jueves, 20 de diciembre de 2012

El fin de los tiempos...



  
  No entiendo bien por qué razón en nuestro mundo occidental judeo-cristiano está mal visto hablar del Libro del Apocalipsis, el último de La Biblia, el best seller más rotundo de todos los tiempos por alguna razón, a pesar de la mala prensa que ha tenido por siglos, mientras todo el mundo se tragó el sapo de las predicciones Mayas, con todo el respeto que este pueblo aborigen mesoamericano me merece. Mis hijos este año han aprendido más acerca de los Mayas y han visto más videos aparentemente serios y cientificistas que dan prueba del fin del mundo según lo vaticinaron ellos de lo que han leído La Biblia, siendo que ambos asisten a un colegio parroquial. Paradojas del posmodernismo que me superan.



   21 del 12 del 2012. Las profecías Mayas son 7, la Bestia es el 66, los jinetes del Apocalipsis son 4. Digo, para los que quieran jugarle a algunos numeritos, tienen para entretenerse. ¿Quiénes, cuántos y por cuánto son los que estudiaron las profecías Mayas, a qué credo, dogma o secta responden, y cómo llegan a la conclusión de que aquella alta cultura americana se vio venir el fin de mundo justo ahora? Hablan de tormentas solares cataclísmicas, debido a que el sol está que arde en este ciclo, que nos dejarán sin electricidad y por ende sin agua y sin combustible en poco tiempo a los malos que vivimos en la civilización y le dimos la espalda a la naturaleza, como si se tratara de una decisión personal. Por lo tanto, los únicos capaces de sobrevivir a este fin mentiroso, ya que daría paso a un nuevo comienzo, serían aquellos que viven en aldeas o comunidades alejadas de la perversas urbes, prescindiendo de la electricidad y en armonía con la naturaleza que, según esta gente, los citadinos irresponsables y ávidos de poder y dinero hemos desbaratado, metiéndonos a todos en la misma bolsa de gatos para  que nos quememos en el infierno a partir de mañana. Somos los responsables de los desastres que tenemos, los cambios climáticos, los altos niveles de basura y polución, la violencia y la maldad descarnada en la que subsistimos, etc. En fin, somos los malos de Sodoma y Gomorra remixados versión siglo XXI.



   Según ellos, con esa casta impoluta que vive alejada de la urbe se producirá un nuevo amanecer que sincronizará a todos los seres vivos y les permitirá acceder voluntariamente a una transformación interna que produce nuevas realidades, en las cuales el cambio será la clave. En lugar de internet nos comunicaremos a través del pensamiento, encontraremos paz interior sin necesidad de ansiolíticos ni psicólogos, elevaremos nuestra energía vital prescindiendo del Viagra y de los antidepresivos, llevaremos nuestra frecuencia de vibración interior del miedo hacia el amor sin usar ningún botón ni tecla, ni iPad, ni iPod, ni iPhone, ni Smart o Touch screen, ni mp3, 4 y 5 y lo mejor de todo será que podremos captar y expresar mensajes a través del pensamiento en vez de usar el mail, Messenger, Facebook, SMS, WhatsApp y What the Fuck... Lástima que parece que toda la gilada que está leyendo esto y quien suscribe no entremos en el número selecto de seres responsables que han vivido en el lugar correcto para salvarse de la catástrofe de la que ya sabían los Mayas unos siete siglos atrás. Nótese la importancia del siete en todo esto: hay que jugarle al siete...
 

  La energía de "un fogonazo desde el centro de nuestra galaxia, la vía láctea, activará el código genético de origen divino en los hombres que estén en una frecuencia de vibración alta" (¿?), y esto traerá la paz a los hombres y ampliará la conciencia de todos acerca de lo que La Biblia viene diciendo hace más de dos milenios: que hemos sido hechos a imagen y semejanza de un ser supremo que nos ama y que espera que amemos a nuestro mundo y a nuestro prójimo tanto como a nosotros mismos. ¡Chocolate por la noticia Maya, entonces!

