Siempre me pasa lo mismo cuando viajo en bondi. Saco la cabeza del libro en el cual estoy sumergida y no tengo ni la más pálida idea de dónde diablos estoy. Encima, en estos colectivos que trajeron de afuera viajo al revés y me desoriento aún más. Nunca fue mi fuerte el sentido de la orientación geográfica, ni en mi barrio, ni en mi ciudad : debe ser falla de fábrica. Alzo la vista del libro que me tiene subyugada y observo que una señora cincuentona y rechoncha con collar de cuentas de madera está leyendo alguna novelucha de Danielle Steel, a quien aborrezco. El pibe sentado a mi lado tiene las uñas pintadas de verde y está enchufado a un celular enorme y blanco a través de unos enormes auriculares color verde fluo que ocultan su rostro sin rastro alguno de pelos masculinos y de cejas perfectamente depiladas. Me flanquea una morocha veinteañera que calza mini-shorts tajeados en los lugares claves por la cual se le cae la baba a todo macho caliente en el compartimento hirviente. Miro mi falda tubo color caqui, que me llega hasta los tobillos, y me siento definitivamente una vieja invisible a las miradas lascivas de estos machos que, de todos modos, no me calientan en lo más mínimo. El pibe al que me animo a preguntarle dónde estamos es el único que no está alienado y que tampoco me mueve un pelo. Viste una remera Tommy Hilfiger de color azul marino, ¿trucha?, sin mangas, y al levantar el brazo derecho para señalar la dirección en la cual tengo que caminar para ir a la boca del subte cuando descienda de esta catramina recalentada y recalcitrante, noto que tiene la axila más limpia de vello que la mía...
Sobre la marquesina de un supermercado por el cual pasamos en un soplo ruidoso y polvoriento hay colgado un cartel de Cinzano antiguo y medio descolorido que indefectiblemente me retrotrae a mi infancia y a la amena lectura que me hace soportable este viaje con este calor pastoso de principios de otoño porteño en este colectivo sucio y maloliente que no sé ni qué número tiene. Como el Cinzano, los cuentos y relatos del escritor argentino que tuve la fortuna de conocer el sábado pasado en el legendario bar "Los 36 Billares", en plena y bella Avenida de Mayo, Mario Marazzi, se titulan precisamente "Refrescan la boca y apagan la sed". Un escritor a quien no conocía, premiado merecidamente, que logra producir ese efecto en mí, el del Cinzano, tanto a través de sus escritos como del encuentro cara a cara con su persona y el roce con su alma de escritor de ley, alguien que está de vuelta de muchas cosas aunque le brillan los ojos de deseos y esperanzas por alcanzar.
En la vidriera de la librería que está a unas cuadras nomás de ese bar donde se sentó en la vereda un porteño con chambergo a tomarse un cafecito a la hora del ocaso en pleno siglo XXI, casi frente al Teatro Avenida — que ofrece un ciclo de óperas que no me pienso perder — , figuraban los abominables ejemplares de Florencia Bonelli, John Green, las memorias de André Agassi, que me juego que él no escribió, un libro de historia argentina cuya autoría es la del periodista Ronaldo Hanglin, los ejemplares de los gurúes de los negocios enseñándonos "El toque de Midas", Donald Trump y Kiyosaki, el infaltable y estúpido horóscopo chino 2015 de Ludovica Squirru y las recetas muy poco aplicables a la realidad de las cocinas domésticas argentinas de Narda Lepes: ¡he dicho! Y no tienen ni el precio en exhibición, ni quieras saberlo. Los únicos clásicos eran dos hermosos libracos del maestro Quino, de tapa dura, "Todo Mafalda" y "¡Cuánta bondad!" — incomprables para la mayoría de nosotros por su costo — , "Todos los cuentos de los hermanos Grimm" y "Las mil y una noches", que la gente ahora adquiere por el éxito de una telenovela homónima que emiten en algún canal, no tengo idea de cuál, y que nada tiene que ver con el clásico de la literatura de autor desconocido. Debe quedar el libro sin leer de adorno en todos esos hogares donde el televisor es el amo de casa.
En el primer cuento del libro de Mario, que refresca y apaga la sed tal como el Cinzano que tomaba mi abuelo asturiano aporteñado al cerrar su día de almacén y que se bebía en mi casa paterna tanto como ahora se disfruta los días de calor en la mía, figura primero un delicioso y burbujeante relato premiado con Mención de Honor en el Concurso del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en el año 2002, año catastrófico en nuestra historia si los hay. Allí Mario narra magistralmente una historia de ligue entre una divorciada y un gordo exaltado en pleno cacerolazo en protesta por el maldito corralito que nos amargó la vida y nos peló los bolsillos a tantos. Subrayo apenas, para no arruinar una edición de autor autografiada y dedicada, el siguiente párrafo de "Sandokán a la cacerola" :
"En el cruce de la más ancha del mundo, por un momento quedaron aislados, y fue entonces cuando ella le preguntó:
— " A vos te parece que se la van a devolver?", deseando que este desconocido que ya estaba descartado por seco pero que le caía simpatiquísimo le respondiese lo que ella deseaba confirmar.
—"La esperanza, jamás... la guita puede ser" (...)
Lo cierto es que no nos devolvieron ninguna de las dos, y nos quedamos con el perro Sandokán, que no es precisamente "El tigre de la Malasia". Hoy por hoy, se hacen negocios turbios con otros países, o al menos eso dicen las malas lenguas que abundan por estos lares.
Paso al segundo cuento, "Coro con robo", y me encuentro con la siguiente cita:
"No hay caso, la autoridad será todo lo que quieras, pero saben ..."
Es cierto: acá la yuta siempre te bate la justa.
Y en "El Papa es el gladiolo", que leo justo antes de bajar para tomar el subte e ir a cobrar una guita que necesitamos para llegar a fin de mes porque marzo te perfora el bolsillo cuando tenés hijos en edad escolar, me encuentro con lo que más me gusta: consejos caseros para abonar plantas. Ya mi viejo me estuvo hablando del tema cuando lo visité la última vez. Ambos nacimos con dedos verdes y adoramos las plantas. La cita aplica:
—"¿Sabe qué me pasa con estas flores...? No sé, es como una fijación de la infancia (...) Sucede que en la casa de mi abuelo, que vive en Florida, allí cerquita de Vicente López, las regaban con Cinzano. Nunca vi azucenas como las de la casa de mi abuelo, créame. Y no es por despreciarle la merca, pero como las de Florida, jamás."
Y a las rosas rojas, el abuelo de este entrañable personaje, que le toma el pelo a un florista callejero, les sacudía con salsa bolognesa. Dá la casualidad no casual que el mismo día en el que conocí a Mario Marazzi en "Los 36 Billares" — fundado en 1894 e impecablemente preservado, a diferencia de la pobre confitería "El Molino", que da pena — , mi viejo, que nació en 1937, me dijo que no había mejor fertilizante para los rosales que la salsa de tomate. No hay caso, cada día me convenzo más de que nada en este suspiro delirante y apasionante que es la vida, nada, pero nada, sucede por pura casualidad.
La única pobre foto que logré sacar con mi celular para registrar el momento. ¡¡¡Gracias, Mario Marazzi!!! |
A boca de jarro