domingo, 5 de mayo de 2013

El libro más leído y vendido de todos los tiempos (Retocada)

    


"El descendimiento", Roger Van Der Weyden


  Me comentaba Julia en la entrada anterior, que abre con una soberbia cita Bíblica, como tantas que hasta usamos como expresiones idiomáticas en nuestra cotidianeidad ignorando su fuente, que ella no cree en el Dios que le hicieron conocer las monjas con quienes convivió en su infancia, que en el tema de Dios, no está de acuerdo conmigo porque le falta esa fe que yo tengo, ya que la suya quedó entre los muros de ese colegio de monjas y no la ha recuperado. Antes de eso, Temujin decía en una de sus entradas cargadas de humanidad y humor, que el Apocalipsis es un dislate escrito en estado de embriaguez por Juan. 

  Yo no soy una chupa cirios, que se entienda bien, ni siquiera soy de las que van a Misa todos los domingos y mucho menos de quienes andan con La Biblia bajo el brazo como tantos Protestantes que vienen a tocar el timbre cada dos por tres a las casas de mi barrio intentando evangelizar, y no los juzgo. Se nos suele juzgar mal a los Católicos por no hacer lo mismo. Los Evangelistas y Testigos de Jehová que me tocan el timbre son gente respetuosa y respetable, que hace los sábados lo que cree debe hacer con su fe. En cuestión de creencias, soy muy tolerante, abierta y curiosa. Es más, diría que las mayores religiones del mundo tienen más puntos en común que divergencias que nos nutren, por eso me resultan incomprensibles las guerras de religión, así como todas las guerras.

  El viernes por la noche escuchaba en televisión argentina a Rosa Montero, a punto de lanzar un ciclo acá. Y entre tanto de lo muy interesante y sensato que dijo, le escupió al chato panel de periodistas locales, ante la pregunta típicamente psicologista que solemos hacer los argentinos, para quienes la psicología es religión, que ella era perfeccionista y obsesiva en su trabajo no por una crisis de angustia y ansiedad que confiesa haber padecido y que la llevó a superar su miedo al miedo, con lo cual me sentí ampliamente identificada, sino porque cree que carga, como tantos de nosotros, con esa pesada mochila de la culpa judeo-cristiana que es parte de la idiosincrasia hispana. 

  Siempre digo que mi fe es una fe miedosa, y no me siento orgullosa de eso: me da culpa. Me aferro a Dios en los momentos oscuros y les prendo velas a todos los Santos cuando siento que los necesito para que me resuelvan asuntos que debo resolver yo, pero también siento a Dios cerca en los momentos de plenitud y felicidad, porque concibo a Dios como amor, desde el sentido más carnal y mundano hasta el más sublime y místico.

  Le decía a Julia, a quien le encanta leer, que La Biblia es el libro más leído y vendido de todos los tiempos, el best seller más relevante de la historia, no por su contenido religioso, creo, sino porque se trata de una completísima galería de modelos de conducta humana que nos sirven como espejos. La Biblia me parece un libro fenomenal, más allá de sus implicancias religiosas, debido a que está cargada de relatos simples, alegóricos, riquísimos y aleccionadores. En ella hay profetas, locos, cobardes, puros de corazón, corderos, chivos expiatorios, sordos, ciegos, leprosos, pescadores, prostitutas, adúlteros, ricos y pobres, pobres de espíritu, poderosos de turno, traidores, madres y padres, hijas, hijos e hijos de puta: tal como en el mundo real. Y de eso se puede aprender mucho. Es un libro que, como cualquier otro libro considerado sagrado, vale la pena ser leído aunque no creamos en ninguna divinidad. De ahí proviene su popularidad en ventas y su vigencia y convocatoria a través de los siglos.