   La verdad es que todo esto me resulta una receta New Age bastante indigesta con una pizca de la Era de Acuario, unas cucharadas de índigos y cristales y el golpe de horno de los oportunistas de siempre, que necesitan de estas creencias para depositar su fe en algo o para lucrar con la incredulidad de muchos de diversas maneras: desde libros hasta remeras y fiestas temáticas. El cuento del nuevo amanecer con una humanidad unida telepáticamente y capaz de prodigar amor y volver a un estado de equilibrio paradisíaco perdido por nuestra culpa, esa culpa que resulta tan odiosa cuando se machaca sobre ella desde lo que muchos llaman "el dogma", suena muy lindo, muy onda Edén, ya lo leí en varios cuentos y lo vi en unas cuantas pelis, pero no creo que pase. 
    
  Por si acaso, volví al Libro del Apocalipsis, el más rico en símbolos y profecías del Nuevo Testamento, y tal vez el más difícil de interpretar para legos y expertos. Llamativamente, el Apocalipsis está basado en una estructura septenaria (las cartas a las siete iglesias, los siete candelabros, las siete estrellas, los siete sellos, las siete trompetas, las siete copas, las siete visiones del fin, etc.), y las profecías Mayas son, casualmente, siete. En el Apocalipsis se habla de la destrucción de Babilonia y de una Nueva Jerusalén, y según esta gente, cuya procedencia desconocemos pero que hasta en Obama se amparan para validar sus presagios, después del desastre habrá un nuevo amanecer. Si hay algo que quienes me enseñaron a acercarme a La Biblia sin temor ni prejuicios me transmitieron acerca de este último libro es que su estilo críptico es todo un género literario, comparable a lo que vemos hoy en películas como justamente "El día de mañana", "Independence Day" o "Soy leyenda", y que nadie conoce ni el día ni la hora de lo que se interpreta como el fin de los tiempos. 
  
  Así que yo propongo dormir tranquilos como angelitos, levantarnos a ver el sol, tomarnos unos mates o una rica taza de café, hacer una caminata, y definitivamente pasar por el puesto de lotería más cercano a ver si nos ganamos el Gordo de Fin de Año con tanto número que especula sobre el fin de los tiempos y nos distrae de los otros números, los que no cierran.


A boca de jarro

domingo, 16 de diciembre de 2012

Querer la cosa y no ser la cosa




"Quiero la cosa, pero no ser la cosa."  Fernando Savater



  "Lista de motivos para festejar", "Un regalo para cada uno",  "Tiempo de compras", "El arbolito espera llenarse de regalos", "... un sinfín de opciones para agasajar a chicos y grandes", "... recetas y otras claves para una gran Nochebuena"...  Así nos venden la Navidad por estos días en esta tierra. 



  Más allá de la situación económica en la que cada uno se encuentre y lo agradable que puede llegar a resultar agasajar y hacer regalos a quienes amamos, este tiempo de Navidad nada tiene que ver con todo eso. Los motivos para festejar, o no, tendrá que encontrarlos cada uno. Elegir qué hacer y cómo pasar este tiempo debería ser una decisión personal, aunque, como Fernando Savater explica en su ensayo Ética para Amador, son las circunstancias las que nos fuerzan a elegir y la decisión que tomamos puede deberse a diversos criterios, generalmente vinculados con nuestros principios y nuestra cultura. Es necesario ante todo estar bien con uno mismo para estar bien con los demás y para los demás, y esto no sucede de acuerdo al calendario.



