miércoles, 21 de noviembre de 2012

Cartas Perdidas



"¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Conciban un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba-; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.
¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!"
                    Fragmento de Bartleby el escribiente, de Herman Melville
                                                          
 
Bartleby el escribiente (Bartleby the Scrivener: A Story of Wall Street, en el original en inglés), no podría haber sido lectura más oportuna. Podría entrar en un minucioso análisis literario del estilo algo rudimentario en el que está escrita por Herman Melville, autor de Moby Dick, pero preferiría no hacerlo. Podría hacerme eco de los críticos literarios que aseguran que el autor se inspiró en su lectura de Emerson pero preferiría no hacerlo. Podría afirmar que es una de las narraciones más originales y conmovedoras que he leído, y que aunque fue escrito a mediados del siglo XIX, no parece haber perdido un ápice de vigencia, pero preferiría no jugarme por semejante afirmación. Podría incluso darme corte de intelectual, como hice otras veces sin demasiado éxito, y considerarlo un relato que sienta las bases para el existencialismo y la literatura del absurdo marcando la senda para grandes como Kafka y Camus, e inclusive decir que Borges realizó una traducción canónica del libro en 1944 ya que lo fascinó, como tanto de lo bueno de la literatura anglosajona de la que fue un magistral experto, y que alguna vez sentenció sobre el riquísimo texto: “Su desconcertante protagonista es un hombre oscuro que se niega tenazmente a la acción. El autor no lo explica, pero nuestra imaginación lo acepta inmediatamente y no sin mucha lástima. En realidad son dos los protagonistas: el obstinado Bartleby y el narrador que se resigna a su obstinación y acaba por encariñarse con él”; pero preferiría no ahondar tanto para focalizar en el efecto de su lectura en mí en este momento particular en el que llegó a mi vida.
                                                                                                          
Este peculiar y pálido copista de documentos legales, que trabaja en una oficina del centro de Nueva York, decide un buen día dejar de escribir, amparándose en su famosa fórmula: "Preferiría no hacerlo". Nadie sabe de dónde viene este escribiente, prefiere no decirlo y no decir mayormente nada, más que lo que prefiere no hacer, y su futuro es incierto, pues prefiere no hacer nada que altere su situación. El abogado que lo ha contratado en su estudio, el narrador de la historia, no sabe cómo actuar ante esta rebeldía, pero al mismo tiempo se siente atraído por tan intrigante actitud. Entre compasión, ofuscamiento y extrañamiento, y hasta incluso cierta empatía con la desidia del pobre Bartleby, que hace que su patrón postergue el momento de actuar contundentemente y en eso nos regale la historia, prefiero posicionarme como lectora receptiva a esta altura del año.

Llega de tanto en tanto un punto en la imprecisa y finita línea de tiempo que marca el calendario de los días, las semanas, los meses, las estaciones y los años, en el que me siento abatida y vencida por un cansancio y un sinsentido ante la frenética carrera cotidiana en el que puedo identificarme plenamente con la actitud de cruzarse de brazos ante la humanidad, el porvenir y el deber del escribiente de Melville, que no rehúsa pero tampoco acepta, simplemente expresa su preferencia y se atiene a ella como una forma de resistencia pasiva ante la monotonía. Soy una trabajadora, una más de millones, y muchas veces me invade la fuerte preferencia de no seguir las órdenes que mis superiores imparten, no obedecer la esclavitud del reloj, no hacer lo que las maestras de mi hija consideran que debe ser hecho en casa cada tarde como tarea para el hogar, no discutir más con mi hijo adolescente acerca del mal hábito de la nocturnidad y la adictividad a los aparatos electrónicos, las redes sociales y los juegos online, no ir al centro a terminar con ese trámite que quedó inconcluso por la burocracia que exaspera, no juntarme con todos los que hace meses no veo para brindar antes de cambiar el calendario, porque nos podemos reunir después, tranquilamente, en el mes de enero o febrero, y da lo mismo, no esforzarme por acatar los plazos que tienen como fecha límite el 31 de diciembre, no tomar decisiones de último momento y sentenciar a mis alumnos cuando la cosa viene decantando desde principio de año, no jugar este juego de que se viene el fin del mundo cada fin de año con todo el estrés que genera, ya que sé que el mundo seguirá andando más o menos igual el 1 de enero del año entrante, y podría seguir con la lista, pero preferiría no extenderme más. Me gustaría simplemente bajar los brazos sin hacer demasiada alharaca ni dar mayores explicaciones que las que da Bartleby, de esa manera tan ambigua y enigmática pero a la vez tan rebosante de sentido en el microcosmos de la oficina que reverbera a todos los ámbitos hasta donde llega el avasallamiento de nuestros deseos por nuestros grises y aplastantes deberes.

Como en la oficina de la vida, en este universo que Melville dibuja, con trazos gruesos y hondas implicancias, no hay personajes carismáticos y casi nadie tiene nombre propio: simplemente apodos que describen sus actitudes frente al trabajo. El único que sí tiene nombre es el escribiente: Bartleby. Su resistencia lo hace diferente, hasta más digno, aunque también merecedor de nuestra lástima, dado que se deja arrastrar por ella hasta caer en el abismo de la no existencia, como un héroe trágico. En su debilidad reside también su grandeza, esa que anhela el habitante de la urbe del siglo XXI tantas veces: oponerse sin agresiones ni violencia pero con firmeza a aquello que nos hace menos libres y nos aleja de la naturaleza y del lado luminoso de nuestra errática humanidad, aquello que nos aliena y nos mecaniza, aún a costas de perder contacto con otros seres humanos, deshumanizados ya por las mismas exigencias que jamás se detienen a cuestionar.


La imagen de Bartleby de pie frente a una ventana con vista a un muro me trajo a la memoria la locura en "Hombre mirando al sudeste", excelente película argentina escrita y dirigida por Eliseo Subiela (1986), en la cual un enfermo mental, Rantés, que se presenta en un neuropsiquiátrico como mensajero de otro planeta que vino a investigar la estupidez humana, casi logra convencer de su cordura al médico que lo trata, el Dr. Julio Denis. De la misma manera, Bartleby, el escribiente, casi me parece cuerdo en su negativa a la acción a la que se lo convoca una y otra vez: llega un punto en esa línea temporal en el que tal vez deberíamos parar y mirarnos cara a cara con nuestras preferencias, esas que encajonamos como viejos expedientes o que quedaron en la Oficina de Cartas Perdidas de Washington donde antes trabajaba este hombre y jamás volvimos a reclamar, porque allí quedaron escritos sueños que no tuvimos el coraje de concretar. Lo pienso todos los años a esta altura del mes de noviembre, y cada vez estoy más convencida de que no es insanía lo que me lleva a planteármelo tan seriamente y de que es pura cobardía lo que me impide accionar para concretarlos.

Por ahí leí que en el año 2000, el escritor español Enrique Vila-Matas publicó su libro Bartleby y compañía, en el cual, inspirándose en el relato de Melville, designa como "Bartlebys" a aquellos escritores que renunciaron, por variadas razones, a seguir escribiendo. En nombre de todos los "Bartlebys" ignotos que deambulamos por este siglo cumpliendo nuestro cometido día a día aunque prefiriendo otra cosa, a veces indecible hasta para nosotros mismos, deseo que los escritores de ayer y de hoy jamás depongan las plumas que le dan vuelo a nuestras pedestres y rutinarias existencias.

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