  Yo nunca llegué a leerla entera y lo que realmente me movilizó lo leí de grande. Por ejemplo, siempre recuerdo el pasaje del Nuevo Testamento en el que Isabel, prima ya entrada en años de María, madre de Jesús de Nazaret, y su esposo, Zacarías, deseaban tener un hijo aunque ya habían perdido las esperanzas por su avanzada edad,  y lo que sucede cuando se entera el hombre de que sería padre del que fue llamado Juan el Bautista. No debe ser fácil luego de haber esperado toda una vida tener un hijo como el Bautista,  para la historia, un predicador judío, considerado como profeta por tres religiones, el Cristianismo, el Islam y la Fe Bahá'í, además de mesías por el Mandeísmo. Como hijo, un loco lindo que abandonó a sus padres mayores para vivir en cuevas en medio del desierto anunciando a gritos pelados la llegada de quien él creía era verdaderamente el Mesías y al que decía no ser digno de atarle las cuerdas de sus sandalias. Un segundón, diríamos hoy, ¿no? No tomaba alcohol, vestía pieles de animales salvajes, se alimentaba a miel y leche y bautizaba a multitudes que lo iban a conocer por su carisma y su pasión o por su reviro místico, no medicable entonces, al Río Jordán, donde les rogaba que rectificaran sus caminos, aunque simplemente era una voz en el desierto, según Juan, el evangelista de mayor vuelo poético de todos. Fue arrestado por el libidinoso, desconfiado, ambicioso y envidioso Herodes Antipas y por pedido de la desgraciada de Salomé, su mujerzuela, que pidió su cabeza entregada en una bandeja de plata y se salió con la suya, dando comienzo con este bestial decapitamiento a la vida pública de Jesús y dándonos a nosotros un motivo de festejo, pobre tipo, ya que la noche del 23 de junio, víspera de su fiesta, se realizan las famosas hogueras de San Juan, sobre todo en Alicante y en  La Coruña, declaradas de interés turístico nacional y donde me encantaría ir por unos ricos vinos, unas cuantas cañas y unas buenas tapas. El tema es conseguir los euros para hacerlo con la devaluación del peso que nos corta la cabeza y los pies a los argentinos, como diría Maradona, en una de sus tantas argentinadas, pero cuando se quiere, se puede...






"Salomé con la cabeza de San Juan Bautista", Caravaggio


  Retomemos lo espiritual. Yo apuntaba a Zacarías. La historia de este hombre me estremece. Se cuenta que era todo un señor grande e importante, un sacerdote judío, un ejemplo y modelo para su pueblo. Pero parece que cuando se le apareció el arcángel Gabriel, que era nada más que una luz resplandeciente proyectada desde una nube sonora, un efecto 3D al mejor estilo Pixar si se quiere, para darle las buenas nuevas de ese hijo que tanto deseaba darle su mujer y no podía, a un sacerdote judío cuyo mayor sueño en la vida debía ser un hijo varón, el hombre se quedó duro. Dudó de la palabra celestial, él, que era sacerdote, y por eso enmudeció  hasta  después del nacimiento del crío. Recuperó el habla el día de la circuncisión, ocho días después del nacimiento, como mandaba la ley, mientras se debatía su nombre. En medio del debate, él atinó a escribir en una pizarra «Su nombre es Juan». Y recién entonces recuperó el habla.


  Yo no leo en este relato un castigo divino, como me enseñaron las monjitas de mi colegio. Yo creo que a Zacarías le pasó algo mucho más pedestre: se quedó mudo de un susto. ¿A quién  no le pasó igual alguna vez? Yo quedé muda el día que me hicieron la ecografía que confirmó que mi primogénito era varón. Me mostraron su miembro, bueno, su pirulín, en la pantalla del ecógrafo y me quedé helada, vaya a saber por qué. Me asusté como Zacarías. Me parecía que una nena sería más entendible para mí, más fácil de criar: todos buscamos lo que creemos más fácil, pero viene lo que toca, la suerte es loca. Además, todos me decían que tenía la panza redonda de llevar una nena adentro, que mi cara delataba su sexo y de golpe: ¡zas! Varón, dijo el poco angelical ecografista, bastante antes que la partera. Y se me pasó el susto recién cuando el obstetra lo sacó de mi vientre y me lo acercó cubierto de mis fluidos y tembloroso, una bolita de carne humana de dos kilos cien, con unos ojos aturquesados que se abrieron de par en par y se clavaron de por vida en los míos, y fue recién entonces cuando recuperé el habla y el coraje de ser su madre, aunque todavía hay días en los que me deja sin ambos, tanto como su hermana.