  Me parece sumamente interesante en este tiempo examinar cuidadosamente qué relación existe entre nosotros mismos y las cosas, cuando todo lo que se nos ofrece como opción de festejo son justamente bienes materiales. Al tener cosas, las cosas nos tienen a nosotros, se adueñan de nuestro ser, nos poseen. Lo acabo de observar en un supermercado abarrotado al que fui incidentalmente a buscar una cosa que nada tiene que ver con las compras navideñas, que me resultan una carga. Salta a la vista que somos poseídos por los objetos que adquirimos o deseamos tener y sin embargo parece que ni siquiera lo notamos. De lo material sólo puede obtenerse lo material, y nada está más alejado del verdadero espíritu navideño, absolutamente despojado, sencillo y pobre materialmente, aunque riquísimo en compromiso con los demás, presencia y templanza ante las pruebas de nuestra humanidad. Éste es el tiempo en el que más que nunca en el año se me hace claro y tal vez este año mucho más que otros. Lo material puede darnos la impresión de tener una buena vida, como solemos decir, "un buen pasar", pero sin vínculos profundos, sin interactuar con los demás más allá de la materialidad que también somos, no encontraremos más que vacío y sinsentido en estas fechas.


  Intento transmitirles ésto a mis hijos aunque aún sean muy inmaduros y por lo tanto vulnerables a las órdenes de los medios masivos y el enorme poder que ejercen sus mensajes y órdenes sobre ellos. Además, como explica Savater en su prólogo, no es mi intención proporcionarles aún "más motivos para el parricidio de los ya usuales en familias bien avenidas". Quiero darles ese regalo que desean, pero no ser simplemente la mano que les dio lo que esperaban recibir materialmente en la vida. Quiero ante todo ser todo ojos para ellos, para que nada de lo que les suceda me pase inadvertido, una enorme oreja para cuando necesiten escucha, un buen abrazo que los cobije y los conforte cuando así lo sientan, un corazón que se alegre y sufra al compás de sus experiencias, una voz que les de ánimos y confianza cuando deban enfrentarse a sus más horrendas pesadillas, tal como ilustra Savater. Y lo mismo espero de ellos y de todos mis seres queridos para conmigo. Tal vez sea demasiado esperar, lo sé. Estamos demasiado "cosificados" como para ser capaces de dar y recibir tan inmaterialmente a estas alturas, para sostener este tipo de ética. Pero éste es mi más profundo deseo cada Navidad, que no es más que un día que se pierde en el correr de los días que le siguen y la preceden cada año en nuestras breves y cambiantes vidas si no lo aprovechamos para nacer a una vida donde aprendamos a discernir entre querer la cosa y ser la cosa.



A boca de jarro

domingo, 9 de diciembre de 2012

La lentitud en la escuela


 
Leonardo Da Vinci, "La Virgen de las rocas", (Detalle)

  Pocos hacen un elogio de la lentitud en el ámbito escolar. Muy por el contrario. Desde que tengo memoria, y sobre todo en las huellas de mi memoria afectiva, que quedó marcada por mi paso por allí, en la escuela siempre se premió la velocidad de pensamiento, de respuesta, de concreción, de resolución y hasta de movimiento, y se la privilegió como una aptitud que se propone para la competencia entre alumnos, galardonando al más rápido y estigmatizando al más lento como inepto, inseguro, torpe, disperso y toda una serie de etiquetas indeseables y corrosivas, siempre fieles a los principios que introdujera la Revolución Industrial hace ya más de dos siglos y a la idea de la eficiencia como sinónimo de rapidez que llegó de la mano con la deshumanizante producción en serie.

  En ocasiones, los docentes parecen no haber aprendido siquiera las nociones básicas de psicopedagogía y sus conocimientos académicos parecen no ir de la mano del sentido común, y victimizan de manera explícita y hasta cruel al que no funciona a ese ritmo y a quien resulta lento en relación a una media caprichosamente arbitraria, sin pensar en las consecuencias psicoafectivas que acarrea para el alumno el cargar con ese prejuicio que se esparce como reguero de pólvora en sala de maestros y que luego resulta casi imposible de desterrar, a tal punto que es su portador quien termina creyéndolo más que ninguna otra persona en el mundo.

