo su entorno familiar esté enfermo y sea enfermante. He escuchado a una psiquiatra decir que en este caso de Río se trataba de un homicida con "una sed de venganza  ligada a una patología cronificada", es decir, de larga data. Razón de más para que alguien desde la escuela tomara cartas en el asunto al detectarlo y le brindara asistencia psicológica en primera instancia. Eso sucedería en una sociedad sana con una escuela sana.

   El mal, la muerte y el dolor de tantos inocentes no tienen explicación, pero sí las causas de la enfermedad.

   Y no intento culpar a la escuela de ésta ni de otras tragedias similares: lejos de mí estaría semejante locura.
Lo que intento decir es que hay algo enfermo en el engranaje escolar también, como en el afuera, y que es imprescindible revisar para sanar.

   La escuela es también una víctima de la enfermedad social que la infecta, al igual que todos sus agentes.


   Y me viene  a la memoria una excelente película francesa que expone esta realidad impecablemente: “Entre los muros”, de Laurent Cantet.  
                                                                            
   Insisto en la urgencia de dar un primer paso hacia el cambio para  sanar a la escuela. El  criminal es un emergente de un sistema "infectado". La escuela, como institución, está enferma, y ya no es, como para generaciones pasadas, un segundo hogar, lamentablemente.
   En Estados Unidos, Inglaterra, Argentina y ahora en Brasil, se masacra a niños dentro de la escuela: tal vez se trate de una manera errónea y violenta de pedir un cambio desesperadamente. 

    Tampoco intento defender al asesino: él también es una víctima y que Dios y nosotros todos nos apiademos de él, y los afectados reciban la bendición de la capacidad de perdón y consuelo por las irreparables perdidas.


   También pienso en esa pobre escuela destruída moral y anímicamente, en esos maestros que intentaron defender a sus alumnos y defenderse a sí mismos, y en los niños que fueron testigos y víctimas: hay también mucho trabajo psicológico para hacer con ellos ahora. Y esto lo rescato porque no todo está perdido, al contrario, hay mucha gente valiosa en estos ámbitos que merece un cambio para mejor en muchos sentidos, y está deseosa de gestarlo.


   Las sociedades avanzadas deberían replantearse devolverle sentido de pertenencia, relevancia y cobijo a todos los agentes escolares. Y para quienes no "encajen" por problemas serios, debería brindase atención desde la escuela, o bien derivar a centros especializados provistos por el estado para intentar salvarlos y así salvarnos todos.

   Las escuelas, como la sociedad toda, necesitan un enorme baño en un "río" de amor empático e inteligente, y ya no más baños de dolor, rechazo y exclusión que terminan por convertirse en baños de sangre.

   Hay mucho por hacer. Me gustaría ver el cambio asomar en el curso de mi paso por esta vida. 
 



Y te lo digo así: a boca de jarro.              











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