  Cuentan mis padres que cuando yo me estaba largando a hablar, y hablaba hasta por los codos como ahora, alguna de todas mis tías abuelas gallegas sin hijos que me adoraban y malcriaban, me dijo alguna cosa que no llegaron a escuchar ellos, del estilo de:

-"Mira, Fernandita que si no me das un besito, viene el hombre de la bolsa y te lleva con él." 


  Enmudecí del susto, no por minutos ni horas, sino por semanas. Mi mamá me preguntaba de todo y yo le contestaba con la cabeza, y mi viejo le decía que no insistiera, que ya se me iba a pasar solo, pero como buen padre y médico, se preocupó y se ocupó de hacerme ver por un pediatra de su confianza, del cual conservo aún el recuerdo: su altísima estatura, la camilla enorme y gris como su cabellera, su consultorio sombrío que olía a gas de la estufa encendida y a consultorio, como el de papá en casa, y la cara de consternación de mi viejo, que era joven entonces y muy pintón, como hasta hoy. Todavía a veces sueño con ese episodio.

 No recuerdo exactamente qué me dijeron o qué me pasó que me dejó muda, pero seguramente fue algo que para mi mente infantil era el equivalente al mensaje de un ángel en 3D como el que recibió Zacarías, ya adulto. Yo no sabía escribir, así que me comunicaba por gestos. Lo que sí se es que, desde entonces, la expresión más audible de mis miedos y mis angustias es el silencio. Cuando callo, es porque estoy verdaderamente en un pozo de angustia, con esa sensación de angostamiento en la garganta que no deja fluir el habla que es clara y fuerte cuando estoy en la superficie. Es obvio que Zacarías se quedó mudo del susto por el cual se vio superado, por más fuerte que fuese su fe. Una cosa es la fe y otra muy distinta es la repuesta inmediata y visceral, humana, al enterarte de que vas a ser padre cuando no lo esperabas por estar más cerca del harpa que de la guitarra.

  Como este relato, hay cientos en ese libro tan vapuleado, mal entendido y subvaluado como el peso argentino que nos pueden servir de espejo. A veces siento que muchos creen que La Biblia es un desfile de santurrones que a todo decían que sí y todo lo hacían bien. Sería una pena asumir eso y perderse de ver todas las miserias maravillosamente humanas que allí se exponen: María con sus dudas y su largo diálogo con el ángel en Los Evangelios Apócrifos, muy dignos de ser leídos, es otra prueba de que no era la sumisa doncella que nos hacen adorar, sino una joven pensante que se vio venir lo peor al saber que estaba embarazada siendo que no estaba casada, y se tuvo que tomar el raje a lo de Isabel a lomo de burro para que no la mataran a pedradas, como era la costumbre en esa época. José era un carpintero que entendía de muebles, un hombre entrado en canas que querría una mujer para que lo cuidara y lo auxiliara en sus últimos años, y se tuvo que tragar el sapo del embarazo sin comerla ni beberla, pero le dio vueltas al asunto que no le gustó nada en principio. Tuvo que hablarle otra voz del más allá en sueños para que le entrara sin haber entrado. Juan sería poeta e idealista, pero era también lo suficientemente joven, inconciente y corajudo como para acompañar en la crucificción y dar la cara mientras sus amigos se quedaron escondidos. Pedro es la piedra sobre la cual Jesucristo edificó una humana e imperfecta iglesia, porque se tuvo que quebrar tres veces antes de hacerse lo suficientemente fuerte para ser la piedra angular sobre la cual se construyó algo que parece que está siempre a punto de caer.

  La verdad es que no se si Juan y los Evangelistas escribían embriagados. Le daban lindo al vino por entonces, igual que hoy. Pero si así fuese, "In vino veritas", como decían los romanos. Lo que sí se es que La Biblia es una fantástica alegoría en muchos tramos y no comprendo por qué nos derretimos por los mitos griegos y romanos, las leyendas aborígenes, las fábulas de Esopo, los libros de psicología, de Luise Hay, Osho, Chopra y
Sri Sri Ravi Shankar, que la levantan en pala, no como los cuantro Evangelistas precisamente, mientras dejamos La Biblia junto al calefón.
                                

                                    
                                                        "La incredulidad de Santo Tomás", Caravaggio.


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