  Lo que me impulsó a escribir sucedió recientemente con mi hija, de naturaleza analítica, quien se muestra insegura al ser confrontada con el desafío de lograr calidad de resultados en cierta cantidad mezquina de tiempo, especialmente en matemáticas. Se la somete a evaluaciones extensas con cantidad de contenidos para los que no se le muestra una aplicación concreta, que van más allá del tiempo de atención que un niño de su edad puede sostener y que parecen propiciar el error contra reloj más que permitir la medición fidedigna de lo aprendido. En los escasos 40 minutos de una hora de clase, se le asignan entre ocho a diez ítems para resolver sin ayuda, ya que si la solicita, la docente a cargo deja constancia escrita de que la asistió y baja su calificación por eso.


  Y suele pasar que su maestra de matemáticas elige días en los que sólo dispone de una hora de clase frente al curso, por lo que pide prestados unos minutos de otras materias a sus colegas para que los rezagados puedan terminar su prueba escrita, como si los números fuesen más importantes que la lengua o la educación artística. Pasó entonces que mi hija estaba luchando por concluir con su prueba mientras su maestra de matemáticas comentó al alcance de su oído con su par de Lengua, quien le cedió amablemente algunos minutos de su clase, que se trataba de una alumna "muy lenta e insegura a pesar de ser capaz". Afortunadamente, su colega no contestó y había compartido conmigo un concepto diferente sobre el rendimiento y la persona de mi hija de nueve años que pude emplear para darle ánimos al relatarme entre lágrimas el episodio de vuelta en casa.


 Además de llanto, hubo malhumor y desconsuelo ante lo que asumió como desconfianza de parte de su maestra en sus capacidades, ya que también la interrogó repetidamente para constatar si había estado estudiando para la evaluación durante el fin de semana anterior. Papá y mamá nos habíamos pasado el fin de semana largo haciéndola practicar fracciones propias, aparentes, impropias, números mixtos y demás yerbas, por lo que decidimos que el comentario merecía una observación, ya que después de un fin de semana y un día de perros padecimos una noche de terror: cuando su ansiedad escolar se eleva, suele pasar mal la noche y termina durmiendo mal y poco en nuestra cama.


  Al hablar en buenos términos con la maestra, simplemente para evitar que situaciones similares se repitan y para que se entere del efecto nefasto que un desliz así tiene sobre nuestra hija, la señora aseguró que su comentario no se había referido a ella, sino a otra alumna de otra división,  excusa que, de ser cierta, no la exime de su mal proceder, y aseguró que hablaría con mi hija para aclararlo. Así lo hizo. La llamó fuera del aula y la reprendió por dedicarse a escuchar conversaciones adultas en lugar de concentrarse en terminar sus cosas a tiempo.


  No me quiero extender más porque sé que nuestro mundo es así, intrépidamente veloz, y pocos tienen paciencia para con quienes solemos extendernos. Si fuese por lo que se propicia en la escuela, más de las diez piezas inconclusas de Leonardo da Vinci no serían consideradas obras maestras por no estar terminadas debido a su dispersión, y ningún amante de la música disfrutaría de las delicias sonoras de un Stradivarius, que depende de la lentitud que se toma la naturaleza misma y el artesano que se deleita en ella para secar las maderas de arce y abeto con las que está construido. Estos son sólo dos ejemplos que se me vienen rápidamente a la cabeza, no para insinuar una genialidad de mi hija como alumna que no existe ni deseo, sino para cuestionar una vez más desde este espacio los falsos y dañinos valores que se ponderan en la escuela aún en pleno siglo XXI, avasallando la singularidad de cada persona y destruyendo el castillo de naipes que muchos padres apuntalamos día a día en la noble y vital tarea que cada ser debe afrontar al intentar construir lo más sagrado y valioso que necesita aprender en este tiempo lento de su vida: el amor y el respeto por su singularidad.



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